VEINTISIETE

Darius fue el primero en subir por la escalerilla, mientras Griffin y Helen aguardaban ansiosos abajo. Helen no sabía qué esperar. ¿Una incursión inmediata a su lugar de destino? ¿Los perros de los que la había advertido Raum?

No lo sabía, pero minutos después de que Darius desapareciera en la oscuridad por encima de sus cabezas, escucharon su voz:

—Todo despejado.

—Ve delante —dijo Griffin, echando una ojeada por el túnel con la luz de su colgante—. Yo vigilaré hasta que ya estés a salvo arriba.

Ella asintió y apoyó las manos en los peldaños de la escalera para impulsarse arriba. No fue ni la mitad de aterrador que su anterior bajada. Su vista ya se había acostumbrado a la oscuridad, y resultó bastante más fácil salir de los túneles que convencerse para bajar al subsuelo.

La luz del colgante de Griffin fue haciéndose más débil a medida que ella continuaba con la subida, y desapareció por completo justo cuando le llegaba la primera bocanada de aire fresco de arriba. Tan solo se trataba de un indicio de que ya estaba cerca del final. Siguió hacia arriba, la oscuridad era tan absoluta que ni veía sus manos sobre los peldaños que tenía delante. Precisamente cuando pensaba que el ascenso no parecía tener fin, le llegó la voz de Darius en forma de susurro desde arriba.

—Ya casi estás —dijo—. Cuando llegues te cogeré de las manos y te ayudaré a salir, pero por el amor de Dios, no hagas ruido. Todo parece desierto, pero no me ha dado tiempo a echar un vistazo por los alrededores.

Ella asintió, respirando pesadamente.

Al subir un paso más, tanteó con la mano en busca del siguiente peldaño y se dio cuenta de que no había ninguno. En lugar de eso, tocó algo frío y seco. Hojas, pensó.

—Dame las manos —le ordenó Darius.

Ella estiró la derecha y sintió alivio cuando los fuertes dedos del joven envolvieron los suyos. Apenas acababa de colocar la mano izquierda cuando Darius ya estaba tirando de ella para sacarla del túnel, como si pesase menos que un saco de plumas. Posó los pies en el suelo con un crujido de hojas secas.

La luna estaba casi llena. Darius se llevó un dedo a los labios, indicándole por gestos que se quedara callada. Luego se agachó y le susurró a Griffin que comenzase a subir. Helen tuvo ocasión de echar una ojeada alrededor, sorprendida de encontrar una zona tan boscosa. Había visto los árboles sobre el plano, por supuesto, pero no esperaba que sus copas fuesen tan espesas. En el mejor de los casos, vendría bien la cubierta adicional.

En el peor, sería catastrófico.

Se estaba desatando la cinta del pelo cuando Griffin salió del túnel. Bajó la vista hasta la cinta que ella tenía en las manos, con mirada interrogante, y ella se inclinó para atarla en un árbol cercano. No era gran cosa, pero con un poco de suerte serviría para ayudarlos a localizar su ruta de escape si se veían obligados a salir huyendo a toda prisa de la fortaleza de Alsorta.

Griffin asintió a modo de aprobación. Ambos aguardaron mientras Darius se inclinaba para colocar la tapa de madera encima de la entrada del túnel. Cuando terminó, Griffin les hizo señas para que se acercasen. Formaron un pequeño círculo, sus rostros separados por tan solo unas pulgadas, mientras él les susurraba instrucciones.

—Tenemos que ir hacia el Norte, siguiendo la línea de los árboles. Una vez que la casa esté a la vista, debería ser más sencillo decidir por dónde entramos. Seguidme. —Se quedó mirando a Helen—. Y quédate cerca.

Ella asintió.

Los hermanos asumieron sus nuevas posiciones sin decir una sola palabra, Griffin delante y Darius y Helen detrás. Pese a todos sus esfuerzos, era difícil no hacer ruido mientras marchaban sobre las hojas muertas que cubrían el terreno. Crujían bajo sus pies por mucho cuidado con que pisaran, hasta el punto de que parecía imposible que nadie los oyera. Helen Bajó la mano hasta la bolsa de su cinturón, levantó la solapa superior y palpó los dardos con los dedos. Hasta ahora no había señales de los perros, aunque aún les quedaba un buen trecho por delante.

Se avistaban las luces de la casa entre los árboles cuando Griffin se detuvo bruscamente. Agarró a Helen de la mano y tiró de ella hasta ponerla detrás de un gran árbol, mientras Darius avanzaba paso a paso en silencio. Ella tenía la espalda pegada al tronco, el cuerpo de Griffin aplastado contra el suyo mientras sus ojos escudriñaban rápidamente las inmediaciones. Al principio, pensó que los hermanos se estaban volviendo paranoicos. Ella no oía nada, excepto el murmullo de las pocas hojas que quedaban en las ramas encima de sus cabezas. Pero entonces escuchó la voz de un hombre a lo lejos. Aguzando el oído, trató de entender lo que decía.

—La habrá traído la nueva. —A la voz le faltaba el aliento. Era evidente que quien estaba hablando estaba caminando o moviéndose de algún modo mientras hablaba.

—¡Puf! —resopló otro hombre—. La visita de una mujer a estas horas de la noche, aunque sea para entregar la cena, solo sería una distracción. Ya sabes cómo es Henry con las chicas del servicio. Al viejo podría darle un ataque.

Helen entornó los ojos mirando a Griffin. Este sonrió abiertamente, pues obviamente estaba escuchando la conversación lo mismo que ella. De pronto se dio cuenta de que tenía el cuerpo de él muy cerca del suyo, su pecho pegado a sus senos, su rostro a unas pulgadas de distancia. Por un instante quedó prendada del hechizo de sus ojos, deseando estar en cualquier otra parte excepto allí. Deseando que los dos estuvieran completamente solos para poder estirarse y pegar sus labios contra los de él y sentir su boca abierta sobre la suya. Casi sintió alivio al ser apartada de sus pensamientos por la voz del primer hombre.

—Me trae bastante sin cuidado lo que haga Henry cuando le entreguen la cena —dijo—. Mientras eso no suponga que se me tenga que helar el trasero.

El compañero le respondió algo, pero ahora las voces estaban más lejos. Helen no podía entender lo que decían. Unos minutos más tarde, desaparecieron del todo. Aun así, Griffin siguió pegado a ella durante lo que parecía una eternidad.

Para cuando Darius apareció a la espalda de Griffin, Helen estaba ya asfixiada de calor.

—Odio interrumpir. —La voz de Darius destilaba sarcasmo—. Pero creo que deberíamos irnos.

Griffin se apartó, sus ojos buscaron los de ella con una sonrisa que indicaba claramente que no le preocupaba el retraso. Lo siguieron entre los árboles hasta que llegaron a un claro que los conducía hasta la casa. El césped se extendía desde la línea de árboles y rodeaba la imponente mansión. Tan grande como la mayoría de los edificios del centro de Londres, se asentaba sobre un pequeño montículo, y su fachada de ladrillo se alzaba bien alta hacia el cielo nocturno. En alguna de las ventanas parpadeaban luces, y Helen se preguntó de pronto si Victor Alsorta tendría familia. Si tendría una mujer que hacía labores de aguja junto al fuego e hijos que jugaban al ajedrez.

Apartó de sí ese pensamiento. Alsorta no se merecía la consideración de un hombre. Era un monstruo, y debía ser castigado.

Continuaron por el perímetro boscoso, la línea de árboles se curvaba poco a poco y se acercaba cada vez más a la casa hasta que estuvieron lo bastante próximos como para que Helen pudiera distinguir los detalles de las cornisas que rodeaban las ventanas. Griffin se paró.

Se volvió hacia ella y Darius.

—Esto es lo más cerca que vamos a llegar de la casa sin quedar al descubierto. Tenemos que encontrar la manera de entrar desde aquí si no queremos correr por el césped a la vista de cualquiera que se asome por una ventana.

Una puerta se abrió en un lateral y una joven mujer con uniforme de criada arrojó una olla de agua sobre el césped.

—¡Santo cielo! ¿Estás tonta? —le gritó una voz desde la puerta abierta.

Ella se dio la vuelta y bajó la cabeza.

—Lo siento, señora. Se supone que debía tirar el agua.

—Una mujer más mayor apareció en la puerta sosteniendo una olla humeante.

—Sí, sí, pero no aquí. No cerca de la casa. ¡Llévala a los árboles, por el amor de Dios! —Y entregando otra olla a la joven criada, gruñó, chasqueando la lengua—. Siempre que mandan a alguien nuevo, tengo que empezar con todo de cero.

La puerta se cerró de golpe tras ella. Por un instante la criada se quedó parada, sosteniendo la olla y mirando hacia donde ellos se encontraban entre los árboles, hasta que Helen estuvo segura de que los había visto. Pero no dio la voz de alarma. No gritó que había intrusos. La criada se limitó a bajar los escalones y se quedó mirando hacia ellos, más allá del césped.

—¡Viene hacia aquí! —susurró Helen.

Los dos hombres miraron hacia la hierba, viendo cómo se acercaba la chica, con la olla de agua humeante aún entre las manos.

—Ya os veré dentro —dijo Darius con tono cansado—. Vosotros encontrad a Alsorta y no intentéis hacer nada hasta que yo haya llegado.

No les dio tiempo a protestar. Darius avanzó sobre el césped a la vista de la chica, caminando tranquilamente hacia ella como si simplemente estuviese por allí fuera dando un paseo.

—Parece que necesitas ayuda. —Su voz era como el sirope, rico y empalagoso. Helen se imaginó la sonrisita picarona en su rostro mientras se acercaba a la sirvienta.

—¿Quién yo? —Miró a su alrededor, como si hubiese alguien más a quien Darius estuviese hablando.

—Sí, tú —dijo Darius despacio—. Eres demasiado bonita para perder la noche con este trabajo tan pesado. Permíteme. —Tendió las manos para coger la olla.

Ella se echó hacia atrás, espantada.

—¡Oh, no! No podría.

—Seguro que puedes. —El tono de voz de Darius era firme, aunque sensual.

La muchacha sacudió la cabeza y se inclinó para susurrarle a Darius. Helen apenas entendió lo que decía.

—Estoy a prueba, sabe. De la agencia. No podré quedarme si me meto en líos.

—No te vas a meter en ningún lío. —Darius tendió las manos hacia la olla y se la quitó con autoridad. Parte del agua se derramó—. Puede que seas nueva, pero yo no. Llevo años trabajando para el viejo. Y créeme, les importa poco quién lo hace o cómo, mientras se haga.

La chica miraba nerviosa a su alrededor.

—Bueno… entonces, vale. Pero tendré que volver enseguida o se preguntarán a dónde he ido.

Darius asintió con autoridad.

—No les gusta arrojar la basura cerca de la casa. Te enseñaré el mejor sitio para hacerlo y estarás de vuelta en nada de tiempo. Además, así podremos conocernos un poco… —Lanzó el anzuelo para averiguar su nombre.

—Maude —dijo ella, con timidez.

—Maude. —Darius la condujo hacia los árboles de detrás de la casa—. Un nombre atractivo para una chica atractiva.

Helen no pudo contener un suspiro cuando la chica se rio tontamente.

Griffin se inclinó sobre ella y habló en voz baja.

—Las habitaciones de Alsorta están en la segunda planta. Tenemos que buscar cómo entrar antes de que la chica vuelva.

Helen se asomó con cuidado entre los árboles, considerando las alternativas que tenían. Pasaron por su mente como una baraja de cartas, hasta que se acordó de su madre, cuando la condujo por uno de los peores barrios de Londres un sombrío día de febrero. No tenían ningún recado ni ningún otro propósito para estar allí. Era una aventura, le había dicho previamente la señora Cartwright al salir de la casa vestidas con ropas prestadas de los criados.

—¿Pero por qué? ¿Para qué vamos a ir por los barrios? —preguntó Helen mientras su madre le abotonaba un abrigo demasiado pequeño.

—Porque sí, cariño. —En sus ojos brillaba un destello gris profundo y cambiante—. Se trata de un juego. Como los que juegas con tu padre. Será estupendo, ya verás.

Helen había pasado miedo. La gente olía mal y era ruidosa, y le daba empellones todo el mundo, y eso que iba bien cogida de la mano de su madre. Aquel juego no le gustaba tanto como los que jugaba con su padre.

Su madre se detuvo en la esquina de una calle y se agachó para hablarle en voz baja.

—Tienes que actuar como ellos, corazón. Si te asustas, notarán tu miedo, sabrán que no eres de aquí. Solo entonces se fijarán en ti.

Helen había echado un vistazo a los viandantes toscamente vestidos. Los niños con caras sucias y narices que moqueaban, muchos de ellos persiguiendo a desconocidos para pedir dinero.

—¿Pero cómo? ¿Cómo actúo como ellos?

—Haz lo que hacen ellos, Helen. Compórtate como ellos. —Su madre le había sonreído con complicidad—. Finjamos. Será como un juego o un cuento de hadas. Yo haré de viuda pobre, que busca trabajo para mantener a mi querida hija, que a veces tiene que pedir limosna en la calle. Ningún ciudadano rico de Londres se resiste a la niña, pues esta tiene carita de ángel y tristes ojos violeta. —Le dio unas palmaditas en la cabeza y Helen vio, tan solo por un segundo, cómo asomaba la tristeza en su expresión. Momentos después, cuando prosiguió, había desaparecido—. En realidad es un cuento romántico y trágico.

Más tarde, Helen supo que su madre había añadido esto último para que ella no tuviese miedo. Y había funcionado. A Helen siempre le habían gustado los cuentos de hadas y había bordado la mirada de corderito que, junto con la súplica de unas monedas, derretía los corazones más duros de los desconocidos. Cuando dejaron atrás los barrios marginales, Helen había conseguido reunir un considerable puñado de monedas.

—Bien hecho, Helen —le dijo su madre mientras volvían a casa—. Mezclarse y parecer uno más es la clave para pasar desapercibido. Es así de simple.

Y diciendo esto, depositó todo el dinero que había ganado Helen en una caja fijada a la pared de una vieja iglesia.

—¿Y bien? —La voz de Griffin la devolvió al presente—. ¿Alguna idea?

Helen asintió despacio.

—Vamos a entrar. Por la cocina.

—¿La cocina? —Griffin sacudió la cabeza—. Pero hay gente trabajando allí dentro.

—Sí —afirmó Helen—. Pero nadie vigila la cocina. Tú actúa como si fueras de la casa y todo irá bien.

Ya casi se había abierto paso entre los árboles y se dirigía hacia la puerta lateral cuando él pronunció sus primeras palabras de protesta.

Corrió para alcanzarla.

—¿Estás loca? Nos van a pillar.

—No —dijo ella—. Es un lugar enorme, Griffin. Yo podría ser cualquiera de las criadas que contratan para servir a Alsorta, y tú uno de los vigilantes.

Subió los escalones como si lo hubiese hecho cientos de veces. Griffin se encontraba justo detrás cuando ella abrió la puerta.