CUATRO
—Yo no soy de los vuestros.
No tenía ni idea de a qué se refería Darius. Aun así, estaba segura de que ni de lejos era uno de ellos.
—Te estás adelantando demasiado, Darius. Vas a asustarla —la voz de Griffin llegaba desde su derecha, y la mirada que lanzó a Darius antes de dirigirse a ella evidenció su irritación—. Ven. Siéntate.
Helen dejó que Griffin la condujese al sofá, reprochándose a sí misma mientras tanto haberse acobardado frente a la cuestionable autoridad de Darius. Padre siempre decía que las personas solo tenían el poder que tú les dabas. Ella acababa de darle demasiado a Darius.
Lo contempló desde el sofá mientras él cruzaba la sala para ir hacia una vitrina situada en una de las paredes. Se sirvió un líquido claro dentro de un vaso de cristal, y ella se fijó en sus cabellos rubios, demasiado largos para un caballero. Observó el parecido entre los hermanos en los ojos y en sus firmes mandíbulas, aunque por lo demás Griffin parecía una versión más amable de su hermano. Estaba sentado al otro extremo del sofá, con el cuerpo inclinado hacia ella.
—¿Por qué no comienzas por decirnos tu nombre?
De pronto no estaba segura de que fuera buena idea divulgar su identidad, a pesar de la nota que la había conducido hasta ellos.
—¿Por qué no me lo decís vosotros? Al parecer, ya sabéis quién soy.
Le pareció captar un gesto de admiración en la sonrisa de Griffin.
—No funciona así. No nos dijeron cómo te llamabas. Y por un buen motivo. Nos han mantenido separados por una razón, aunque no parece haber servido de mucho.
Ella no entendía el significado que escondían sus palabras, pero era evidente que pasarían allí bastante tiempo si alguien no se decidía a hablar. Y por alguna razón, Helen sabía que no sería Darius.
Suspiró.
—Me llamo Helen Cartwright. Mis padres son Eleanor y Palmer Cartwright y se los llevaron… o lo que sea, hace un rato, esta noche.
—¿A qué te refieres con lo de que se los llevaron «o lo que sea»? —Darius entrecerró los ojos, como evaluando la verdad de lo que estaba diciendo.
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé. De momento yo estaba en la cama, y al minuto siguiente mi madre estaba empaquetando mis cosas y escondiéndome en la pared. Me… me parece que la casa se estaba quemando.
—¿Y por qué iba a esconderte tu madre? —Griffin parecía saber la respuesta en el momento mismo de plantear la cuestión.
—Estaban con un grupo de colegas, un grupo de socios del negocio que vienen a menudo a casa a reunirse por la noche. —Helen bajó la mirada—. Acabaron discutiendo o… enfadados, y entonces mi madre me dijo que me escondiese y no hiciese ruido o me matarían. Me entregó esto. —Les mostró el papelito arrugado que aún llevaba en la mano.
—¿Me dejas? —preguntó Griffin.
Ella titubeó antes de entregárselo. Era la última cosa que había tocado su madre antes de cerrar la puerta que las separaba.
Él abrió el trozo de papel, y lo dirigió hacia la luz de la lámpara del escritorio antes de mirar a Darius.
—Pone nuestros nombres y dirección.
El rostro de su hermano no revelaba ninguna emoción. Cuando habló, sus palabras iban dirigidas a Griffin.
—Solo hay un modo de asegurase de que es ella.
Griffin asintió, se metió la mano por el cuello de su camisa al mismo tiempo que Darius metía la suya en el bolsillo de su pantalón. Cuando las sacaron, cada cual sostenía un colgante.
—¿Esto te resulta familiar? —preguntó Darius.
No eran iguales al suyo. No exactamente. Pudo ver incluso de lejos que las coronas labradas en sus extremo tenían unos motivos diferentes a los de la suya.
—Son… casi iguales…
—¿Qué quieres decir? —preguntó Griffin, aunque notó el alivio en su tono de voz, lo cual sugería que ya conocía la respuesta.
Helen tragó saliva, vacilando apenas un instante antes de extraer el colgante de debajo de su camisón. Se lo mostró sin sacárselo del cuello.
—Igual que este. Solo que los vuestros parecen distintos por un lado —dijo con suavidad.
Darius se puso en pie, sus ojos clavados en el colgante que ella sostenía en su mano, tan quieta como una de las estatuas de fuera de la casa. Finalmente se dio la vuelta para dirigirse a una de las estanterías. Había resignación en su voz:
—Acompáñala a una habitación. Luego iremos a ver a Galizur.
La casa era mayor de lo que parecía desde la calle. Siguió a Griffin por las escaleras primorosamente talladas y por una serie de pasillos ricamente enmoquetados.
Darius no los acompañaba. De hecho, ni siquiera se había dado la vuelta tras ordenar a Griffin que la guiase a la habitación, y aunque en un principio estuvo tentada de rechazar el ofrecimiento, entró en razón rápidamente.
—Ya hemos llegado. —Griffin se detuvo ante una gran puerta de madera. Cuando se inclinó sobre ella para abrirla, su rostro se reflejó deforme en el bronce abrillantado del pomo.
Al traspasar la entrada tras él, se sorprendió de ver un camisón limpio doblado encima de la cama y una bañera con agua humeante en medio de la habitación. No había visto un solo criado, pero parecía que alguien más, aparte de los hermanos, sabía que estaba allí.
—¿Helen? —la voz de Griffin la sacó de sus pensamientos.
—¿Sí?
Él estudió sus pies antes de mirarla a los ojos.
—Lo siento. Lo de tus padres, digo. Es… —Se quedó casi sin voz, haciéndose a un lado para recobrar la compostura antes de volverse—. No es nada fácil perder de ese modo a tus padres. De eso sabemos bastante Darius y yo.
Su dolor colisionó con el de ella, que entendió el mensaje tácito que encerraba aquella declaración. No estaba preparada para pensar que había perdido a sus padres. Todo cuanto le quedaba era la esperanza de que aún siguiesen con vida.
—¿También… también se llevaron a vuestros padres? ¿Sabes lo que les ocurrió?
Escuchó la desesperación de su voz y se lamentó de su propio egoísmo. Quería saber lo que le había sucedido a los padres de Griffin. Pero más que nada, tenía la esperanza de que lo que les hubiera sucedido a ellos le aclararía lo sucedido a los suyos.
A él se le tensó la garganta al tragar saliva.
—Deberías bañarte y descansar. Ya hablaremos más tarde.
Ella enrojeció de ira.
—¿Por qué no confías en mí? —Abrió los brazos—. Mírame. No soy más que una chica en camisón.
Él sacudió la cabeza con tristeza.
—Te lo explicaremos todo por la mañana, Helen. —Tras dar media vuelta para marcharse, se detuvo al llegar a la puerta. No se volvió al hablar de nuevo—. Por favor, siéntete como en tu casa. Si necesitas algo, hay una campanilla al lado de la cama.
Y luego se marchó.
A ella le llevó un rato calmarse. No estaba acostumbrada a sentirse indefensa y después de todo no le preocupaba esa sensación. Ahora, estando de pie en medio de la lujosa habitación con su camisón sucio, empezaba a darse cuenta de la inutilidad de estar enfadada. Obviamente había en juego mucho más de lo que ella entendía, pero echar chispas llena de mugre no serviría para obtener respuestas, por no hablar del agotamiento que había penetrado en sus huesos.
Primero un baño. Luego dormir. Mañana preguntas.
Estaba preparándose para quitarse el camisón cuando vio su imagen reflejada en el espejo del tocador. Se acercó a él y se quedó mirando a la chica que le devolvía la mirada. Su rostro manchado de hollín y sus oscuros cabellos despeinados. Estaba casi irreconocible. Únicamente sus ojos, de un azul tan intenso que a menudo le decían que eran violetas, le resultaban familiares.
Se alejó del espejo, deseando no ver el vacío en ellos, y comenzó a quitarse el camisón. Lo dejó en el suelo, y trató de no recordar cuándo se lo había puesto al principio de aquella noche, de no recordar sus últimos momentos en casa.
Estaba desnuda y tiritando en el centro de la alcoba. Era extraño estar sin ropa en la casa de otras personas. Se dirigió rápidamente hacia la bañera de cobre y se introdujo en el agua aún caliente. Se lavó de la cabeza a los pies utilizando una delicada pastilla de jabón. Una vez se hubo enjuagado la piel y el pelo, se reclinó sobre la bañera. Cerró los ojos y se permitió durante unos instantes olvidarse de cuanto había pasado, mientras el vapor desprendía un débil aroma a rosas.
Cuando sus pensamientos regresaban a sus padres, a los hombres que habían prendido fuego a su casa, simplemente los apartaba.
Entonces, olvidándose del vapor con olor a rosas, recordó algo que su madre le había dicho en los momentos frenéticos previos al cierre de la puerta del escondite de la pared.
Reúnete con Darius y Griffin. Ellos te llevarán a Galizur.
Al recordarlo, Helen abrió los ojos, y decidió que era el momento de empezar a aceptar la realidad.