TREINTA Y CUATRO
—¿Cuánto tiempo más? —Helen intentaba impedir el castañeteo de sus dientes mientras permanecían escondidos en el exterior de la verja trasera de la casa de Alastor.
Habían llegado hasta la propiedad usando los túneles del alcantarillado. Saliendo en esta ocasión a dos millas de distancia de la casa. Caminando deprisa alcanzaron los límites de la propiedad en menos media hora. No les había resultado difícil permanecer ocultos. Usaron el bosque para bordear los terrenos hasta alcanzar la parte de la verja escasamente iluminada que Raum les había mostrado sobre el plano. Habían pasado al menos tres horas desde su llegada y Helen empezaba a temer que, llegado el momento, iba a estar demasiado congelada como para escalar la verja.
—Si se atienen al horario que ha mantenido hasta ahora —dijo Griffin desde el árbol más allá del de ella—, deberían estar de vuelta en diez minutos.
—Y deberían saltarse esta parte de la verja en la siguiente ronda —dijo Darius desde las sombras—. Lo cual significa que nos pondremos en marcha en cuanto pasen, para disponer del máximo tiempo.
Raum, apoyado contra un árbol al otro lado, no dijo nada. Helen percibía su aislamiento en todos los movimientos de su cuerpo. En la distancia que había mantenido entre ellos durante el camino hasta la casa. En la posición de su mano, sobre la hoz que llevaba al cinto incluso cuando no había ningún vigilante a la vista. Como si esperase que en cualquier momento ellos se volviesen en su contra. Como si no pudiera confiar en nadie, incluso a pesar de se habían unido a él y se estaban preparando para entrar en la guarida de Alastor.
—Voy a echar un vistazo a la verja —susurró Griffin a su derecha—. A lo mejor soy capaz de pensar en una estrategia para pasar más fácilmente por encima si la veo más de cerca.
Darius se acercó a él agachado.
—Iré contigo.
—Quédate aquí, Helen. No te muevas ni hagas ruido. —Posó la mirada sobre Raum—. A menos que necesites ayuda, claro.
Ella suspiró, sin saber si disculparse con Raum o comprender la preocupación de Griffin.
—Estaré bien. Tú ten cuidado.
Griffin asintió. Un segundo después habían desaparecido entre un ligero rumor de hojas.
Helen se volvió hacia Raum.
—Lo siento.
Él se encogió de hombros.
—No hace falta que te disculpes. Si yo fuera Griffin, también querría protegerte de mí.
—Aun así… —dijo ella—. Nos estás ayudando. Eso debería contar para algo.
—Por la experiencia que tengo, nada cuenta para nada. —A pesar de las palabras, su tono de voz carecía de amargura. Arrastraba la misma resignación de siempre. Como si supiese demasiado acerca del mundo. Como si vislumbrara el futuro y supiese ya que no tenía sentido ir en contra de cómo eran las cosas.
—Aun así, tú estás aquí.
Ella vio cómo asentía en la oscuridad.
—Sí.
—¿Por qué? —susurró ella—. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
Él recogió una ramita del suelo, y le dio vueltas en sus manos mientras hablaba.
—Mi vida. O mi falta de vida.
—¿A qué te refieres?
—Ha estado bien, cuidar de mí mismo estos años atrás. Estar solo. —Por su tono, ella sabía que era una mentira, pero no podía herir su orgullo diciéndoselo. Lo escuchó callada mientras él proseguía—. Pero eso no es vida. La verdad es que no. Creo que va siendo hora de que me enfrente a los Dictata y ser libre de verdad. Estoy cansado de huir. —Hizo una pausa—. Y luego estás tú.
Esta última parte la sorprendió.
—¿Yo?
—Sí —dijo él, suspirando.
—¿Qué pasa conmigo?
Hubo una larga pausa antes de que él tomase de nuevo la palabra.
—Hacía ya mucho tiempo que nadie creía en mí, Helen. Hace mucho que ni yo creía ya en mí mismo. Aunque estos últimos días…
—¿Sí? —preguntó ella con suavidad.
Él empezó a levantar con aire distraído las hojas del suelo.
—He sentido tu confianza en mí, y aunque parezca poca cosa, he empezado a preguntarme si no será eso lo que realmente necesitamos. Una persona que nos conozca de verdad. Una persona que conozca la oscuridad que escondemos en nuestro interior y de todas formas crea en nosotros.
Ella pensó en lo que estaba diciendo, preguntándose si sería cierto.
—Y hay algo más —dijo él, bajando la voz.
—¿Qué es?
—No quiero que nadie te haga daño. —Se volvió hacia ella, buscando sus ojos en la oscuridad—. Es una locura ¿verdad? No nos vemos desde que éramos niños, y sin embargo siento un deseo enorme de protegerte.
A Helen, aquella confesión le cortó la respiración. ¿Qué podía decir? ¿Que desde que él la había encontrado en el edificio de la fábrica ella ya no estaba segura de nada? ¿Que permanentemente se cuestionaba sus lealtades a causa del lejano recuerdo de un niño de ojos azules que la miraba con afecto y le regalaba llaves sin troquelar en el jardín?
Él había sido sincero con ella. Ella también lo sería.
—Yo siento lo mismo contigo.
Él soltó una risita en voz baja en la oscuridad. Era tensa e insegura, como si no riera desde hacía mucho tiempo.
—Aunque aprecio el sentimiento, me parece que no necesito de tu protección. Te saco un pie de altura y peso unas cien libras más que tú.
A ella aquello le hizo sonreír, como si los uniese algo cálido y familiar. Como cuando uno se mete en su propia cama después de un largo viaje.
—Sí, pero hay otra clase de peligros —dijo ella.
—¿Cómo cuáles?
—Soledad. Culpa. Desesperación. —Sonrió—. Por nombrar unos pocos.
—¿Qué piensas hacer cuando todo esto haya pasado? —preguntó Raum.
—No lo sé. Supongo que aprenderé lo que necesito para desempeñar mis obligaciones como miembro de los Guardianes. Reconstruiré la casa en la que me criaron. —Su mirada se cruzó con la de él—. Plantaré un nuevo jardín.
No podía apartar su mirada de él. No cuando él le puso la mano sobre la mejilla. Ni cuando le acarició suavemente los labios con su pulgar. Tenía la piel callosa y áspera, y ella se deleitó con su contacto. En sus ojos se reflejaba todo el dolor de ella, y también todo su afecto.
—Ya viene el vigilante. —Raum bajó la mano de su rostro cuando apareció Griffin—. En cuanto pase nos ponemos en movimiento.
Helen asintió, su rostro ardiendo de vergüenza, y, siendo sincera consigo misma, de algo peligrosamente cercano al deseo.
Darius se colocó junto al tronco del árbol más allá de Griffin. Instantes después, Helen oyó las pisadas del vigilante que se acercaba por el otro lado de la verja. Por la luz dedujo su posición y observó cómo avanzaban las extrañas formas que su farol arrojaba entre los árboles. Fue una pasada rápida, tal como esperaban. Si Alastor había puesto en alerta a sus hombres, debían de estar centrados en otro lugar. Evidentemente, a nadie le preocupaban los límites de la arboleda de la parte trasera de la casa. Aquello indignó a Helen. Obviamente, Alastor los creía tan estúpidos como para usar dos veces el mismo punto de entrada y salida.
Se quedaron a la escucha mientras los pasos del guardián se desvanecían en la distancia y su luz desaparecía en la noche. Entonces los cuatro se incorporaron y se pusieron en movimiento.
—Creemos haber encontrado un sitio por el que pasar —dijo Griffin—. Vamos.
Ella siguió a los hermanos mientras notaba la presencia de Raum a su espalda. Hacía esfuerzos por quitarse de la cabeza lo que había sucedido entre ellos mientras Griffin no estaba. Todo lo que importaba era el aquí y ahora, evitar que Alastor y la Legión se apoderaran del mundo.
Llegaron hasta la verja metálica. Helen miró arriba, intentando ver el final. No lo consiguió. Bien debido a su altura o bien a que los hierros se fundían en la oscuridad que los rodeaba, la verja parecía alzarse y alzarse, extendiéndose sin fin hacia el cielo nocturno.
Un primer espasmo de pánico se apoderó de ella, pero se olvidó de él en cuanto Griffin comenzó a desabrocharse la camisa.
—¿Qué estás haciendo? —susurró.
—Vamos a hacer una escala —explicó él—. Ataremos nuestras camisas y tú añadirás… lo que puedas, mientras sea decente…
—Espera un minuto —lo interrumpió, segura de no haberle entendido bien—. ¿Quieres que me desvista? ¿Aquí?
—Es la única manera —continuó Griffin, quitándose la camisa para dejar al descubierto sus musculosos hombros—. Si atamos la escala en la parte alta, dejando que cuelgue por el otro lado de la verja, la podemos usar para subir y bajar. Darius irá el primero, seguido de Raum. Después, yo te daré un empujón.
—¿Y luego qué? Estaba tratando de imaginárselo mentalmente y cuando comprendió lo que estaba sugiriendo, deseó sinceramente equivocarse.
Él la miró a los ojos.
—Tendrás que usar los nudos de la escala para colocar los pies y las manos, pero será más fácil que escalar la verja sin más. Los barrotes son de hierro liso. No hay nada donde agarrarse.
Solo de oírlo le entraron ganas de soltar una carcajada. Ella apenas era capaz de montar a caballo sin caerse. Escalar a media noche una verja de hierro rematada por puntas afiladas no prometía nada bueno.
Pero sabía que de nada serviría discutir. Lo importante era entrar.
Y si los hombres podían hacerlo, ella también, aunque requiriese trepar por la escala a medio vestir en medio de un bosque.
Se quitó la chaqueta y se la entregó a Griffin, que ya estaba atando su camisa a la de Darius. Unos segundos después, Raum le entregaba a ella su camisa para añadirla a la escala. Percibió el aroma de algo almizclado y cálido en la tela y vislumbró el momento en que él le había tocado los labios con su pulgar. Se apresuró a pasarle la camisa a Griffin antes de distraerse aún más.
Esperaba que con su chaqueta, colocada en medio de las dos camisas fuera suficiente. Pero cuando Griffin y Darius extendieron las ropas anudadas, se dio cuenta de que con ello no llegarían a ninguna parte.
Griffin se dirigió a ella.
—Lo siento, Helen. —Su mirada se posó sobre su pecho—. ¿Llevas algo puesto debajo de eso?
Las mejillas de ella se ruborizaron.
—Solo un corsé y blusa.
Él inspiró hondo, con gesto de disculpa.
—Me temo que vamos a necesitar tu blusa. Aun así no llegará tan abajo como me gustaría, pero cualquier cosa, por pequeña que sea, servirá de ayuda.
Ella asintió, consciente de que el tiempo se les escapaba. Dejando a un lado su pudor, empezó a desabrocharse la blusa, evitando las miradas de los hombres cuando se la quitó y se la pasó a Griffin.
No le llevó mucho terminar la escala. Una vez lo hizo, revisó de nuevo los nudos y se giró hacia Darius.
—¿Preparado?
Darius asintió.
Griffin lanzó uno de los extremos de la improvisada escala hacia lo alto de la verja. No funcionó, y lo intentó unas cuantas veces más antes de volverse hacia ellos, frustrado.
—Es demasiado ligera. No consigo hacer pasar el extremo por encima de la verja.
Raum escogió una gran piedra del suelo y tendió una mano hacia la escala.
—Déjame.
Griffin vaciló un momento antes de entregársela.
Una vez que Raum la tuvo en sus manos, formó un bolsillo en uno de los extremos, colocó dentro la piedra e hizo un nudo para asegurarla en su sitio. Luego retrocedió y la lanzó. La piedra, arrastrando el resto de la escala, salió volando por encima de la verja. Helen observó cómo se desplegaban por el otro lado sus ropas anudadas.
—Bien hecho —dijo, Griffin, mirando a Raum.
Darius se acercó a la verja, y agarró ambos extremos de la escala para atarlos juntos. Dio unos pasos atrás tirando de ellos hasta que poco a poco el nudo fue subiendo hasta la parte alta de la verja. Le dio un último tirón bien fuerte, asegurándose de se había enganchado con seguridad allá arriba. Luego la soltó, dejando que colgase a cada lado de la verja de hierro un extremo de la escala.
Agarrando el extremo más cercano a él, miró a Griffin.
—Te veo al otro lado, hermano.
Empezó a trepar.
Lo hacía parecer fácil, pero Helen sabía que aquello era engañoso. Darius era fuerte. Se impulsaba él mismo con rapidez de nudo en nudo, usando sus pies para mantener el equilibrio sobre la escala que se balanceaba. Por fin oyeron el ruido de las botas sobre el metal y supieron que había llegado arriba. En menos de un minuto bajó hasta el suelo por el otro lado.
Darius les sonrió entre los barrotes de la verja.
—Pan comido.
Raum agarró la escala, y levantando la vista hacia lo alto, comenzó a trepar sin decir una palabra. Estaba a la altura del segundo nudo cuando dejó de moverse. Segundos más tarde volvió a bajar al suelo.
—¿Qué pasa? —preguntó Helen—. ¿Algo va mal?
Él titubeó un momento antes de echar mano a su cinturón.
—No puedo moverme con libertad con la espada balanceándose a mi lado.
Se volvió hacia la verja, posando sus ojos en Darius a través de los barrotes. Al momento pasó la espada a través de ellos con lógica reticencia, y regresó a la escala sin decir nada. Nadie abrió la boca mientras él subía hacia la oscuridad. Su ascenso resultó ser igual de natural que el de Darius, y en Helen se fue instalando el nerviosismo mientras él trepaba. Ella sería la siguiente, por mucho miedo que tuviera.
Raum saltó al suelo por el otro lado. Tenía la frente sudada, mientras le tendía la escala a Helen por fuera, a través de la verja.
—Puedes hacerlo —lo dijo mirándola a los ojos, y en ese momento Helen lo creyó.
Cogió la escala y la estudió como si fuese a ofrecerle alguna pista.
—Estira los brazos todo lo que puedas —le dijo Griffin en voz baja—. Agárrate de uno de los nudos e impúlsate hacia arriba hasta que notes otro bajo tus pies.
—¿Y luego qué? —preguntó ella, con voz temblorosa.
—Sigues haciendo lo mismo —se limitó a decir él—. Estiras, te impulsas, mueves los pies hasta el nudo siguiente. La escala se balanceará un poco, pero no puedes perder mucho tiempo en la misma posición. Si no se te cansarán los brazos. Intenta no dejar de moverte.
Ella asintió, y repitió:
—No dejar de moverme. Vale.
Griffin echó un vistazo a su alrededor, impaciente, y ella se dio cuenta de que estaba preocupado por el tiempo. Tiempo que ella estaba desperdiciando poniéndose nerviosa. Se acercó a la escala y levantó la cabeza en busca de uno de los nudos. Cuando lo encontró, titubeó, sabiendo que una vez hubiese empezado ya no habría vuelta atrás.
Realmente no la había. Alastor había ordenado el asesinato de sus padres. Si lo dejaban mañana llegar a la cumbre, usaría su poder para dominar el mundo, con o sin la llave, que de todos modos encontraría en cualquier momento. Era inevitable.
Solo quedaban tres de ellos. Tres Guardianes. Uno de ellos la tenía.
Una vez que Alastor lo averiguase, cambiaría el curso de la historia en su propio provecho. Helen podría dejar de existir. Peor aún, podía verse esclavizada por el mismo Alastor o por otro ser aún peor. Las posibilidades era terroríficas e infinitas.
Había llegado el momento. Había que hacerlo.
Se obligó a sí misma a aceptar la verdad y luego se impulsó y elevó su cuerpo a un pie del suelo, mientras sacudía los pies buscando la escala para agarrarse.
No era fácil. Ni la mitad de fácil de lo que Darius y Raum hacían que pareciese.
La escala giraba de un lado a otro, haciéndole casi imposible encontrar el nudo con sus pies. Estaban empezando a cansársele ya los brazos cuando por fin encontró el siguiente. Recordó las instrucciones de Griffin y resistió a la necesidad de descansar.
Se obligó a continuar, aseguró sus pies y levantó la mano en busca del siguiente nudo por encima de su cabeza antes de mover los pies. Esta vez resultó más fácil. Encontró el nudo apenas unos segundos después de patalear a ciegas en la oscuridad.
—¡Bien! —susurró Griffin desde abajo—. Ya lo has conseguido. Ahora sigue.
Lo hizo. El resto del mundo se desvaneció. Hasta su misión de destruir a Alastor fue relegada a un remoto rincón de su mente. Ahora solo existía la escala. La escala y la oscuridad y el cielo aterciopelado encima de ella. Estiraba y tiraba y movía los pies a pesar de que los brazos le ardían a causa del esfuerzo.
Entonces llegó. Al detenerse, se dio cuenta de que no había preguntado qué hacer una vez hubiese llegado arriba. Probablemente porque una parte de ella no creía que fuera capaz de llegar tan lejos.
Sin embargo ahí estaba, y sería una locura llamar abajo a Griffin. Era una verja. Puede que no fuese una atleta, pero sabía que solo había una manera de pasar por encima.
Eran los afilados remates lo que le daba miedo. Le preocupaba que se le enganchase la ropa, o peor aún quedar empalada. Aquel pensamiento, con todo lo morboso que era, le dio una idea.
El brazo derecho le temblaba mientras soltaba el izquierdo para alcanzar a través de los barrotes la otra parte de la escala. Cuando por fin la tuvo en sus manos, utilizó la tela para tapizar los pinchos de lo alto de la verja. Trabajó con rapidez, sabiendo que no iba a tener fuerzas eternamente. No quedó perfecto. Algunos aún asomaban cuando por fin terminó. Pero donde antes había una intimidatoria punta metálica, ahora tenía algo suave donde apoyarse. Suponía que la escala sería algo más corta para bajar, pero ahora no se podía preocupar de eso, colgada allí arriba tan alejada del suelo, desesperada por abrirse paso por encima de la verja para poder comenzar el descenso.
Puso su mano derecha sobre el extremo de los barrotes e hizo lo mismo con la izquierda, usando ambas para equilibrarse mientras subía los pies uno o dos nudos más. Luego, cuando tuvo los pies incómodamente cerca de sus manos, levantó una pierna por encima de la verja.
De inmediato notó la mordida del metal en su piel. Era algo pasajero. Después de aquello, todo fue necesariamente deprisa, y no podía pararse a examinar el tamaño de sus heridas. Su corsé se desgarró al arrastrar su vientre por encima de los barrotes cubiertos de tela. Alzó la otra pierna en el último minuto.
Lo único que podía hacer era no soltarse y caer, aunque se obligó a tomarse unos segundos para equilibrar su cuerpo antes de tantear los nudos de la escala con sus piernas. Bajar fue más fácil, aunque los brazos le temblaban por el esfuerzo. Al menos lo peor ya había pasado. Ocurriera lo que ocurriese ahora, a cada paso que daba estaba cada vez más cerca del suelo.
Hasta que llegó al extremo de la escala.
—Se me ha acabado la escala —le susurró a quien la escuchase— he tenido que usarla para pasar por la parte de arriba.
—Está bien. —Desde abajo le llegaba la voz de Raum—. Puedo verte. No estás muy lejos del suelo. Suéltate y yo te recojo.
—¿Estás seguro? —Ahora la escala le resbalaba por las manos, manchadas de sudor o lo que ella temía que pudiera ser sangre.
—Seguro —dijo él—. No te dejaré caer. Te lo prometo.
Al oír aquellas palabras se soltó. Raum no la dejaría caer. A pesar de todo, él lo había dicho. Lo había prometido.
Y ella le creía.
Se soltó, y un momento después estaba en sus brazos.