VEINTE

Saltemos —dijo Darius, bajando por la escalinata de casa de Galizur—. No estoy ahora para que nos ataquen los espectros.

Helen hizo acopio de valor antes de hablar.

—Esta vez me gustaría hacerlo yo sola. —Disparó las palabras a su espalda, tratando de proyectar su voz de modo que no revelase el miedo que corría por sus venas.

Darius se dio la vuelta.

—¿Que te gustaría hacer qué? —dijo, entrecerrando los ojos—. ¿Saltar?

Ella asintió.

—Sí, pero… Bueno, nunca lo has hecho —objetó Griffin.

Helen sonrió.

—Está claro que no. Aunque creo que puedo hacerlo.

—Saltar es complicado —dijo Griffin—. Complicado y peligroso.

Helen cruzó los brazos por delante del pecho.

—Tú puedes hacerlo y no eres mucho mayor que yo. Tienes que haber aprendido recientemente.

Él se enderezó un poco.

—La verdad es que lo hice más pronto que la mayoría. Las circunstancias me obligaron a aprender muchas cosas antes de la edad de la Iluminación.

—Cierto. —La risa de Darius estalló en el aire de la noche. Le dio una palmadita a su hermano en el hombro—. Llevas saltando nueve meses, hermano.

Ella alzó las cejas en dirección a Griffin, tratando de reprimir una sonrisa triunfante.

—Si tú puedes hacerlo, yo también.

—Tiene razón. —Darius avanzó para ponerse bajo la luz antes de que Griffin pudiera responder—. Enséñale. Os veré a los dos en la casa.

Un instante después, desapareció.

Griffin se volvió hacia ella, refunfuñando.

—No me importa saltar contigo. Y es mucho más seguro que tratar de enseñarte en estas circunstancias.

Ella se dio cuenta de pronto de por qué Griffin no quería que saltase sola. Se preocupaba por su seguridad, como acababa de decir, pero había algo más, y ahora sabía de qué se trataba.

—Solo estoy tratando de cumplir con mi parte. No quiero ser un lastre. —Le tendió las manos, sonriendo—. E imagino que aún tendré que mantener el contacto contigo mientras esté aprendiendo. Al menos al principio.

Él contempló sus manos unidas antes de volver la vista hacia ella y sonrió.

—Durante el aprendizaje sería, ejem…, prudente mantener contacto físico, eso es cierto. Y la atrajo bajo la luz de la farola.

A Helen le parecía que no era fruto de su imaginación el que él se hubiera acercado más de lo necesario para darle las explicaciones.

—Lo más importante a la hora de saltar —dijo él—, es saber que puedes hacerlo. No pensar o esperar que puedes hacerlo, sino saber que puedes. Has nacido con esa habilidad, lo mismo que todos nosotros, y en cualquier caso tendrías que aprender dentro de poco.

—Exacto. —Ella asintió, murmurando para sí misma—. Puedo hacerlo. He nacido para hacer esto.

—Te ayudará cerrar los ojos, pero no lo hagas aún. Solo escucha —la instruyó—. Debes ver la luz como la fuente de energía que es y luego imaginarte a ti misma rompiéndote en los pedazos minúsculos de los que se compone tu materia.

Ella arrugó la cara, tratando de imaginarse a sí misma como millones de puntos minúsculos que podían separarse y volver a unirse a voluntad. No funcionó. Las preguntas inundaban su mente, ahogando toda posibilidad de entender el proceso.

—¿Pero y si mi cuerpo no vuelve a recomponerse otra vez como debiera? —preguntó, levantando la vista hacia Griffin.

—Lo hará —respondió él—. Sabe la forma que debe tomar.

—¿Pero cómo?

—Simplemente lo hace. Ahora —continuó—, después de que tú…

—¿Y si mis piezas… se pierden por el camino? —lo interrumpió—. ¿Qué pasa si no están todas cuando llegue el momento de recomponerme?

Él suspiró y le regaló una sonrisa indulgente.

—Es una pregunta razonable, pero no tienes de qué preocuparte. Todas viajan juntas, tanto si vas caminando por las calles de Londres como si te proyectas por el espacio por medio de la energía de la luz.

—Pero cuando camino por las calles de Londres no lo hago en pedazos minúsculos —dijo ella—. Si lo hiciera, algunos podrían retrasarse fácilmente mientras estoy esperando a que pase un carruaje, o perderse cuando me paro a mirar un escaparate.

Él suspiró dándole un apretón en la mano.

—Tendrás que confiar en mí. Cuando aprendí a saltar, yo tenía los mismos temores, pero aquí estoy. Tú solo sigue mis instrucciones, no te sueltes de mi mano, y antes de que te des cuenta estaremos delante de la casa.

Ella asintió.

—De acuerdo.

—Ahora —dijo él—. Cierra los ojos.

Todo se volvió oscuro cuando lo hizo.

—Inspira y espira. Con cuidado. —Ella hizo lo que le decía, su voz era un murmullo aterciopelado—. Tu cuerpo se compone de millones de partes. La mayoría de ellas son invisibles para nosotros, pero están ahí. Saben a dónde pertenecen y son capaces de armarse y desarmarse a voluntad. Voy a contar hasta tres. Cuando lo haga, quiero ver cómo tu forma física se libera de los límites del cuerpo. Visualiza cómo desaparece en la luz y viaja a toda velocidad, como a través de un túnel, hasta la luz de la farola que hay fuera de la casa. El resto ya lo hará sola. —Hizo una pausa, y su voz quedó reducida a un frío punto en la oscuridad de su mente—. ¿Estás preparada?

Él debía de tener los ojos abiertos, pues en cuanto ella asintió con la cabeza, empezó a contar.

—Uno…

Helen visualizó su cuerpo, tan completo y real como era para ella cada día de su vida, preparado para disgregarse.

—Dos… —Griffin le apretó la mano y ella vio cómo la luz se extendía. Túneles y túneles de luz que conectaban unas partes de Londres con otras. Y un túnel que unía el haz de esa farola con el de la farola que había enfrente de la casa de los Channing.

—Tres.

Algo tiró de su estómago y la arrastró como si estuviese atada a una cuerda. Durante una décima de segundo se sintió ingrávida, como si no tuviese un cuerpo. Se preguntó si estaría muerta. Si era así como te sentías al morir. Y pensó que no estaba mal sentirse tan ligera y tan libre.

Entonces oyó hablar a Griffin en voz baja en su oído.

—Ya puedes abrir los ojos.

La invadió un miedo inexplicable. Como si al hacerlo fuera a encontrarse el mundo cambiado. Pero la lógica le decía que solo había dos posibilidades: o bien no lo había conseguido y seguían estando frente al hogar de Galizur, o bien sí lo había logrado y ya estaban en casa.

Abrió los ojos y los obligó a dar sentido a lo que estaban viendo. Sintió un gran alivio al descubrir que, efectivamente, estaban cerca de la casa de los Channing. Aunque no justo enfrente, sino cuatro farolas más allá.

—Bien hecho. —La voz de Griffin llegaba desde su derecha—. Y bastante cerca, para tu primer intento.

Ella levantó la vista para mirarlo.

—¿He… fallado?

Él soltó una carcajada y ella acabó sonriendo.

—Has estado cerca. Al principio nos pasa a todos y a algunos bastante más. La primera vez yo me quedé a dos manzanas de aquí.

Ella se sintió orgullosa.

—¿De verdad?

Él asintió. Su expresión se volvió más seria y ella vio algo en el fondo de sus ojos.

—De verdad.

De pronto la invadió la timidez.

—Gracias por enseñarme.

Él dio un paso fuera de la luz y, sin soltarla aún de la mano, tiró de ella para dirigirse hacia la casa.

—De nada, eres una buena alumna. Aunque…

—¿Sí? —preguntó ella, mientras caminaban.

Él bajó la vista para sonreírle.

—Debo confesar que voy a echar de menos tu… proximidad, cuando no saltemos juntos.

—Bueno —dijo ella, correspondiendo a su sonrisa con la suya—. Siempre podremos entrenarnos con la hoz en la sala de baile.

—Es lo que hay.

Y esta vez, cuando él se echó a reír, algo más que amistad corrió por las venas de ella.

El cansancio se instaló sobre los hombros de Helen casi en cuanto cerró la puerta de su habitación. Bien fuera por la visita a Galizur, con todo lo que habían averiguado mientras estaban allí, o bien por saltar, estaba completamente exhausta.

Se agachó para desatarse las botas, agradecida por el trabajo de Andrew. El cuero era tan flexible como un pétalo de rosa. Los pies no le dolían lo más mínimo.

Desvestirse era más fácil sin el engorro de un vestido y las voluminosas enaguas. No pudo evitar sentirse orgullosa mientras se desabrochaba, por delante, su corsé recién diseñado. No comprendía por qué no se diseñaban todos de aquella manera. No tenía sentido ser prisionera de una prenda hasta que alguien pudiese librarte de ella. La que ella había diseñado quedó desabrochada y tirada en el suelo en menos de un minuto, junto con la blusa y la falda pantalón.

Soltó un profundo suspiro de alivio y estiró su cuerpo desnudo en dirección al techo antes de acercarse a la cómoda y sacar un camisón del segundo cajón. La tela era más fina de lo que estaba acostumbrada, pero eso ya no tenía remedio. Únicamente había especificado color y forma, no peso. Claramente, Andrew y su equipo de sastres habían pensado que ya era demasiado mayor como para usar camisones de niña. Aun así, sintió cierto pudor cuando se volvió hacia el espejo para soltarse el pelo. A la luz del fuego el camisón se veía casi transparente. Aunque supuso que aquello carecía de importancia estando ella sola en la habitación.

Deslizó los dedos entre el pelo suelto, sentía los ojos cada vez más pesados según iba acercándose a la cama. Mañana recibirían las instrucciones de los Dictata. No quería ni imaginarse la reacción de Darius en caso de que les ordenaran no detener a Victor Alsorta. Helen estaba segura de que Darius iría tras él de todos modos.

Y seguramente Griffin lo seguiría, por lealtad.

Tras apartar la colcha, se metió entre las sábanas limpias, y tiró de ellas mientras pensaba en él. Vio sus ojos amables, mirándola con algo demasiado parecido al cariño como para llamarlo de otra manera. Su sonrisa, de pronto desenfadada, mientras recorrían a pie el resto del camino de vuelta después de haber dado el salto desde la casa de Galizur. ¿Sentiría él el mismo golpe de calor cuando ella lo miraba que el que ella acostumbraba a sentir cuando él la miraba a los ojos?

Sacudió la cabeza para quitarse de encima esa idea. Era demasiado tarde para pensar en un asunto tan complicado. Únicamente la conducía a cuestionarse muchas cosas. Cosas sobre el futuro. Sobre su propia capacidad para amar a alguien por completo, si ni siquiera era capaz de llorar debidamente la muerte de sus padres.

Estaba claro que no era capaz de sentir un apego profundo hacia nadie.

Se dio la vuelta y extendió el brazo para coger la fotografía colocada sobre la mesilla de noche. Lo que vio la dejó helada. No era que la imagen hubiera cambiado. Sus padres seguían mirándola desde otro tiempo y lugar, lo mismo que una Helen más joven de rostro redondeado, pero ahora la fotografía estaba cuidadosamente protegida por un marco de plata.

La alcanzó vacilante, como si escondiese algún misterioso tipo de magia. Una vez la tuvo en su mano, observó la delicada filigrana, con incrustaciones de pequeñas perlas en las esquinas. Nunca había visto un marco así. Ninguno que le perteneciese a ella, eso seguro. Solo había una explicación; alguien se había colado en su habitación y había colocado la fotografía en el marco.

Recordó la última vez que la había mirado, que la había tenido en sus manos.

Pensó en el huérfano que se encargaba de cuidar de la casa. ¿Lo habría puesto él? No, estaba casi segura de que no haría eso sin pedir permiso. Además, era un marco magnífico. Demasiado para estar en manos de un huérfano.

Debía de haber sido Griffin.

Levantó la colcha, puso los pies sobre la fría alfombra, con la fotografía enmarcada aún en su mano. No pensó en las consecuencias de aparecer en la habitación de Griffin. Él le había dicho que podía ir si necesitaba alguna cosa, y si la actual situación no les colocaba fuera de las normas sociales, no se le ocurría qué otra cosa podría hacerlo.

Se detuvo ante la segunda puerta de la derecha y le sorprendió hallarla entreabierta. Una débil luz amarillenta asomaba por el marco. Tras echar un vistazo primero a la izquierda y luego a la derecha del pasillo, constató que estaba vacío, como siempre. Se inclinó hacia la puerta y llamó por la rendija a Griffin en voz baja, esperando no despertar a Darius, si es que su habitación estaba cerca.

Pasaron unos instantes y no hubo respuesta. Dentro se escuchaba como si alguien arrastrara los pies. Decidió abrir la puerta despacio.

Una vez dentro, sus ojos inspeccionaron la alcoba en busca de Griffin. La distribución se parecía bastante a la de su propio cuarto. Contempló la gran cama con dosel y las sábanas revueltas, como si no la hubiesen hecho desde la noche anterior. La chimenea estaba ubicada en el mismo sitio que la suya, y el escritorio era considerablemente más pequeño.

Pero todo eso desapareció cuando por fin vio a Griffin. Estaba sin camisa y con la cabeza inclinada sobre un cuenco con agua humeante. Los músculos de su espalda se tensaron cuando fue a coger a ciegas una toalla del lavabo. Cuando se incorporó, sus anchos hombros y su espalda quedaron iluminados por el fuego, y ella notó cómo en su interior algo se liberaba y se expandía, corriendo por sus venas como un cálido vendaval.

Casi no era capaz ni de tragar saliva mientras trataba de asimilar la imagen que él tenía tatuada en su piel. No solo estaba fascinada por aquella marca. Era una combinación de todo; el calor de la habitación, la piel desnuda de Griffin, su cercanía, y la repentina constatación de que ella podría acercarse a él y tocarlo en cuestión de segundos.

Estaba tratando de quitarse esa idea de la cabeza cuando él se dio la vuelta para mirarla.

—¿Helen? —Ella se preguntaba si se enfadaría con ella por haber sido tan atrevida como para entrar en su habitación sin permiso, pero en sus ojos solo había preocupación—. ¿Va todo bien?

—Sí, yo… —tenía la voz quebrada, así que carraspeó antes de proseguir—. Solo quería preguntarte… —Las palabras se esfumaron de su mente como vapor. No podía pensar teniéndolo delante, tan cerca, viendo la piel tensa sobre los músculos de su pecho y brazos.

—¿Sí? —apuntó él—. ¿Qué querías preguntarme?

Ella se ruborizó y apartó la vista, tratando de mantener la compostura.

—No debería haber venido. Puedo esperar hasta mañana. —Se dio media vuelta para marcharse, deseando salir de esa habitación. Ya no era capaz de pensar con claridad—. Siento haberte molestado.

—Helen. —Notó cómo su mano se aferraba a la de ella, cómo la atraía hacia él. Cuando él posó su mirada sobre su cuerpo, ella recordó que llevaba puesto aquel camisón transparente. Y estaba justo delante del fuego… Él retomó la palabra y susurró—. No me molestas, Helen.

Clavó sus ojos en los de ella, un océano de silencio se mecía entre ellos. A ella le entraron unos deseos casi incontrolables de levantar las manos y enroscar sus dedos en el cabello que a él le caía por la nuca. De deslizar las palmas de sus manos sobre su pecho desnudo.

En lugar de eso, sacó el marco de plata para ponerlo entre ambos, lo apretaba con tal firmeza que le dolían los dedos.

—¿Has sido tú quien ha hecho esto?

Él bajó la vista hacia el marco y asintió despacio.

Al mirarlo, a ella le invadió la emoción como una ola. Cuando habló, lo hizo en un tono más suave del que pretendía.

—¿Por qué?

Él se encogió de hombros.

—Nuestros padres fueron asesinados mientras regresaban a Londres desde nuestra casa de campo. Nosotros, al menos, aún tenemos nuestra casa y todo lo que contiene. Es cierto que es un triste consuelo, pero sirve para recordarnos cómo eran las cosas. —Titubeó, mirándola a los ojos antes de proseguir—. Tú has perdido tanto. Quería que tuvieses algo sólido a lo que aferrarte. Algo que te recordara el tiempo en el que convivías con tu familia.

Apartó la mirada como avergonzado, para evitar los ojos de ella.

—Griffin. —Alzó una mano sin pensárselo y se la puso en la mejilla. Él se volvió para mirarla—. Gracias.

Se quedó inmovilizada sintiendo la piel caliente de Griffin bajo la palma de su mano. Entonces se puso de puntillas y lo besó en la mejilla. Luego, volvió corriendo a su habitación, no fuera a cometer una locura aún mayor.