VEINTISÉIS

Abordó el regreso a casa de los Channing con inquietud. Haber saltado una vez no la convertía en una experta, y no le apetecía enfrentarse otra vez a un espectro. Hacía rato que el sol se había puesto, y aunque no estaba segura de la hora que era, sabía que debían de ser cerca de las nueve. No podía permitirse un retraso.

Sus miedos eran infundados. Se desplazó desde la farola de la casa de Galizur hasta otra a una manzana de distancia de los Channing sin incidentes, y apareció cerca de una joven pareja que caminaba por la calle. Ellos la miraron sorprendidos, y Helen inició la marcha continuando por la calle como si hubiese estado allí todo el rato. Sin duda pensarían que sencillamente no se habían fijado antes en ella.

Ya casi había llegado a la casa cuando se dio cuenta de su error. En su impaciencia por escapar sin ser advertida, no había planeado su regreso. Al aproximarse a la imponente fachada de piedra, levantó la vista hasta el punto desde el que se había dejado caer unas horas antes aquella tarde. Estaba demasiado alto para regresar trepando. De hecho, la idea de haber dado el salto desde aquella altura le hizo cuestionarse su cordura.

Se quedó un momento entre las sombras, considerando las opciones que tenía. No tenía llave, y llamar a la puerta no parecía posible. Abrirían Darius o Griffin, desde luego, pero entonces tendría que explicar por qué había ido a ver a Galizur.

Y si tenía que explicar por qué se había marchado, tendría que explicar cómo sabía lo de los perros.

Al contemplar todas las ventanas de la planta baja, se preguntó si alguna de ellas estaría abierta. Sabía que era poco probable, pero a falta de otras opciones, comenzó a dar vueltas alrededor de la casa, pasando revista a las ventanas en busca de una que le brindase la posibilidad de colarse dentro sin que nadie la viera.

Ya había recorrido la parte delantera sin éxito y estaba preparándose para investigar la parte de atrás, cuando advirtió una luz dorada que se colaba por la rendija del marco de la puerta de la cocina. Al subir las escaleras, se dio cuenta de que la puerta estaba ligeramente entreabierta. Bajó la vista, y vio el plato de leche que había en la entrada.

Empujó la puerta, aliviada al ver que no crujían las bisagras, y la cerró silenciosamente tras ella. Tras atravesar la cocina, enfiló por el pasillo hasta la luz que salía de la biblioteca y se reflejaba en el suelo.

Al principio pensó que la sala estaba vacía. Un fuego recién avivado chisporroteaba en la chimenea, pero por lo demás no había signos de vida. Entonces escuchó un suave zumbido a sus espaldas y, al darse la vuelta para seguir el sonido, se encontró a Griffin dormido sobre el sofá con una bola de pelo blanco y negro encima del pecho.

Se sentó con cuidado a su lado, no pudo evitar la sonrisa que se formó en sus labios. Tras días contemplando el rostro de Griffin teñido de preocupación, sorprendía verlo relajado, con una expresión de absoluta calma mientras dormía con el gatito encima.

Extendió una mano para acariciar el espacio entre las orejas del animal.

—Así que eras tú el intruso —dijo en voz baja.

Griffin abrió los ojos al oír su voz. Por un instante, pillado entre las brumas del sueño, su rostro aún en paz. Luego, una arruga apareció entre sus cejas.

—¿Va todo bien? —preguntó—. ¿Qué pasa?

Helen sonrió, y se estiró en un impulso para retirarle de la frente un mechón de pelo extraviado.

—Nada. Son casi las nueve en punto. ¿Cuánto tiempo llevas durmiendo?

—No tengo ni idea. —Bostezó, notando al gatito sobre su pecho—. ¿Cómo ha…?

—Encontré la puerta trasera abierta. Alguien ha debido de olvidarse de echar el pestillo. ¿A que es listo este chiquitín, verdad? Se inclinó para dar un beso en la suave cabeza del gatito, y lo cogió para apartarlo del pecho de Griffin. Él la tomó de la mano y la detuvo.

—¿Y yo qué? —preguntó, clavando sus ardientes ojos en los de ella.

—¿Qué pasa contigo?

—¿No soy lo bastante listo para que me beses? —lo dijo con tono arisco.

Ella le dedicó una tímida sonrisa.

—Eres mucho más que listo, Griffin Channing.

Inclinándose, bajó su boca hasta la de él, sintió sus labios calientes y suaves en los suyos. El calor aumentó entre ellos y avanzó por su cuerpo hasta el momento en que el gato maulló suavemente en señal de protesta.

Una carcajada hizo retumbar el cuerpo de Griffin. Ella notó la vibración en el suyo propio.

—Vaya, vaya.

Las palabras, provenientes de la puerta, la sobresaltaron. Se incorporó rápidamente, y el gatito saltó al suelo y desapareció tras el sofá con ágil movimiento.

Darius entró en la sala dando grandes zancadas.

—He encontrado una hoz para ti, Helen. —Extendió una mano—. Es antigua, pero te servirá cuando la necesites.

El pánico aprisionó la garganta de Helen. No tenía pensado explicarle a Darius y a Griffin lo de la hoz de su abuela.

—¿Y bien? —Darius estaba ya impaciente—. Cógela.

—Yo… esto… no la necesito —dijo, buscando desesperadamente una explicación convincente para el arma que tenía en su posesión.

Darius inspiró hondo.

—Quieres una hoz o no la quieres. Decídete.

—Galizur me ha mandado una. —Sacó el arma tornasolada de su bolso—. Esta.

—¿Galizur? —Griffin sacudió la cabeza a su lado; había desaparecido de su rostro la pereza del sueño, como si nunca hubiese estado allí.

Helen asintió.

—Llegó con una nota donde decía que presentía que la podría necesitar. —La mentira resbaló sin problemas de su lengua. No podía pararse a cuestionarse su procedencia—. Era de mi abuela.

Los ojos de Darius se posaron sobre el arma.

—¿Puedo?

Ella se la entregó con cuidado, con el corazón en la garganta.

Él la contempló por fuera un instante antes de abrirla. Había asombro en sus ojos.

—¿Esto era de tu abuela?

—Según Galizur —dijo ella.

Darius alzó las cejas, silbando.

—Menuda mujer debía de ser tu abuela.

Helen bajó la vista hasta el arma.

—¿Y eso?

—No es una hoz corriente —dijo Griffin—. Es antigua. Mucho más que cualquiera de las que yo haya visto jamás.

—¿Tanto? —preguntó ella, encogiéndose de hombros.

—Está fabricada a la antigua usanza, por los clásicos. Será más poderosa que una nueva. Debe de llevar siglos en tu familia —dijo Darius, quien la miró a los ojos, devolviéndole la hoz con tanto cuidado como ella se la había dado a él—. Tienes suerte de tenerla.

Había un nuevo respeto en su tono de voz. A ella no le importó que surgiera por su asociación con el arma de su abuela. La consideración de Darius era importante viniera de donde viniera.

—Gracias —fue cuanto se le ocurrió decir.

Darius asintió. Su gesto se tornó adusto cuando centró su atención en ella y en Griffin.

—Espero que hayáis descansado bien los dos —dijo—. Ya es hora.

Entraron en los túneles a un par de manzanas de la casa. La calle estaba vacía cuando Griffin se agachó para levantar el gran disco de madera que cubría la entrada.

—Yo voy primero —dijo—. Helen, sígueme abajo y Darius será el último, para volver a colocar la tapa.

Se quedó sin voz para contestar, contemplando la oscuridad allá abajo.

—Helen. —La voz de Griffin le exigió su atención. Ella lo miró—. No pasará nada. Cuando entres, yo estaré abajo.

Se limitó a asentir cuando él comenzó a descender. No se veía más allá de la boca de la alcantarilla, pero por el modo en que Griffin iba introduciéndose en la oscuridad, supuso que habría alguna clase de escalera montada en la pared de la galería. A los pocos minutos, una luz de color azul claro se filtraba desde las oscuras profundidades del túnel.

—Ya puedes bajar —dijo Griffin con voz suave.

Ella tragó saliva con dificultad, y dio un respingo cuando una mano se cerró alrededor de una de las suyas. Cuando se volvió, se quedó sorprendida al ver a Darius mirándola con una expresión que no era ni sarcástica ni de aburrimiento.

—No pasará nada. Hemos recorrido esos túneles muchas veces.

Helen asintió y él se acercó y la sujetó por ambas manos mientras ella bajaba un pie dentro del túnel. Se sentía sorprendentemente segura. Las manos de Darius eran como de hierro. A pesar de sus anteriores desavenencias, sabía que no la dejaría caer.

Iba palpando con la punta de su bota, y estaba empezando a desesperarse por no encontrar el primer peldaño, cuando su pie se topó con algo duro. Movió la pierna en esa dirección hasta que volvió a encontrar el objeto. Una vez que tuvo el primer pie firmemente aposentado, tomó aire, y colocó el otro al lado.

Darius la sostuvo de las manos mientras ella bajaba tres peldaños más. Por fin estuvo con la cara a la altura del pavimento. A menos que planeara tirar a Darius, tendría que soltarse.

—Te veo abajo, princesa. —Había en el tono del mayor de los Channing una calidez inusitada cuando le soltó las manos poco a poco, para darle tiempo de agarrarse al suelo mientras bajaba otro escalón.

El mundo de arriba desapareció de su vista. Se encontraba en el interior de un negro abismo. Hasta la luz azul de debajo había desaparecido, y mientras descendía, tenía la vista fija en las paredes del túnel. Los peldaños estaban resbaladizos. En dos ocasiones perdió pie y se vio obligada a agarrarse con fuerza a los peldaños que quedaban encima de ella. El corazón le palpitaba como loco mientras trataba de estabilizarse para continuar descendiendo.

Durante un rato parecía que el descenso no terminaría nunca. El tiempo no existía, únicamente una oscuridad inmensa. Casi estaba segura de que si volviera a subir hasta la calle, se encontraría con que la oscuridad habría invadido cada rincón del mundo que ella conocía.

Entonces, desde unos cuantos pies más abajo, le llegó la voz de Griffin.

—Ya casi has llegado, Helen. Puedo verte.

Concentrada en el esfuerzo de su descenso, no se había percatado de que la luz era visible de nuevo. El brillo reflejado en la pared de enfrente era blanco, e iluminaba el barro y las rocas que separaban los túneles de las calles de Londres. Bajó tres peldaños más.

—Ya te tengo. —La luz brincaba por las paredes cuando sintió las manos de Griffin alrededor su cintura—. Estás a solo dos pasos del suelo.

Ella bajó los últimos peldaños, y casi se desmaya de alivio al notar el suelo bajo sus botas. Un olor húmedo y pútrido la asaltó y tuvo que reprimir una arcada.

—Es repugnante ¿verdad? —Griffin estaba a unas pulgadas de ella, su rostro extrañamente distorsionado por la luz de su colgante, que rebotaba sobre las paredes del túnel—. No te preocupes. Te acostumbrarás.

—Encantador. —Apenas consiguió hablar.

Griffin apuntó la luz hacia arriba y llamó a Darius.

—Ya está abajo, Darius. Venga, baja tú.

El descenso no pareció llevarle más que unos segundos. Helen se preguntó si el suyo habría sido tan laborioso y pesado como le había parecido o si solo era producto de su miedo. Cuando Darius, desde unos seis pies de altura, saltó al suelo con soltura, como mucho con una gota de sudor en la frente, esperó que se tratase de lo último.

—Gracias por la luz, hermano. —Pasó junto a ellos, con su colgante en la mano, iluminando su camino para adentrarse en la oscuridad de más allá.

Griffin le hizo señas con la cabeza.

—Ve delante. Yo iré detrás de ti.

A Helen no le apetecía ir sola, ni siquiera con Darius delante y Griffin detrás. Quería tener a alguien que respirara a su lado. Algo que le recordase que seguían estando vivos y no atrapados en una especie de purgatorio bajo el mundo real.

Y no es que el túnel fuese pequeño. De hecho, el techo se extendía muy por encima de sus cabezas, y las paredes a ambos lados se curvaban formando un gran arco.

Aunque por su forma de barril tuvo la impresión de estar viéndolo todo a través de los binoculares que su madre utilizaba en la ópera. Como si no hubiera laterales, tan solo la espalda de Darius, que parecía la cabeza de un alfiler.

Y luego estaba la basura. Alineada a ambos lados del túnel, en montones desparramados como asquerosas dunas de arena. Se mantuvo en el centro, respirando por la boca para evitar el olor, que cada vez era peor según iban adentrándose en el laberinto subterráneo. Apenas podía ver la luz del colgante de Darius, aunque el de Griffin iluminaba las paredes más próximas y le proporcionaba luz suficiente para ver lo que tenía justo delante de ella.

El suyo lo llevaba metido por dentro de la blusa. Era posible que tuviera que usar la hoz mientras estuvieran en los túneles, y quería tener ambas manos libres por si acaso. Al palpar con los dedos la cinta de cuero de su cintura, se alegró de haberse sabido excusar antes de salir de la casa. Se trataba de un burdo cinturón, pero la hoz pendía de él perfectamente segura, y al otro lado, escondida en el chaleco, llevaba la bolsa con los dardos de Galizur.

Helen estaba siguiendo a Darius tan de cerca, que ni se dio cuenta de que habían girado hasta que se pararon ante una bifurcación. Darius había escogido seguir de frente sin decir una palabra. Obviamente sabía adónde iban.

Mientras caminaban, su miedo fue apaciguándose, reemplazado por un morboso asombro. Cada curva y giro del túnel estaba señalizado con marcas talladas en las paredes, un embrollado sistema de navegación de lo más misterioso para ella. Que esos túneles hubiesen estado siempre allí, mientras ella se paseaba por las calles de Londres, le parecía asombroso. Y a pesar de apestar a cosas que era mejor no nombrar, las paredes estaban construidas con ladrillos colocados con esmero, y el suelo alternaba entre losas y roca desnuda. Helen trató de imaginarse al contingente de hombres que bajaban a trabajar todos los días, y se ocupaban del subsuelo de Londres con tanta dedicación, aun sabiendo que su trabajo no sería visto por nadie.

—¿Verdad que es increíble? —Escuchó la voz suave de Griffin a sus espaldas.

Ella levantó la vista hacia el techo abovedado como un barril.

—Sí que lo es.

Continuaron abriéndose paso por los subterráneos sin ver un alma. A veces, Helen oía un rumor entre la basura pegada a lo largo de las paredes del pasadizo. Otras veces, Darius les hacía parar mientras escuchaba algo que solo él era capaz de percibir antes de indicarles que continuaran la marcha.

Helen casi se habituó a no saber lo que había tras cada curva. Qué había a cada lado de tantas bifurcaciones por las que pasaban. Se familiarizó con todo hasta el punto de apenas notar el olor, y la oscuridad se convirtió en una incómoda amiga.

Por fin Darius se paró en seco, e iluminó las paredes con la luz del colgante.

—¿Qué pasa? —preguntó Griffin al llegar a la altura de su hermano.

Darius apuntó con la luz hacia un agujero del techo.

—Hemos llegado.