SEIS
Darius se paró en silencio ante la puerta, como esperando a que se abriese sola. Helen se tragó las ganas de preguntarle por qué no llamaba. Sabía que su sola existencia le fastidiaba, y estaba demasiado cansada y helada como para enfrentar la evidente aversión que él sentía por ella.
Un instante después, una bonita muchacha de inocente mirada abrió, y Helen se alegró de no haberle sugerido a Darius que llamase. Ya se sentía bastante idiota en su presencia, a pesar de que apenas lo conocía desde hacía un par de horas.
La chica que estaba en el umbral no parecía más sorprendida de encontrarlos allí de lo que ellos lo estaban de verla abrir la puerta sin haber llamado.
—Adelante. Padre está trabajando —dijo—. Últimamente ha estado muy ocupado, como os imaginaréis. —Echó una ojeada a Helen—. Si no te importa, dejaremos las presentaciones para más tarde, cuando estemos a salvo dentro.
Helen asintió mientras Darius entraba. Griffin le hizo señas para que pasara ella, luego la siguió y cerró la puerta. Fueron tras la chica por un pasillo angosto y destartalado. No había siquiera una vela para alumbrarlo, pero aun a oscuras el cabello de la muchacha lanzaba destellos dorados y cobrizos.
Helen se vio obligada a detenerse bruscamente cuando Darius se paró de pronto delante de ella. Mirando por encima de sus hombros, luchó contra la sensación de claustrofobia cuando vio que habían llegado a una gran puerta metálica. El pasillo parecía contraerse, y por primera vez se dio cuenta de que, además de la puerta cerrada que tenían delante y aquella por la cual habían entrado, no había ni ventanas ni ninguna puerta más. Helen miró a Griffin. Él parecía percibir su miedo, y sus dientes arrojaron un destello blanco a la oscuridad. Todo resultaba extraño aquella noche.
El tintineo de metal sobre metal desvió la atención de Helen del pasillo, y se puso de puntillas para ver más allá de los anchos hombros de Darius. La muchacha había sacado una argolla de la que colgaban una llaves muy extrañas y escogió una, casi sin mirar. La introdujo suavemente en una compleja abertura, que se curvaba y serpenteaba. Helen jamás había visto una cerradura semejante. La puerta se abrió de par en par y sin hacer ruido.
La muchacha les indicó con un ademán que se apresurasen a pasar delante de ella.
—Toda precaución es poca, sobre todo ahora.
Cuando Darius pasó a su lado, se puso tieso, cuidándose de no tocarla. La chica no pareció darse cuenta y sonrió con cordialidad mientras Griffin y Helen seguían a Darius dentro de una habitación de techo alto llena de cajas apiladas. Cerró la puerta, y se oyó como si un engranaje se encajara por sí solo.
—No has preguntado por la chica. —El tono de Darius era de reproche, y se dirigía a la joven que les iba indicando el camino.
Ella habló sin darse la vuelta, con cierta sorna en la voz.
—Darius Channing, ¿no crees que confío en ti, después de tanto tiempo?
De momento Darius no respondió, aunque cuando lo hizo, lo hizo con más calma.
—Aun así —gruñó—. Deberías tener más cuidado. Estoy seguro de que te habrás dado cuenta de que también tú corres peligro.
Entonces, la chica dejó de caminar y se volvió para mirarlo mientras posaba su pequeña mano sobre el brazo de él. Había ternura en su voz:
—Soy muy consciente de la situación, pero es responsabilidad mía manteneros a ti y a los de tu clase a salvo y bien. Esa intención tengo, algo sobre lo que tú y yo ya hemos discutido extensamente.
El tono de sus palabras sugería más de lo que decía, y de pronto Helen deseó disponer de más espacio para poder proporcionarles intimidad. Estaba claro que la discusión venía de tiempo atrás.
Los hombros de Darius apenas se relajaron un poco, y su pequeña inclinación de cabeza mostraba algo de arrepentimiento. Helen captó un destello de la sonrisa indulgente de la chica mientras se volvía de nuevo para encabezar la marcha.
Dieron rodeos por varias habitaciones, cada cual más anodina que la anterior. No había una sola vela. A Helen la guiaba únicamente el blanco de la camisa de Darius que iba delante de ella, y el ocasional sonido de la voz de la chica. Era un consuelo tener a Griffin a su espalda, aunque no lo conociese, al fin y al cabo. Él era un océano de paz en presencia del tornado de su hermano. Uno era capaz de arrullarte para dormir mientras el otro podía atacarte en cualquier momento.
Estaba a punto de marearse a causa de lo desorientada que estaba, cuando la muchacha se detuvo delante de otra puerta. Tras extraer una llave como las demás de entre los pliegues de su vestido, se inclinó sobre el gran portón de hierro. Se abrió tan repentina y silenciosamente como el de la entrada.
Esta vez, Helen no necesitó que la empujaran. Cuando atravesó el umbral, sintió alivio al ver luces parpadeantes provenientes de los apliques de las paredes. Había mesas dispersas por la habitación bien decorada y algunas lámparas colocadas encima de ellas proyectaban aún más luz.
La muchacha cerró la puerta tras de sí, y metió una de las llaves en otra sorprendente cerradura. Oyeron como si varios engranajes cobraran vida y crujieran en el interior de las paredes, seguidos de una serie de chasquidos que terminaron con un sólido estallido. Helen supuso que se trataba de un mecanismo de cierre complejo y de gran tamaño que precintaba el lugar.
La chica acababa de enderezarse cuando se escuchó un estridente silbido en una habitación contigua. Dirigió la vista hacia allí, sorprendida.
—¡Me he olvidado del agua! Esperad solo un momento y tomaremos el té con padre en su despacho.
Corrió en la dirección de donde venía el silbido de la tetera, y se esfumó por una puerta sin añadir ni una palabra más. Darius se relajó, y Helen se preguntaba por qué parecía tan incómodo en presencia de la otra muchacha.
Pero no perdió mucho tiempo observando a Darius. Era la primera vez que se hallaba a solas con los hermanos desde que habían llegado a la misteriosa residencia. Quería aprovecharlo bien.
Se volvió hacia Griffin.
—¿Dónde estamos?
—Estamos en el lab…
—¡Griffin! —Darius interrumpió a su hermano, pronunciando su nombre con los dientes apretados.
La voz de Griffin explotó en la sala.
—¡Ya nos ha enseñado el colgante! ¿Qué más necesitas?
Darius irradiaba tozudez cuando cruzó los brazos sobre el pecho.
—Hay que confirmar su historia. Luego se lo diremos.
—¡Perfecto! —Griffin alzó las manos en señal de resignación. Helen supo que la batalla estaba perdida cuando él evitó mirarla.
No ganaba nada descargando su frustración sobre Griffin y Darius. Al parecer las respuestas ya vendrían de la mano del misterioso Galizur. Calmó su creciente mal humor echándole un vistazo a la habitación.
Si el sinuoso trayecto para adentrase en el edificio parecía una fábrica abandonada, la estancia en la cual se hallaban ahora era un confortable y antiguo salón. Había dos sofás al lado del fuego chisporroteante de una chimenea y unos cuantos sillones orejeros colocados junto a mesas de lectura por toda la estancia. El suelo de madera, pese a estar desgastado hasta tener un ligero brillo, podía distinguirse entre alfombras no muy distintas de las de su casa, o de la que hasta entonces había sido su casa.
Sacudió la cabeza ante ese pensamiento, mientras la chica regresaba transportando una tetera y unas cuantas tazas sobre una bandeja de plata.
—¿Vamos? —Una sonrisa asomó a las comisuras de su boca, como si no fuera extraño que aún no las hubiesen presentado. Como si no fuera extraño que estuviesen encerrados y atrincherados en el interior de una fortaleza en plena noche.
Darius se dirigió a una puerta delante de ella, y la abrió para que la joven pudiese pasar con la bandeja. Helen notó cómo se alzaban las cejas de la muchacha ante esa demostración de galantería, aunque estaba bastante segura de que nadie se había percatado.
La joven anfitriona miró sonriente a Darius y algo sucedió entre ellos.
Helen reprimió su sorpresa.
Por lo poco que lo conocía, le parecía improbable que, con ese carácter suyo, le pudiera gustar a alguien. Aunque no tan improbable como que alguien le gustase a él.
Griffin hizo un gesto con la cabeza indicando la puerta y Helen siguió a la muchacha por un corto pasillo, que de pronto desembocaba en una sala grande, escasamente iluminada. Era casi idéntica al salón del que acababan de salir, salvo por el enorme escritorio tallado que dominaba la estancia. La chica se dirigió hacia él, depositó la bandeja sobre su reluciente superficie y se volvió para exclamar:
—¿Padre? Han llegado nuestros invitados.
Una voz surgió de lo alto de unas escaleras a la derecha de la sala:
—Sí, eso supongo, Anna.
Un hombre de cabellos plateados apareció en el rellano y empezó a descender mientras limpiaba un par de anteojos con un paño. Los miró detenidamente, entrecerrando los ojos.
—¿Así que es ella? ¿Es esta la muchacha? —su tono de voz era agradable, y a Helen no le molestó que inquiriese sobre ella, a pesar de que no los habían presentado oficialmente.
Griffin asintió.
—Nos ha mostrado el colgante.
Helen se preparó para hacer frente a nuevas dudas planteadas por Darius, pero él no dijo ni una palabra mientras el hombre se encaminaba hacia ella. Cuando estuvo a una distancia de apenas dos pies, se inclinó y estudió su rostro. Había tristeza en aquellos ojos que la observaban.
—Helen. Hija de Palmer y Eleanor Cartwright.
El sonido de los nombres de sus padres pronunciados en aquella habitación extraña la cogió por sorpresa.
—Yo… Sí. ¿Pero cómo lo sabe?
Le pareció ver un atisbo de esperanza en los ojos del caballero, aunque eso no tuviese ningún sentido dadas las circunstancias del momento.
—Ven, sentémonos a tomar el té mientras te lo explico. Imagino que has tenido una noche bastante larga. —La tomó del brazo y la condujo a uno de los sofás próximos al fuego.
Su ternura por poco la desarma. Quizás fuese simplemente porque le recordaba a su padre. O quizás porque ella supiese lo que iba a decir. En cualquiera caso, se sentó en el sofá, que estaba, por lo que pudo ver tras una inspección más detallada, bastante andrajoso y desgastado. Pese a estar acostumbrada al siempre impecable mobiliario de los Cartwright, de algún modo ese lugar destartalado le resultaba acogedor.
Anna sirvió el té mientras Griffin se ponía cómodo en el sofá y Darius se sentaba en uno de los sillones. Por la actitud relajada de los hermanos, era evidente que habían estado allí en muchas ocasiones.
A Helen le pareció aún más simpático el padre de Anna cuando él mismo llevó las delicadas tazas, rebosantes de té recién hecho, y sostuvo la de su hija mientras ella se colocaba en una butaca cerca de Darius. Helen únicamente había visto hacer tal cosa a su padre, lo que hizo que lo echara verdaderamente de menos.
—Nos hemos visto obligados a tomar las mayores precauciones, como te darás cuenta enseguida, Helen. —El anciano se puso a hablar sin más—. Son necesarias, aunque dudo que hayan permitido hacer las presentaciones como es debido. Yo soy Galizur y esta es mi hija, Anna. ¿Puedo preguntarte cómo te las arreglaste para encontrar a Darius y Griffin?
—Mi madre me dio una nota con sus nombres y dirección justo antes de… antes de esconderme tras la pared de mi habitación.
Galizur asintió como si fuese de lo más natural del mundo que lo escondan a uno en el interior de la pared de una habitación.
—¿Eso ocurrió cuando fueron a buscarlos? ¿A tus padres y a los demás? —preguntó.
Ella se había quedado atónita y momentáneamente callada, incapaz de comprender cómo Galizur, un hombre al que jamás había visto, sabía tanto acerca de los acontecimientos que ella aún estaba tratando de asimilar.
Tragó saliva ante la repentina sequedad de su garganta, mientras la invadía una sensación de sofoco, como si hubiese tomado demasiado el sol.
—¿Cómo lo sabe?