VEINTICINCO
—Sí que aprendes rápido, no es fácil trasladarse a esa velocidad en esas condiciones. —Anna, con mirada preocupada, le ofreció a Helen una taza de té—. ¿Seguro que te encuentras bien?
Helen asintió. Tenía arañazos en las rodillas y estaba casi segura de que el corazón le seguía palpitando más deprisa de lo que le convenía, pero por lo demás se encontraba bien.
Se quedó sorprendida al verse bajo la farola enfrente de la casa de Galizur, a pesar de que aquel era el destino que pretendía. Cuando se dio cuenta de que lo había logrado, subió corriendo las escaleras y golpeó la puerta sin la menor discreción. Anna le había abierto apenas unos instantes después, como si hubiese estado esperando a Helen todo el tiempo.
Ahora, en la comodidad del salón, con una taza de té a su lado, Helen levantó la vista para mirar a Anna.
—¿Cómo me has abierto la puerta tan deprisa? Apenas acababa de llamar.
Anna sonrió.
—Tenemos monitores en el laboratorio. Proyectan imágenes de todas las entradas del exterior.
—¿Hay otras entradas? —Ella y los Channing siempre habían entrado por la puerta principal.
Anna se limitó a sonreír, y tomó un sorbo de su té sin hablar.
Helen enarcó las cejas.
—Ya veo. No te está permitido contármelo.
Anna estiró los brazos y la tomó de las manos.
—Guardamos nuestros secretos para protegeros, Helen. Eso debes saberlo. —Apartó las manos y colocó su taza de nuevo sobre la bandeja—. Padre me acaba de decir que tú y los Channing vais esta noche a buscar a Victor Alsorta. Tienes que tener un motivo importante para venir aquí sola.
Helen asintió.
—Hemos estado revisando hoy los planos de la finca de Alsorta. Parecen bastante minuciosos, pero creo que puede que hayan pasado por alto alguna cosa.
Anna sacudió la cabeza.
—¿Qué cosa?
—Perros —dijo Helen—. Creo que Victor tiene perros guardianes.
Anna se reclinó en su sillón, su rostro mostraba un gesto de concentración.
—Bueno, los planos se centran en la distribución de la casa y los terrenos, además de los vigilantes más obvios. Puede que hayamos olvidado incluir dónde están los perros. —Miró a Helen a los ojos—. ¿Cómo te has enterado de eso?
Helen se levantó y se encaminó a la chimenea como para calentarse las manos. En realidad solo quería escapar de la mirada escrutadora de Anna. Se quedó observando el fuego mientras hablaba.
—Prefiero no decirlo.
Se produjo una pausa. Anna parecía reflexionar.
—De acuerdo —dijo por fin—. Supongo que tampoco querrás hablarles a Darius y a Griffin de tu fuente, ¿verdad?
Helen se dio la vuelta.
—No, si se puede evitar.
Anna suspiró.
—Pues que así sea. ¿Qué podemos hacer por ti?
—¿Qué tal se te da el cuchillo?
Helen se volvió hacia Galizur tratando de no mostrar su alarma ante aquella pregunta. Lo habían encontrado en el laboratorio, estaba enredando con sus herramientas e inventos. No parecía sorprendido de ver a Helen. Y ella se estaba empezando a preguntar si no sabría más de lo que daba a entender.
—No me gustan —respondió ella—. Nunca me han gustado.
Galizur tenía el ceño fruncido como si ella estuviese hablando en otro idioma.
—¿Pero practicas esgrima?
—En realidad no. Es decir, padre estaba tratando de enseñarme, pero me temo que nunca he sido buena en los aspectos más… físicos de mi educación. Siempre nos entrenábamos con florete.
Él se frotó los ásperos pelos de la barbilla.
—¿Tiro con arco?
Ella inclinó la cabeza, recordando sus lecciones en los terrenos que rodeaban la casa de campo. Su padre le había contado todo acerca de Artemisa, diosa de la caza, y su arco y flechas dorados. Helen quedó de inmediato fascinada, al ver en la deidad todo lo que ella nunca sería.
—Moderadamente mejor. —Hizo una pausa—. Pero no me gustaría matar a un perro, aunque sea uno de los perros guardianes de Alsorta.
Galizur se echó a reír.
—¡No espero que los mates, mi querida niña! ¡Qué salvajada! No. —Sacudió la cabeza, se levantó de la silla y se dirigió hacia una de las mesas de trabajo pegadas a la pared—. Bueno, en el nombre de Dios ¿dónde habré metido yo…?
Mientras él buscaba, los pensamientos de Helen regresaron de nuevo con Anna. Tras llevar a Helen junto a su padre, los había dejado solos para irse al piso de arriba. Helen no podía evitar preguntarse lo que su nueva amiga pensaría de sus encuentros con Raum. ¿La consideraría una traidora? En su devoción a Darius, y a todos los Guardianes, ¿pensaría que era desleal por conversar con el hombre que había ordenado su ejecución? ¿Y sería distinto si supiera que los motivos de Raum se basaban en la esperanza de salvar a sus padres? ¿De regresar en el tiempo para que pudiesen escoger un rumbo diferente?
Helen aún no estaba segura de que por eso fuese distinto. El vacío que sentía parte de ella, la parte que la pérdida de sus padres había dejado yerma, decía que no, que no importaba el motivo. Que el fin no justifica los medios.
Las palabras de Raum reverberaban en su cabeza: ¿Si hubiese alguna forma de traer de vuelta a tus padres, de corregir tus errores, no lo harías?
En tal contexto el tema de los errores parecía lo de menos. Era un crimen que sus padres le hubiesen sido arrebatados de aquel modo. Un crimen que hubiesen sido asesinados a causa del cometido de Helen como Guardián. ¿Sería entonces un error traerlos de vuelta? ¿Usar los registros para restaurar lo que había sido destruido por equivocación?
Pensó en Griffin. En su expresión de angustia cuando había hablado de sus padres, asesinados en la calles, de cómo alguien había dejado en la palma de la mano de su madre muerta una fría llave metálica.
Y luego estaban los demás. Otras familias aniquiladas para que Alsorta pudiese tener acceso a los registros. Otros Guardianes destruidos por la codicia de un solo hombre.
¿Los traería Helen de vuelta a todos ellos? ¿Bastaría con restablecer lo que a ella le parecía justo o habría que corregir un interminable torrente de errores?
De nuevo vio las palabras de su padre escritas en una carta destinada a ser leída solo cuando él hubiese muerto.
El tiempo —y todos los acontecimientos que en él se suceden— pasa, como debe pasar. No podemos imponerle nuestra voluntad.
Su padre la creía honesta. La creía lo suficientemente fuerte como para resistir las exigencias del tiempo y el destino.
Lo cual significaba que la respuesta a la cuestión de Raum era evidente. Sus padres no querrían que ella se aprovechara de los registros de aquel modo. Ni por ellos ni por nadie. Incluso angustiada como estaba, ella sabía que era así.
La voz de Galizur interrumpió sus pensamientos.
—¡Ah! Aquí están.
Volvió a cruzar la sala, sosteniendo una bolsa pequeña atada con un cordel. Se sentó junto a ella, colocó la bolsa encima de la mesa y comenzó a desatarla.
—Aún no han sido probados sobre el terreno. Desde luego, no como es debido. —Abrió los bordes de la bolsa, dejando a la vista lo que parecían cinco dardos minúsculos—. Aunque aquí en el laboratorio funcionan, y creo que pueden servir.
—¿Dardos?
Él extrajo uno de la bolsa, evitando tocar el extremo puntiagudo.
—No simples dardos. Dardos tranquilizantes, diseñados por mí. —Puso uno a la luz, para que Helen pudiera verlo mejor mientras él tocaba el extremo—. Oculto en esta parte, aquí, hay un pequeño motor que permite que el dardo se desplace por el aire con el poder y la fuerza de una flecha mucho mayor disparada por un arco convencional.
—No entiendo —dijo Helen—. ¿Cómo nos va a servir esto con los perros?
Él apartó la vista de la diminuta arma y la miró a los ojos como si le sorprendiese la pregunta.
—Vaya, pues lanzándoselos, claro. Mientras des en el blanco, tendrás al animal fuera de juego en menos de cinco segundos.
—Y no les dolerá —dijo ella en voz baja.
—Ni una pizca. —Señaló la punta afilada del dardo—. Los extremos van recubiertos de un somnífero. Llevan una capa protectora que se disuelve una vez se usa el dardo.
—¿Quiere decir que los dardos van a dormir a los perros?
La frente de Galizur se arrugó como si estuviese pensándose la respuesta.
—Es algo más que un sueño corriente, para asegurarnos, pero el impacto es pequeño y no debería dañar al animal a largo plazo. —Vaciló—. Además, hay algo importante que debes recordar.
—¿De qué se trata?
Él busco su mirada.
—No dejes ninguno de los dardos en la propiedad de Alsorta. Una vez hayan caído los perros, retira los dardos y vuelve a guardarlos en la bolsa. Ten cuidado de no tocar sus extremos una vez extraídos o experimentarás de primera mano los efectos de la sustancia que llevan.
—¿Qué efectos? —Estaba temerosa y fascinada a partes iguales.
Galizur sostuvo el dardo cerca de su rostro, estudiándolo con algo similar al orgullo.
—Oh, primero parálisis temporal. Luego un profundo sueño que dura aproximadamente una hora, dependiendo de tu peso corporal.
—¿Parálisis temporal? —La voz le salió quebrada.
Él bajó el dardo hasta la bolsa.
—¿Quieres capturar a Alsorta?
—Sí, claro que sí. —No tuvo que pensárselo siquiera.
Él asintió.
—Muy bien. En ese caso tendrás que evitar a los perros, si tu fuente está en lo cierto acerca de ellos.
Helen asintió algo renuente.
—¿Pero y si no doy en el blanco? Mi experiencia con todo aquello que requiera puntería es mínima. Y no poseo precisamente un talento demostrado para ello.
—No te preocupes. He construido el modelo con algo que creo que te ayudará. —Se puso en pie—. Ven. Te lo mostraré.
Ella lo siguió a una de las otras mesas de trabajo. El anciano depositó la bolsa y alcanzó un par de manoplas de paño que colgaban de un gancho. Luego giró una palanca de una pequeña caja metálica. Salieron llamas del interior y Helen retrocedió de un salto.
—¡Santo Dios! —dijo—. ¿Qué demonios es eso?
Él cogió un par de tenacillas de la mesa.
—A menudo mi trabajo requiere calentar metal y otros componentes —dijo, metiendo las tenacillas en el fuego—. Además, he descubierto que así se mantiene calentita la habitación.
Un momento más tarde las tenacillas salieron con un pedazo de metal de un encendido color anaranjado. Galizur lo depositó sobre la mesa encima de un trozo de tejido plateado. Helen esperaba que prendiese en llamas, pero no lo hizo. Galizur volvió a dejar las tenacillas y con sus manos enguantadas envolvió en el tejido la pieza de metal derretido.
Cogiéndola como si no fuese nada, cruzó la sala hasta una gran bolsa de muselina apoyada en la esquina. Helen miraba fascinada, mientras Galizur depositaba el diminuto hatillo de tela, que aún contenía el metal caliente, dentro de la bolsa. Se dio la vuelta y regresó de nuevo con Helen.
—No es más que una bolsa rellena de paja, pero con el metal caliente dentro, puedo enseñarte cómo funcionan los dardos. —Cogió uno de los dardos de la mesa, apuntó a un punto situado al menos a dos pies de distancia de la parte izquierda de la bolsa de muselina y arrojó el dardo.
Al instante Helen oyó un pequeño zumbido proveniente de dentro del dardo. Contempló impresionada cómo aceleraba y modificaba su dirección en el aire —presumiblemente debido al motor mencionado por Galizur— para golpear justo en la bolsa a un pie de la abertura donde Galizur había puesto el metal caliente.
Seguía mirándolo cuando Galizur habló.
—Ahí ¿Lo ves? Fácil.
—Pero usted… Como ha… Su puntería… —No parecía capaz de formular la pregunta.
Galizur se rio entre dientes.
—Ha sido terrible, desde luego.
Ella se volvió hacia él.
—¿Cómo funciona?
—Llevo años experimentando con componentes termodirigidos. Algo que pudiera atraer el calor, como una polilla a la llama. —Sonrió—. Parece que al final lo conseguí.
Ella se encaminó hacia la bolsa y colocó una mano cerca del punto en el que el dardo seguía enganchado de la muselina. Estaba caliente. Se volvió para mirar a Galizur.
—¿Quiere decir que el dardo encuentra por sí mismo su objetivo?
—Si ese objetivo desprende calor, como todos los animales vivos, entonces sí. Con una salvedad. —Hizo una pausa—. Si estás demasiado cerca y tu puntería es aún peor que la mía, puede que al dardo no le dé tiempo de llegar al objetivo. Pero mientras apuntes a algo cercano y con la suficiente antelación como para que el dardo pueda hacer su trabajo, incluso alguien con relativa poca puntería debería ser capaz de dar en el blanco.
Ella salvó los pies de distancia que los separaban y le tendió una mano.
—¿Me deja?
Él sonrió, cogiendo otro dardo.
—Desde luego que sí.
Los siguientes treinta minutos los pasó practicando con la bolsa rellena de heno del rincón. Incluso con su insegura puntería, y un blanco que ya se estaba enfriando, el dardo siempre encontraba el blanco. Galizur la acompañó, retirando los dardos después de cada lanzamiento para que Helen pudiese usarlos de nuevo. Finalmente volvió a llevarse los cinco dardos a la mesa de trabajo y usó un delgado pincel para pintar las puntas con un mejunje acre que cogió de una cazuelita. Una vez que estuvieron secos, los colocó con cuidado dentro de la bolsa y se la entregó con mirada solemne.
—Gracias —dijo ella, sonriente—. Espero no tener que usarlos. Darle a un objeto inanimado en un rincón parece bastante más fácil que a una diana en movimiento.
—En efecto. —Él asintió antes de cruzar la sala para ir hasta una fila de archivadores metálicos cerrados con llave. Se sacó del bolsillo un llavero y se inclinó sobre uno de los cajones. Las llaves tintinearon contra el metal y ella tuvo que pararse a escuchar atentamente para entender lo que estaba diciendo—. Creo que hay otra cosa que deberías tener.
Helen caminó hacia él.
—¿Qué es?
Cuando se dio la vuelta, la palma de su mano estaba cerrada en torno a algo que no podía distinguir. La extendió hacia ella. Era un hatillo de tela. La muchacha lo miró.
—¿Es para mí?
Él asintió con la cabeza, y acercó más la mano para que ella pudiera alcanzar, con sus dedos vacilantes, el objeto envuelto en la tela.
Al levantarlo, se sorprendió del peso de la pieza oculta. Parecía pesada y voluminosa. Pesada como solo una cosa importante puede serlo. Despacio, fue abriendo el hatillo desde el centro. Cuando por fin el objeto quedó a la vista, supo de inmediato qué era.
—¡Oh! —No pudo evitar que se le escapase la exclamación—. ¡Es precioso!
—Era de tu abuela —dijo Galizur en voz baja—. Le pedí a los rastreadores que buscasen entre los restos de tu casa algo que perteneciese a tus padres, pero no pudieron encontrar nada. Se me ocurrió que esta otra alternativa sería la mejor.
A pesar de estar cerrada, sabía que se trataba de una hoz. La vaina estaba hecha toda de ópalo y tenía un brillo iridiscente tan pronto rosado como verde, cuando inclinaba la mano.
—Es muy antigua, pero la he dejado en perfectas condiciones de uso. Si cierras la mano alrededor de ella, la hoja se encajará de inmediato mientras lleves tu colgante —dijo Galizur.
Ella se pasó el paño a la mano izquierda y cogió la hoz con la derecha. En cuanto la palma se cerró a su alrededor, la hoz se abrió y sus dos hojas amenazadoras lanzaron destellos. Al bajar la vista, el colgante emitía una suave luz azulada a la altura del cuello.
—Es preciosa. —El poder y la belleza del arma casi la dejaron sin voz—. ¿Está seguro de que es correcto que yo la tenga?
Galizur sonrió.
—Como última superviviente de la familia Cartwright, es más tuya que de nadie. Los lazos de sangre que te unen a ella harán que aún sea más poderosa estando en tus manos.
Levantó la vista para mirarlo.
—¿Cómo la cierro?
—Del mismo modo que la has abierto —lo dijo en un tono muy firme—. Deseando cerrarla.
Ella la miró, pidiéndole mentalmente que se cerrara. Lo hizo.
—Gracias, Galizur. —Le sonrió—. Esto significa mucho para mí.
Él asintió con expresión grave.
—Ten cuidado, Helen. No podemos permitirnos perderos a ninguno de vosotros —y añadió—: Odiaría que eso sucediera.
Ella se emocionó, pero no había ni tiempo ni palabras, así que no dijo nada. Simplemente se puso de puntillas, le besó en la mejilla y se dio la vuelta para marcharse.