VEINTIUNO

Estaban terminando un desayuno tardío, cuando sonó el timbre de la puerta principal de la casa. Griffin se levantó para atender la llamada, y tomó un último sorbo de té antes de dirigirse al recibidor.

Helen permaneció sentada en silencio con Darius, ocupada en untarle mermelada a su tostada y tratando de mitigar la sensación de que él lo sabía todo acerca de su incursión de medianoche en la habitación de su hermano. No podía evitar leer algo en su ojos, pese a que se decía a sí misma que se estaba volviendo paranoica.

—Es de Galizur —anunció Griffin, al regresar a la biblioteca con un sobre en su mano extendida.

—¿Estás seguro? —Darius se puso en pie, y se lo arrebató—. Solo han pasado unas horas.

Griffin suspiró.

—Seguro. Lo ha dejado Wills, ese golfillo que Galizur utiliza para los recados.

Darius rasgó el sobre para abrirlo y extrajo una rígida hoja de papel del interior. Griffin y Helen lo miraban e intentaban averiguar algo acerca del contenido basándose en los gestos de Darius.

—¿Qué es lo que dice? —preguntó Helen al fin.

—Los Dictata están de acuerdo en que se haga justicia con el asunto de Victor Alsorta y Raum Baranova. —Darius continuó con tono distraído, sin levantar la vista—. Dice que la complicidad en el asesinato de un Guardián es una ofensa capital, que excede las leyes mortales. Aún más, técnicamente Raum es uno de nosotros y por consiguiente sigue estando bajo la autoridad de los Dictata.

Darius bajó el papel. Se encaminó hacia la ventana y se quedó de pie, mirando el jardín del otro lado.

—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Helen.

Se sorprendió de que fuese Griffin quien respondiera.

—Ahora iremos a por ellos.

Las palabras cayeron como un plomo sobre su corazón. Trató de contener su alarma concentrándose en asuntos prácticos.

—Hay una cosa que no entiendo —empezó a decir Helen—. ¿Exactamente, cómo va a ser posible llevar a Alsorta ante la justicia de los Dictata? No creo que él se limite a venir sin más cuando se lo pidan.

—Se doblegará ante la hoz, como cualquier otro —prometió Darius—. Si basta para amedrentar a espectros y demonios desalmados, será suficiente para Alsorta.

Helen pensó en la hoz. En su extremo dentado y en la hoja afilada como una cuchilla de afeitar. No resultaba difícil de creer que hasta un hombre como Alsorta sucumbiese de miedo al enfrentarse a semejante arma.

—Muy bien —dijo ella—. ¿Cómo sabremos nosotros dónde buscarlos?

Nosotros no vamos a ir a buscarlos a ninguna parte —dijo Griffin, con tono brusco—. Iremos Darius y yo, mientras tú te quedas con Galizur y Anna.

Helen se levantó de la silla, sin pensárselo.

—No pienso quedarme allí mientras vosotros estáis arriesgando vuestras vidas. —Sacudió la cabeza—. Y no hay más que hablar. ¡También se trata de mi lucha!

Griffin se le acercó, y de espaldas a su hermano bajó la voz hasta un nivel que solo ella pudiera oír.

—No te precipites, Helen. Será peligroso.

Ella puso los brazos en jarras, lanzándole una mirada fulminante.

—Puede que no lo fuera si yo fuese armada.

Él la taladró con su mirada.

—No vas a ir.

—Trata de detenerme —dijo, levantando la barbilla—. Os seguiré, si me obligáis. Solo espero acordarme de hacer el salto y no terminar en algún lugar aún más peligroso. —Esta última parte la añadió solo a modo de advertencia. Iría, con o sin su consentimiento—. ¿Y bien, cómo sabremos dónde encontrar a Victor Alsorta?

La voz de Darius sonó desde la ventana.

—La nota de Galizur dice que está preparando unos planos esquemáticos de la casa que Alsorta posee a las afueras de Londres. Al parecer es allí donde se encuentra ahora.

—Entonces recogeremos los planos de Galizur e iremos a por Alsorta esta noche —asintió Griffin despacio.

Helen se percató del tono preocupado de su voz, y deseó no haber sido ella la causa, pero ya no había solución. No había llorado a sus padres como era debido. Ni siquiera había tenido tiempo de ver sus restos. Ahora al menos podría hacer algo.

Y lo haría, a pesar del miedo que la atenazaba.

—Hay una cosa que tenemos que arreglar antes de ir a casa de Galizur —añadió Darius.

Griffin se volvió hacia él.

—¿De qué se trata?

—Helen tiene razón —dijo Darius—. Si va a acompañarnos, ha de ir armada.

Helen ni se molestó en ocultar su sorpresa.

—Y si tiene que ir armada —prosiguió Darius—, tendrá que demostrar, como mínimo, que es capaz de manejar una hoz. Vamos Helen. Vayamos a la sala de baile ¿te parece?

—¡Yo me entrenaré con ella! —Helen notó la desesperación de Griffin y se dio cuenta de que estaba tratando de protegerla.

Darius sacudió la cabeza y una sonrisa de complicidad levantó las comisuras de su boca.

—Me parece que no. Eso no sería una prueba. Helen tiene que demostrar su capacidad de resistencia. —Levantó la vista hacia su hermano—. Y tiene que demostrarlo con alguien a quien el afecto no lo obligue a ser amable.

Marcharon en silencio de la biblioteca a la sala de baile. Una vez allí, Darius se sacó la hoz del cinturón. Ella sintió una morbosa sensación de satisfacción al saber que Darius tenía pensado entrenar con armas reales y no con las hoces de madera que había usado con Griffin.

Bien. Se vería obligada a ponerse a prueba de verdad, como era de justicia.

Pero cuando Darius ordenó a Griffin que le diera su hoz a Helen, Griffin se negó, sacudiendo la cabeza.

—Esto es ridículo —dijo, cruzando los brazos sobre el pecho y fulminando a su hermano con la mirada—. No pienso tolerarlo. Helen no tiene que demostrar nada. Ni a ti ni a nadie.

Helen ya no pudo negar que en su corazón guardaba un cálido lugar para Griffin, cada vez más amplio, abarcando los huecos más vacíos hasta sentir como si siempre hubiese formado parte de ella.

Se encaminó hacia él, le puso una mano en el brazo y lo miró a los ojos.

—Sí que tengo que hacerlo. Tengo que demostrároslo a ti y a Darius, y también a mí misma.

Él apartó la vista, como si al hacerlo pudiera evitar la mirada sincera de ella.

—Por favor, Griffin. —Le apretó el brazo hasta que él se volvió a mirarla—. Dame tu hoz.

Casi le llevó un minuto entero ponerse en marcha, pero cuando lo hizo fue para coger la hoz con un movimiento oscilante de su cinturón. Sus ojos no se apartaron de los de ella cuando se la entregó.

—Te va a pesar más que la hoz de entrenamiento —dijo—, y es difícil de manejar al principio por el borde afilado de un extremo y el filo dentado del otro.

Ella asintió, tragando saliva con esfuerzo mientras contemplaba el objeto en su palma. Una pieza lisa de metal curvado que desde luego no parecía una hoz.

—¿Cómo la abro?

—La abrirás —dijo él— del mismo modo que te concentras para viajar en la luz.

Apenas hubo asimilado sus instrucciones cuando la hoz se abrió con un chasquido. Cuando Helen la dejó caer, sorprendida, hizo un ruido estrepitoso.

—Empezamos bien —dijo Darius a su espalda, en un tono repleto de sarcasmo.

Ella se agachó para recogerla, cuidando de no rozar ninguno de los extremos afilados. Se dio la vuelta hacia Darius.

—Al menos podrías tratar de ser más comprensivo —dijo.

La expresión de Darius se tornó seria.

—Los espectros que nos persiguen no van a ser comprensivos —dijo con tono despectivo—. Victor Alsorta no va a ser comprensivo. Ni siquiera tu querido Raum va a serlo. No cuando se trata de una batalla como esta.

En su visión periférica, Helen vio cómo Griffin se ponía tenso ante la mención de Raum. Obligándose a no pensar en nada excepto en Darius y la prueba que debía superar, enfocó la vista sobre él.

—Tienes razón —dijo—. Mejor que seas lo más repelente posible. Así, morir a manos de Victor Alsorta no resultará más que un pequeño trastorno, en comparación.

Darius soltó una carcajada.

—Qué graciosa eres cuando estás aterrorizada.

—No creas que estoy tan aterrorizada. Y menos de ti o de que me puedas herir. —Se sorprendió de que lo que decía era cierto. De que había cosas peores que ser ridiculizada o incluso herida—. Ya lo he perdido todo. Ahora mi único miedo es que no se me permita buscar la venganza que me corresponde.

No se esperaba ese silencio de él. La ausencia de una réplica sarcástica de su parte. En sus ojos había un brillo de algo que no era capaz de definir.

—Vamos, empecemos ya con esto —dijo por fin, dirigiéndose hacia ella ya con su hoz en ristre—. Y no pienses que te lo voy a poner fácil solo porque no estés entrenada.

—Ni en sueños se me ocurriría. —Tuvo que obligarse a no retroceder mientras él se le acercaba. Era instintivo asustarse de alguien que va armado. Especialmente sabiendo que uno está en inferioridad de condiciones.

Mientras él se iba acercando cada vez más, ella inspiró hondo, visualizando a su padre en una de sus últimas sesiones de esgrima. Escuchando su voz.

—Tómate tu tiempo al inicio de cada asalto, Helen, para sopesar lo puntos fuertes y las debilidades de tus adversarios. Calcular su altura y peso, la velocidad con la que se mueven, todo lo que puedas usar en provecho propio. Perder unos cuantos segundos puede resultar más valioso para triunfar con la estrategia.

—Si, padre. —Se vio a sí misma, como contemplando una escena que se desarrolla en un sueño, de pie y llevando pantalones, sosteniendo un florete.

—¿Qué ves? —le preguntaba él, dando vueltas en círculo alrededor de ella.

—Eres más alto que yo. Y más pesado.

Él asentía.

—Continúa.

—Pero también más lento, creo. —Vaciló, pues no quería ofenderlo—. Y parece que no sujetas el florete con fuerza, como si tuvieras una herida y no pudieses agarrarlo demasiado bien.

Él asintió.

—Bien, bien. Esta mañana me hice una herida con las tijeras de podar. Por eso me cuesta más trabajo de lo normal sujetar el florete. Puedes usarlo en tu provecho.

—Sí, padre —había respondido ella, asintiendo.

Y entonces regresó a la sala de baile de la casa de los Channing, y vio a Darius dar vueltas a su alrededor mientras ella no paraba de tomar notas mentalmente. Se dio cuenta de la posición defensiva que él mantenía en todo momento. Preparado, sí, pero también rígido, inflexible. La agilidad de ella podría ser un desafío a superar para él. Y para ella una de sus únicas ventajas. Poco más había de provechoso, salvo quizás que ella era más baja, algo que podría ser lo mismo una desventaja que una ventaja, dependiendo de las circunstancias.

—¿Preparada? —preguntó Darius, mirándola a los ojos mientras daba otra vuelta por segunda o tercera vez.

Helen asintió.

Él se abalanzó sobre ella con la rapidez de un rayo, y se enganchó de su hoz. A ella le asustaban tanto los extremos dentados, que echó el brazo hacia atrás, dejando caer su propia hoz, que se deslizó por el suelo con un ruido metálico.

—Recógela. —Darius retrocedió, concediéndole tiempo—. Me temo que mi hermano ha sido demasiado indulgente contigo en la sesión de entrenamiento. Regla número uno —recitó—. El miedo te matará.

Ella se agachó, recogió la hoz y se la colocó en la mano con firmeza antes de volver con Darius.

—El miedo me matará —repitió.

Darius avanzó sobre ella, y enganchó de nuevo su arma. Esta vez ella estaba preparada. Liberó su hoz y puso el brazo fuera de su alcance.

Él sonrió sin decir nada, abalanzándose sobre una pierna. Esta vez, enganchó con más fuerza la hoz de ella. El ímpetu con que lo realizó hizo que todo el brazo de Helen vibrara, aunque ella consiguió mantener el equilibrio. Instintivamente, aflojó, reconociendo como un riesgo potencial aquel amarre. Cuando Darius la golpeó de nuevo, su brazo se desplazó algo con el contacto, se permitió ceder un poco para prevenir que el impacto le sacudiese los huesos.

Él asintió a modo de aprobación y se acercó un par de pasos más. Helen procuró no retroceder. Hacerlo siempre conducía a la derrota, sin importar la lucha. Eso lo había aprendido de su padre.

Esta vez Darius la sorprendió abalanzándose en cuatro rápidos movimientos, retorciéndose y girando, hasta que tocó con su hoz la suya por el filo, por un extremo y finalmente formando una «V» con el cruce de las hojas lisas y las dentadas. Por un instante sus armas quedaron enganchadas, pero en cuanto Darius aflojó la presión, Helen retrocedió un par de pasos tambaleándose.

Debería haberse fijado mejor. Se trataba de la misma táctica que ella había usado con Griffin.

Recuperó el equilibrio y esperó otra vez a que viniera hacia ella.

—Regla número dos —dijo Darius—. Estar a la defensiva hará que te maten. Tienes que tomar la iniciativa si pretendes ganar cualquier batalla.

Ella lo sabía. Lo sabía por su padre, aunque nunca había dominado la técnica. Estar en posesión de un arma —incluso la imitación de un arma, como el florete— la ponía nerviosa. Ella no estaba hecha para la lucha. Estaba hecha para la observación.

Pero eso tendría que cambiar.

Avanzó con rapidez hacia él, ordenando a su mente trabajar de forma instintiva, de manera que su cuerpo se moviese como ella sabía que era capaz de hacer. Para lo que había sido entrenado. Simplemente tenía que superar su miedo.

Se abalanzó sobre Darius y golpeó la hoz de este con la suya por donde pudo, tratando de no fijarse en las partes dentadas del arma. Ya no importaban. Lo que importaba era el conjunto.

Y arrancarlo de la mano de Darius.

No resultó tan fácil. Estuvo esquivándolo un par de minutos, se dobló hacia atrás en uno de sus lances durante el cual la hoz de Darius se acercó tanto a su abdomen que le rasgó limpiamente la blusa. Finalmente, se echó sobre ella en series de pasos rápidos y movimientos relámpago, que no la dejaban ni pensar. No la dejaban centrarse en el ataque. Todo cuanto podía hacer para reaccionar era bloquear sus golpes con su arma, cuando fuese posible, el filo liso de su hoz mordiendo la de ella, hasta que se acercó lo bastante como para deslizar la afilada hoja de su arma sobre el antebrazo de Helen. Ella notó cómo el escozor le llegaba al hombro, aunque no se atrevió a mirar. Darius retrocedió un par de pasos, su cuerpo de pronto quieto, su hoz se replegó con un suave tintineo. No había ni remordimiento ni preocupación en su gesto.

Griffin avanzó hasta su hermano, lo agarró por la pechera de la camisa y lo empujó contra las paredes lujosamente tapizadas de la sala de baile.

—Te dije que no tenía que demostrar nada. Pero tú sí ¿verdad, hermano? Tenías que demostrar que eres más fuerte que una mujer sin entrenar. Una que ni siquiera llega a la edad de la Iluminación. —Helen percibió la respiración acelerada y pesada de Griffin. Vio rabia incontrolada en su rostro.

Darius sonrió maliciosamente.

—Lo cierto es que solo quería comprobar si tiene lo que hay que tener para ser de los nuestros. Demostrar que yo era más fuerte no ha sido más que un extra.

Griffin separó a su hermano de la pared antes de empujarlo de nuevo, lo bastante fuerte como para hacer que a Darius le rechinaran los dientes.

—A ver si te buscas a alguien de tu tamaño y experiencia para luchar.

Darius rio.

—Relájate, hermano. Era necesario ver si ella derramaría sangre por nosotros, lo mismo que nosotros por ella. Y ya ves. —Sus ojos se tornaron hacia Helen, a pesar de tener el cuerpo prisionero entre las manos de Griffin—. Lo hará.

Griffin no apartó la vista del rostro de su hermano.

—Como no te andes con mucho, mucho cuidado, vas a ser tú el que sangre.

Darius no respondió. El silencio entre ellos era tan siniestro que hizo reaccionar a Helen. Se encaminó hacia los hermanos.

—Griffin, déjalo. Darius tiene razón. Tenía que comprobarlo. Los dos teníais que hacerlo. —Sacudió la cabeza y bajó la vista a la sangre que resbalaba por su brazo—. Ya lo habéis hecho. Y yo también.

Griffin siguió su mirada hacia los riachuelos de sangre que goteaban sobre el suelo. Soltó a su hermano y se acercó a Helen mientras Darius se alisaba las arrugas de su camisa. Cuando levantó la vista para toparse con los ojos de Helen, sonrió.

—No está mal —dijo—. Aún conservas tu hoz.

Helen miró su mano, que colgaba a un lado, y se sorprendió al darse cuenta de que tenía razón. Seguía conservando la hoz, a pesar de la lesión que había sufrido.

Levantando la vista para mirar a Darius, de repente sintió la necesidad de darle las gracias. Por primera vez, desde que la hicieran desaparecer en las paredes de su habitación, pensaba que tal vez, solo tal vez, era capaz de hacer lo que debía hacer.

Pero no le salían las palabras, y permitió a Griffin que la cogiera con cuidado del codo. Él la condujo fuera de la sala. Estaban un paso más cerca de lo que fuera que les deparara la noche.