DOCE
El sol se estaba poniendo sobre un siniestro cielo gris cuando emprendieron el regreso a casa. Atravesaron Londres a toda prisa envueltos en un silencio cómplice, y Helen se maravilló de lo cómoda que se sentía con alguien a quien acababa de conocer el día anterior.
Darius estaba esperando en la biblioteca, sentado tras el escritorio y jugando con algo en la palma de su mano. La cicatriz de su mejilla le hacía tener un aspecto amenazador en las sombras de la incipiente noche.
—Vaya, vaya —dijo—. Vuelve el hermano pródigo.
Griffin parecía algo tenso cuando entró en la habitación y se sentó en una silla frente a su hermano. Helen empezó a echar chispas hasta que ya no pudo contener la lengua:
—¡Sí, y viene acompañado! A menos que… —Miró a su alrededor con fingida confusión—. A menos que yo sea invisible.
Darius levantó la mirada hacia ella.
—No me divierte el sarcasmo.
Ella tomó asiento al lado de Griffin.
—Pero sí te divierte usarlo contra los demás.
Él la inspeccionó con frialdad. Helen se preguntó cómo alguien a quien apenas conocía era capaz de sacar lo peor de ella.
Unos instantes después, él deslizó algo sobre la superficie de la mesa. Griffin lo recogió.
—Otra más —dijo en voz baja.
—¿Otra qué? —Helen se inclinó hacia delante para poder ver mejor.
—Otra llave. —Y se la entregó.
Ella contempló el objeto en su mano, y al pasar los dedos por sus bordes, atisbó algo en los laberintos de su memoria.
—¿Qué pasa? —le preguntó Griffin.
—No lo sé. —Le dio la vuelta a la llave en la palma de su mano—. Siento como si la hubiese visto antes.
—Y así es —dijo Darius—. Se parece a una de las que cierran el recinto de seguridad de Galizur. Con una diferencia.
Ella levantó la vista hacia él.
—¿Cuál?
—No está troquelada. No la han cortado para que encaje en nada.
—¿Qué quieres decir?
Griffin habló a su lado.
—Funcionan como cualquier llave tradicional, aunque están más elaboradas y son más difíciles de copiar. Hay que cortarlas para que se ajusten a su cerradura. Todas las que hemos encontrado después de los asesinatos estaban sin cortar.
—¿Habéis encontrado otras? —preguntó ella.
—Una en cada uno de los lugares de los asesinatos —dijo Darius.
Entonces lo entendió.
—Esta la han encontrado en la casa. En mi casa. —Se sorprendió de escuchar su propia voz calmada y firme.
—Así es —confirmó Darius.
—De modo que es cierto que están muertos. —Levantó la vista para mirar a Griffin. Ella conocía la respuesta, aunque no habría resistido que se la confirmase Darius con su característica frialdad—. Es cierto que mis padres han muerto.
Griffin asintió.
—Lo siento, Helen.
Ella apartó la mirada, y trató de dar rienda suelta a la pena que acechaba y oprimía su corazón, pero no tenía lágrimas. Lo había sabido todo el tiempo, aunque había alimentado una secreta esperanza de que de alguna manera sus padres hubiesen logrado escapar del incendio.
—¿Qué pasa con sus… restos? —Trató de no tartamudear al hacer la pregunta.
—Estarán bajo el cuidado de los Dictata hasta que tú puedas hacerte cargo de los preparativos —la voz de Darius sonó sorprendentemente amable—. No hay prisa.
Helen asintió, respiró hondo y se obligó a no pensar en el pasado. Ahora solo debía mirar adelante si quería encontrar a los asesinos de sus padres. Volvió su atención hacia la extraña llave.
—¿Qué significará? —preguntó—. ¿Para qué dejaría alguien algo como esto tras asesinar a cada uno de los Guardianes?
Darius se puso en pie y dio unos pasos hacia la ventana. Se tomó unos instantes antes de comenzar a hablar.
—Hace tres años, una de las familias más poderosas de la Alianza, los Baranova, fue descubierta vendiendo información clasificada al Sindicato.
Helen recordó algo de repente. Ella y su padre estaban desayunando en la gran mesa de caoba del comedor, el periódico doblado al lado del plato de él mientras explicaba el estado de los asuntos de la compañía en Inglaterra y en el mundo. Ella se fijó en cómo se le tensaba el rostro al mencionar al Sindicato, y cómo se oscurecía su mirada al explicar el papel de este en el mercado mundial.
—No es muy sensato concentrar demasiado poder en las manos de unas pocas personas, Helen.
—¿Pero el Sindicato es una organización industrial, no? —le había preguntado ella—. ¿No es un grupo de dirigentes empresariales?
—Cuatro, para ser exactos —dijo su padre—, que representan a las compañías más poderosas de transporte, comunicación, gobierno y finanzas. Cuatro áreas que les proporcionan un completo y total control sobre todo el mundo del comercio.
Dejó a un lado los recuerdos cuando la voz de Griffin la devolvió al presente.
—¿Para qué iba a querer el Sindicato información sobre la Alianza?
—Creemos que trataban de averiguar qué Guardián tenía la llave de los registros. Andrei Baranova poseía una habilidad que le permitía el acceso a esa clase de información —respondió Griffin.
—¿Qué clase de habilidad? —preguntó Helen.
—Fabricaba llaves para los Dictata. —Griffin recogió la llave de la palma de la mano de Helen, y la acercó a la luz—. Esta es una de sus llaves.
—Recién cortada, y con la misma máquina que las demás —añadió Darius.
Helen sacudió la cabeza.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Solo existen dos máquinas capaces de hacer una llave así —dijo él—. Una de ellas la tienen los Dictata, quienes ahora hacen las llaves fuera del mundo mortal para asegurarse de que no vuelva a producirse una traición así.
—¿Y la otra? —preguntó Helen.
—Suponemos que sigue estando en la fábrica abandonada que dirigieron en su día los Baranova —contestó Griffin—. Después de su traición, todo fue readaptado por los Dictata usando máquinas nuevas. Las viejas nunca fueron reclamadas. En el mundo mortal nadie sabría lo que eran, y como de todos modos no se usaban… —Se encogió de hombros—. Dejaron que se oxidaran.
—¿Qué pasó con ellos? —preguntó Helen—. ¿Con los Baranova?
—Se suicidaron poco después de ser desterrados por la Alianza. —El tono de Darius dejaba claro que no albergaba compasión por los traidores.
—¿Entonces quién está asesinando a los Guardianes y dejando las llaves?
Griffin miró a su hermano como buscando su aprobación. Darius asintió levemente y Griffin se giró para mirar de nuevo a Helen.
—No estamos seguros. Pero puede que sepamos por dónde empezar a buscar.
Después de discutir mucho, por fin los hermanos permitieron a Helen que los acompañara. Aunque no fue un «permiso» propiamente dicho, ya que Helen se cruzó de brazos y rechazó de llano quedarse en la casa. Cuando amenazó con seguirlos, con o sin su aprobación, ellos cedieron.
Descendieron juntos las escaleras de la fachada, pero una vez que llegaron abajo, ninguno de los dos hermanos se movió.
—¿No nos vamos? —les preguntó ella.
—Ya lo estamos haciendo —dijo Darius con una sonrisa de suficiencia.
Ella hizo un esfuerzo por controlar su enfado. Tenía la sensación de que se estaba divirtiendo a su costa.
—Bueno, ¿entonces no tenemos que caminar?
—No necesariamente. —Darius cruzó la acera, sosteniendo el objeto largo y delgado que él y Griffin llamaban glaive—. Hay otras formas de atravesar la ciudad. Y eso harás con Griffin.
—¿Nos vamos a separar?
—Por decirlo de alguna manera —el tono de Darius era irónico.
Ella miró a Griffin.
—¿Te importaría ponerme al corriente?
Griffin abrió la boca para explicárselo justo cuando Darius dio un paso hacia la luz que salía de una de las farolas de la calle.
—Que te diviertas, hermano —dijo, sonriendo abiertamente.
Y luego desapareció.
—¿Darius? Yo… Dónde… —Se volvió para mirar a Griffin—. ¿Está viajando del mismo modo que lo hicieron anoche los espectros?
Griffin hizo un gesto afirmativo y envainó su propio glaive en el cinturón. Ella no entendía cómo el objeto, que parecía una caña, podía ser un arma, pero no quedaba tiempo para hacer preguntas.
Griffin dio un paso hacia el haz de luz y le tendió una mano a Helen.
—Puedes viajar conmigo. Será más seguro que ir caminando.
Ella miró la mano tendida, con un nudo de ansiedad en el estómago.
—¿A esto te referías anoche? ¿A viajar con la luz?
Él suavizó su gesto.
—Sé que parece extraño, pero científicamente tiene todo el sentido. Y no me quiero arriesgar llevándote por las calles de Londres. No después de lo de anoche.
Sus palabras confirmaron lo que ella ya sospechaba: las prisas de su madre por hacer el equipaje habían sido el principio del fin. Desde ese momento, a cada instante se alejaba más de la realidad que había conocido hasta entonces. Ahora su mundo lo conformaban los dos hermanos, tan extrañamente aislados en la gran casa, y Galizur y el búnker subterráneo que contenía aquel orbe, que parecía susurrar su nombre. Un mundo donde los demonios salían de la luz a la calle y donde ella tenía que plantearse si introducirse en la misma luz, sabiendo que la transportaría a través del tiempo y del espacio.
Ya nada volvería a ser lo mismo. Tenía que aceptarlo.
Avanzó hacia Griffin y tomó su mano. La tenía caliente y seca.
—Si es tan peligroso, ¿por qué volvimos anoche de casa de Galizur andando?
—Viajar de este modo también es peligroso. Es imposible saber qué puede esperarte al otro lado. Es un riesgo, pero, dada la aparición de los espectros anoche, tenemos que asumirlo.
—Magnífico —dijo ella, apretando los dientes.
Notó que se le escapaba una risita tonta cuando él le rodeó la cintura con su brazo. Era sorprendentemente fuerte y olía a menta y a ropa limpia.
—No te preocupes. De momento este es uno de los medios de transporte más seguros para nosotros. Y la luz, nuestros cuerpos… —Notó un cosquilleo en el estómago cuando él pronunció aquella palabra. Respiró hondo mientras él la atraía hacia su musculoso pecho—. Todo es energía. Simplemente nos fusionamos uno en otro con el fin de aprovechar esa energía para viajar.
—¿Entonces, cualquiera podría hacerlo si supiese cómo? —preguntó ella.
—No exactamente. Los colgantes nos permiten tener esta capacidad, entre otras.
—Suena extraño. Y aterrador —añadió ella, tratando de no pensar en su proximidad.
—Confía en mí, Helen. —Su voz era como una caricia cerca de su oreja. A ella le costaba trabajo mantenerse quieta mientras un escalofrío recorría su columna—. Sé lo que estoy haciendo. Darius es un excelente saltador, y yo he aprendido de él.
Ella trató de calmar su respiración.
—¿Saltador?
—Saltador de luz —dijo él—. Al menos así es como lo llamamos. —La estrechó aún más entre sus brazos—. Agárrate a mí. Y no te preocupes; yo te tengo sujeta.
Ella bajó las manos, y agarró los brazos del joven, que la sostenía por la cintura.
—¿Dolerá?
Él vaciló, como si le hubiese sorprendido la pregunta. Cuando contestó, había ternura en su voz.
—No dejaré que nada te haga daño.
Ella esperaba oír las palabras mágicas que conjuraran aquel poder, pero en un instante y sin que nadie dijera nada, todo desapareció en un cegador fogonazo. Durante una décima de segundo, notó cómo se disolvía, rompiéndose en un millón de minúsculas partículas de luz. Y luego, de repente, sintió cómo volvía a recomponerse otra vez. Puntos oscuros danzaban frente a sus ojos cuando el fogonazo se desvaneció. Cuando se aclaró su visión, aún seguía envuelta en los brazos de Griffin, pero ahora se encontraban bajo una farola en medio de lo que parecía un barrio poco recomendable.
—Ya era hora. —Darius estaba de pie, apoyado en la entrada de un edificio cochambroso.
—Dale un respiro. —Griffin se apartó de ella—. Pensé que era buena idea explicárselo antes de hacerla desaparecer en el aire.
—Vaya, supongo entonces que la caballerosidad sigue estando en boga, ¿no? —Darius empezó a cruzar la calle.
Griffin miró a Helen a la cara.
—¿Todo bien?
Ella asintió.
—Me siento como si me hubiesen hecho trizas y vuelto a recomponer un poco torcida, pero aparte de eso, creo que estoy bien.
Él sonrió.
—Ya te acostumbrarás. Más adelante te enseñaremos para que lo hagas por tu cuenta, así no tendrás que depender de nosotros para desplazarte con seguridad de un sitio a otro.
Helen no estaba muy segura de querer desaparecer sola en la luz, esperando aparecer un instante después en el lugar adecuado. Pero no tuvo ocasión de decirlo en voz alta. Un segundo más tarde, Griffin la sorprendió cogiéndola de la mano para cruzar la calle detrás de Darius.