DIECISIETE
Un rato después de que Raum se marchara, ella se sentó en los escalones de piedra de la entrada de la casa. Al principio, su instinto le gritaba que fuese tras él, que lo siguiese. Que lo matase igual que él había matado a sus padres. U ordenado matarlos, como a él le gustaba afirmar.
Pero la habían entrenado demasiado bien. Pronto se impuso la razón. Para cuando ella se hubiese recuperado del susto y salido de la casa, Raum ya se habría ido hacía rato. Además, no tenía ningún arma.
Pensaba en su aparición con una mezcla de rabia y curiosidad. ¿Cómo se atrevía a regresar aquí, a la escena de uno de sus horribles crímenes?
Por otra parte ¿porqué la había dejado otra vez con vida?
Cuando por fin se dio por vencida, el sol ya se estaba poniendo. Recorrió el sendero, y cerró con un chirrido la puerta de hierro tras ella. Las farolas de la calle ya estaban encendidas, salía humo de sus llamas. Por encima de su cabeza oscuras nubes grises se movían veloces. Ocultaron por completo el sol, y Helen no pudo sino preguntarse si sería una señal del fin. Si la atmósfera misma sabría que el orbe —y el mundo que representaba— estaba agonizando. Cruzó los brazos para combatir el frío, y se los frotó preguntándose lo que Darius y Griffin dirían acerca de su larga ausencia.
Pensar en Griffin llevó un calor bienvenido a su cuerpo helado. No era tan temerario o seguro de sí mismo como Darius, pero él le inspiraba una confianza que la tranquilizaba. A pesar de la natural fuerza de Darius, era Griffin quien la hacía sentirse a salvo.
Lo cual no era poca cosa, en esos momentos.
Se había detenido en una esquina de la calle, esperando a que pasaran de largo una fila de carruajes, cuando vio el periódico.
El repartidor estaba parado en la esquina, voceando a los transeúntes para que adquiriesen un ejemplar. Y aunque no se trataba más que de un periódico como cualquier otro, de un día como cualquier otro, algo captó su atención al pasar por delante.
Volvió sobre sus pasos, hurgando en su bolso en busca de una moneda que darle al chico a cambio de un periódico.
—Gracias, señorita —le dijo él, tendiéndole un ejemplar.
Ella asintió, habiendo reanudado ya la marcha, la vista fija en el artículo que ocupaba la primera página.
¡El Sindicato, propietario ya del 92% de la empresa y la industria!, rezaba el titular.
Aunque no fue aquello lo que captó su atención, sino la borrosa fotografía que acompañaba el artículo. Se acercó el periódico para verlo mejor con la escasa luz que quedaba. Una fuerte sacudida en su hombro izquierdo la hizo levantar la vista.
—¡A ver si mira por dónde va! —Un viejo jornalero se giró, y la miró enfurecido mientras seguía su camino.
Ella se echó a un lado, extrañamente alterada. Un momento más tarde, apoyándose en la pared de ladrillos de una sombrerería, no muy lejos de la casa de los Channing, lo intentó de nuevo. Ahora, sin la distracción de los empujones de los transeúntes, consiguió ver la imagen de un caballero que salía de un extraño carruaje sin caballos. Los detalles del rostro del hombre se perdían en la foto borrosa, aunque había algo al lado del carruaje. Algo familiar.
Inclinó el periódico hacia la luz de la siguiente farola. Cuando por fin enfocó la imagen, fue la voz de Raum lo que escuchó.
… la respuesta está a la vista de todos.
Y aunque no se acordaba de la última vez que había echado a correr, se metió el periódico debajo del brazo y se abrió paso por las calles de Londres lo más rápido que sus pies le permitían.
Apenas consciente del estrépito que estaba armando, Helen cerró la puerta con un sonoro golpe y echó a correr por el vestíbulo. Encontró a los hermanos en la biblioteca, boquiabiertos por la sorpresa al verla entrar de pronto por la puerta.
—Qué demonios… —empezó a decir Darius.
Helen levantó una mano, tratando de recuperar su aliento, mientras hablaba con esfuerzo al mismo tiempo.
—Ya sé… lo que… son… las iniciales de… la nota.
Griffin sacudió la cabeza.
—¿Qué iniciales?
Ella se adentró en la habitación, mostrándole bruscamente el periódico.
—Las del papel de Raum.
Él la observó durante un instante, tratando de encontrar la respuesta en sus ojos.
—¡Mira! —exclamó ella.
Él bajó la vista hacia el periódico. Ella vio cómo sus ojos lo recorrían, y se adelantó para señalar la imagen.
—El artículo no —dijo—. La fotografía.
Él inclinó el diario hacia la luz de la lámpara, en tanto que Darius observaba e intentaba cubrir la expresión de curiosidad con su habitual gesto de ensayado aburrimiento.
Parecía haber pasado una eternidad hasta que Griffin levantó la vista, con un horrorizado gesto de comprensión en sus ojos cuando miró a Helen.
—¿Victor Alsorta? —fue todo cuanto dijo.
Helen asintió, tratando de ignorar la quemazón de sus pulmones.
—¿No es la misma? ¿La insignia del carruaje?
Griffin le pasó el periódico a su hermano.
—Échale un vistazo.
Darius lo observó menos de un minuto y arrojó el periódico sobre la mesa. Se puso en pie de un salto y comenzó a pasearse por la biblioteca.
—¿Por qué iba a ordenar Victor Alsorta la ejecución de los Guardianes? —murmuró—. ¿Y cómo sabe quiénes somos? Tiene que haber otra explicación.
Helen sabía que debería hablarles a Darius y a Griffin de su encontronazo con Raum. De su velada insinuación de que encontrarían las piezas del puzle solo con mirar detenidamente.
Sin embargo, cuando abrió la boca para hablar, las palabras no acudieron. Su rostro se ruborizó al recordar la proximidad de Raum en el salón quemado. Su aliento sobre su cara. Su mano sobre su brazo.
No era la atracción que sentía lo que la sonrojaba. De eso sí que estaba segura. Era la vergüenza. Vergüenza de haberse quedado sin hacer nada, de haber mantenido una conversación civilizada con el hombre responsable de la muerte de sus padres. Vergüenza por no haber encontrado un modo —cualquier modo— de matarlo cuando tuvo oportunidad.
No podía contárselo ahora a los hermanos. Solo los haría enfadar aún más, en un momento en que todos ellos necesitaban ser juiciosos. Esperaría. Raum podría aparecer de nuevo, y la próxima vez, estaría preparada.
Su mente le susurraba que estaba justificándose. Buscando pretextos para evitar hacer lo que sabía que debía hacer. Pero no importaba. Un momento después, Griffin habló, y ella se encontró con la excusa que necesitaba para dejar marchar sus pensamientos sobre Raum y su extraño encuentro.
—Parece inverosímil, pero de todo lo que hemos encontrado, es lo más parecido a una pista —le dijo Griffin a Darius—. Quienquiera que esté detrás de las muertes, ha conseguido asesinar a diecisiete de los nuestros, a pesar de estar bien ocultos por la Alianza y de tener no pocos poderes. Eso requeriría una tremenda influencia. Una clase de influencia que tiene alguien como Victor Alsorta. Deberíamos al menos explorar la posibilidad de que él esté implicado.
Helen asintió.
—Las iniciales son las mismas. El logotipo que tiene detrás está borroso, pero podría muy bien ser el mismo. Sería una insensatez no considerar que pueda haber una conexión.
Darius se frotó la barba incipiente de la barbilla.
—De acuerdo. Iremos a ver a Galizur esta noche. Si hay alguien que tenga información sobre Alsorta, es él.
Griffin miró a Helen.
—Bien hecho, Helen. Empezábamos a estar preocupados por ti, pero parece que has empleado bien el tiempo que has pasado fuera de la casa. —Su afirmación llevaba implícita un sutil interrogante.
El rostro de Raum apareció como un destello ante sus ojos, como un silencioso reproche a la mentira por omisión que estaba a punto de contar.
—Fui a la casa. Yo… tenía que verlo por mí misma.
—¿La casa? —Darius levantó la vista para mirarla desde su sitio, cerca de la ventana—. ¿Tu casa?
Ella asintió.
—Deberías haberme dicho que querías ir —le dijo Griffin con calma—. Habría ido contigo.
Ella no pudo mantenerle la mirada y se entretuvo en frotar una mancha del impecable escritorio.
—Fue impulsivo. Y tú ya te habías ido.
—Aun así —dijo él—. No me gusta la idea de que andes sola por ahí. Es demasiado peligroso.
—Gracias. De verdad. Lo tendré en cuenta. —No quería ni imaginar lo que Griffin diría si se enteraba del peligro que había corrido realmente, sin mencionar el hecho de que había dejado marchar a Raum sin protestar siquiera—. Creo que me echaré un rato antes de que vayamos a ver a Galizur.
Salió de la habitación sin decir nada más. Griffin parecía dolido por su rechazo, pero a ella no le apetecía tener compañía. Había demasiadas cosas dando vueltas en su cabeza. Demasiados remordimientos y confusión. No soportaría la presión de tratar de ponerle un nombre a todo eso. Ni siquiera por Griffin.
De vuelta en su cuarto, tumbada en el confortable colchón de lo que se había convertido en su cama, a Helen le escocían los ojos a causa del cansancio. Sabía que necesitaba dormir, que aquello que estuviera por venir requeriría de su atención y vigilancia. Pero su mente no iba a dejar de darle vueltas a todo lo sucedido.
Se había enfrentado a una innegable verdad.
Su casa había desaparecido por completo, y sus padres no volverían jamás.
Cogió la fotografía que tenía sobre la mesilla de noche. Notaba el papel satinado y grueso al tacto, y las esquinas empezaban a doblarse. Se quedó mirando a los ojos de su madre, tratando de ver más allá de ellos. ¿Sabrían sus padres, incluso aquel caluroso día de verano, que iban a acabar así? ¿Que perecerían a manos de un asesino? ¿Que Helen se quedaría sola en el mundo e incapaz de derramar una lágrima siquiera por lo sucedido?
Cuando todo estaba dicho y hecho, lo último era lo que más angustia le causaba. Sabía de las cosas horribles que estaban sucediendo en el mundo. En lo más profundo de su ser, incluso sabía que sus padres debieron de prever esto como una posibilidad.
Pero su propia incapacidad para llorar por su muerte como era debido era algo que no conseguía entender, y aún menos perdonar. Las buenas personas se entristecían cuando sucedían cosas malas, ¿no? Sentían la pérdida y tristeza de un modo transparente de cara a los demás.
Y si bien era cierto que se sentía vacía en su interior, que había un dolor sordo e incesante en el lugar que ocupaba su corazón, no experimentaba un pesar auténtico teniendo en cuenta todo lo que había perdido. Su alma era tan fría como el aire frío de Londres en invierno, y su dolor una sombra apenas ante el deseo de venganza que también se había ido atenuando desde la aparición de Raum.
Raum. Pensar en él hacía salir de nuevo a flote su rabia. Sus padres habían desaparecido por culpa de Raum. Por su culpa Helen no solo se veía obligada a sufrir la pérdida de ellos, sino la de sí misma. La pérdida de todo aquello que pensaba que era ella, por aquella época en la que se creía buena persona y compasiva y, si no fuerte físicamente, al menos valiente y decidida para defender las cosas que amaba.
Conservaba su cólera creciente y la nutría como la chispa solitaria necesaria para prender un fuego.
Y todo el tiempo se repetía que lo que Raum había hecho la obligaba a verse a sí misma no como ella se imaginaba que era, sino como realmente era.