UNA VISITA A TROYA EN LA ERA HEROICA

Por lo menos podemos estar seguros acerca de la Troya a la que se refiere la tradición de Homero. La Troya celebrada en la poesía épica —quizá incluso antes del final de la era micénica— era Troya VI, en la última gran fase de su vida desde c. 1375 hasta 1275-1260. Tal como vimos en el capítulo sobre Homero, a pesar de que algunos epítetos que se aplican a la ciudad en la Ilíada son simplemente descripciones de serie, unas cuantas son tan concretas que han de referirse al emplazamiento de Hisarlik; el efecto acumulativo de los epítetos sugiere con fuerza que la última Troya VI ha de ser la ciudad «homérica». Ahora que sabemos que la fecha de la caída de Troya VIIa es demasiado tardía para la guerra de Troya, todo lo demás reviste mayor credibilidad. Estas últimas fases, que culminan en Troya VIh, fueron el apogeo arquitectónico y económico de la ciudad, así como en términos de comercio y contactos: era la época en que los contactos micénicos con Troya fueron más intensos (a juzgar por las importaciones de cerámica). Esta era, pues, la ciudad que los griegos conocieron durante la cima del imperio micénico.

¿Qué habría visto un viajero, o un bardo, de la Edad de Bronce si hubiera visitado Troya hacia mediados del siglo XIII a. C.? Ha llegado el momento de unir todas las pruebas halladas por Schliemann (aunque sin ser consciente de ello), por Dörpfeld y por Blegen, a las que podemos añadir más detalles perdidos de Troya VI destruidos por Schliemann pero recuperables a partir de sus anotaciones. Viajaremos hacia allí como antes fuimos a Micenas (p. 189), tratando de imaginar el aspecto que presentaba en su apogeo, pero esta vez nos acercaremos desde la distancia, por una de sus rutas comerciales sin olvidar que la arqueología ha demostrado que Troya-Hisarlik era un importante enclave independientemente de su papel en la leyenda griega, y que su vida hasta cierto punto dependía de sus contactos con el mundo exterior, Anatolia en primer lugar, pero también el Egeo e incluso con países más lejanos.

Nuestro viaje imaginario se realiza por mar, en un mercante griego de la Edad de Bronce que navega con un cargamento de lingotes de cobre procedentes de Chipre; quizá también haya marfil sin trabajar adquirido en Enkomi y unas cuantas cajas de la cerámica chipriota que tanto gustaba a los troyanos con sus característicos diseños en forma de escalera o rombos de trama cruzada. En las vasijas hay opio, comino y cilantro. Nuestro buque navega costeando, pegado a la orilla «como un niño a las rodillas de su madre», tal como lo expresó Alexander Kinglake, siguiendo una antigua red de rutas de isla a isla y de promontorio en promontorio, pequeños puertos de escala en las pocas márgenes costeras donde el hombre de la Edad de Bronce se había forjado con esfuerzo un medio de vida. Se trata del comercio observado en siglos posteriores por el anglosajón Saewulf, por el español Clavijo y por Edward Clarke; todos ellos se detuvieron en los mismos puertos seguros, intercambiaron las mismas mercancías y cocinaron la misma comida en la galera: en el caso de nuestro barco del siglo XIII a. C., kebabs de pescado en brochetas asándose en el fuego sobre piedras de lastre en la bodega del buque. Los arqueólogos están en condiciones de confirmar todos estos detalles (véase p. 225).

El viaje de Chipre a Troya debía de durar unos dos meses o más, no muy diferente de lo que duraba en el siglo VIII d. C., cuando el anglosajón Willibald estuvo en el mar desde el 30 de noviembre hasta la Pascua del año siguiente (724-725), o incluso en el siglo XIX, cuando Alexander Kinglake se pasó cuarenta días de travesía entre Esmirna y Chipre en 1834. Solo la llegada del vapor y del telégrafo alteraron las eternas realidades de los viajes por el Egeo. Nuestro barco habría de detenerse en todas las paradas de las islas y de la costa frente a ellas: Rodas, Cos y Mileto con sus asentamientos micénicos, Cnido y Céfiro, y Yasos en la península con sus calles empedradas y sus lonjas pesqueras. A pesar de su poca población, las islas eran de natural ricas y de ningún modo presentaban el aspecto yermo que hoy ofrecen: hasta el siglo XV d. C. los viajeros hablan de su extraordinaria fertilidad.

Desde Mileto, el capitán de la Edad de Bronce probablemente tenía que rodear Samos a través de los agitados y ventosos estrechos frente a Icaria: exactamente igual que hicieron Kinglake, Clarke y otros viajeros que se dirigían a Troya en el siglo XIX. A continuación se bordeaba Quíos, la más fértil y productiva de todas las islas de la costa de Asia Menor, donde, cualquiera que haya navegado por allí lo sabrá, el perfume de huertos y olivares transportado por el viento endulzaba la travesía. Desde Quíos, según las tablillas de Pilos, los esclavos asiáticos eran enviados a trabajar en los palacios continentales, y con el término «Quíos» los escribas de la Edad de Bronce se referían sin duda al puerto natural de Emborio en el extremo sur de la isla, donde había un asentamiento micénico en un escarpado promontorio que daba a una bahía resguardada con magníficas vistas a las colinas de Asia Menor. (Se ha sugerido que el nombre de la isla, Ki-si-wi-ja en las tablillas de la escritura lineal B, es la palabra fenicia que designa mástique, la goma resinosa del lentisco, muy apreciada en el mundo antiguo.)

Después de Quíos, otro puerto de escala era Termi, en Lesbos. Esta isla ha sido siempre un intermediario entre el Egeo y Asia Menor, muy cercana a la costa de la Tróade. Compartía la cultura de Troya VI y fue saqueada en la misma época, en torno al 1250 ¡por Aquiles según Homero, por Piyamaradu según el Departamento de Asuntos Exteriores hitita! El puerto estaba a medio camino del lado este de la isla, bien fortificado con una doble muralla detrás de la cual había un compacto entramado de casas estrechas y calles empedradas con guijarros procedentes de la playa. Termi era una de las ciudades más grandes del Egeo, y su gente trabajaba el cobre, tejía telas y fabricaba su cerámica local roja y gris. Pescaban con anzuelos de hueso y, por lo que los arqueólogos han podido averiguar, les gustaban las ostras y los erizos de mar: una ciudad más del Egeo de la Edad de Bronce que sucumbió al fuego. En el centro de la isla, en época clásica, había un santuario dedicado a Esminteo, dios de la Edad de Bronce que era un poderoso provocador y ahuyentador de la peste. Quizá fueron sus estatuas las que se enviaron a Mursili II con motivo de su enfermedad; y según Homero, fue a este dios a quien rezaron los griegos en Troya en busca de alivio (Ilíada, I, 457). Esminteo fue también adorado posteriormente en Ténedos y en la Tróade, donde tenía un templo en Hamaxito, y es posible que por él se iniciase entre los marinos la costumbre de realizar ofrendas de alimentos al mar a la altura del cabo Lekton, donde se erguía su templo, una costumbre que perduró hasta la época moderna, aunque transferida a un santo islámico.

Al aproximarse a Troya y a la boca del estrecho de los Dardanelos, la impresión del marinero de la Edad de Bronce fue sin duda la misma que la de Edward Clarke en 1801: «Ningún espectáculo podía ser más grandioso que el de aquel rincón del mar Egeo... Ténedos al oeste, y aquellas pequeñas Islas que forman un grupo al otro lado del monte Sigeo. Nada, excepto los remos de nuestra embarcación, alteraba la quieta superficie del agua: no se oía ningún otro sonido. Parecía como si las distantes islas del Egeo estuvieran colocadas sobre la superficie de un inmenso espejo... (más adelante) la montañosa Isla de Imbros, y al fondo las elevadas cumbres de Samotracia cubiertas de nieve...» {Viajes). A menudo es difícil navegar contra el viento de los Dardanelos —por esta razón Lord Byron se pasó tanto tiempo esperando en 1810, en compañía de una veintena más de barcos (p. 66)—, pero en la Edad de Bronce la bahía de Troya debió de ser un imán que atraía a los navegantes, que disponían de un puerto seguro una vez «entraban en Ilion». La boca de la bahía entre los dos cabos tenía unos dos kilómetros y medio de ancho. Dentro, frente a Troya, se abría hasta alcanzar casi los cinco kilómetros de mar poco profundo, bordeado por las llanuras aluviales de los ríos, marismas de sal, lagunas y dunas de arena transportadas por el viento.

La ciudad se erguía sobre una cresta que sobresalía en el lado oeste de la bahía; debajo de la misma había un kilómetro y medio de llanura aluvial que se extendía hacia la orilla del mar, pantanosa en gran parte durante el invierno, pero seca en las otras estaciones; en este aspecto debía de parecerse a la llanura de Argos, bien regada y verde en primavera, marrón rojizo en pleno verano excepto en torno a los marjales: el país ideal para la cría de caballos. No debía de haber ningún puerto de verdad, solo una orilla para el comercio donde se amarraban los barcos a unas estacas o anclas de piedra en una playa arenosa. Entre los pequeños oficios locales podríamos imaginar barcos pesqueros, especialmente en la época de las migraciones estacionales de la caballa y el atún que atraviesan los Dardanelos cada otoño. Quizá igual que los turcos hoy, los troyanos tenían atalayas de madera en los estrechos para avisarlos de la migración y echar las redes costa afuera para la matanza. La bahía debió de ser también muy rica en marisco, ostras y erizos de mar.

Antaño debió de haber solo un puñado de barcos en la bahía, pero por la arqueología podemos imaginar al extraño buque griego «vagabundo» de Tirinto o Ásine con un cargamento de cerámica: jarras con asas en forma de estribo llenas de aceites perfumados, copas y cuencos de alabastro para ser usados en las casas troyanas de la nobleza. Aun así el comercio que había era pequeño, a juzgar por las mercancías locales. Troya había sido, y siguió siendo, una ciudad anatólica. Sin embargo, como ya hemos mencionado antes, los capitanes micénicos tenían algunos productos que ofrecer al supervisor real troyano: cuentas de cornalina, cajas de marfil, un tablero de juego de marfil con fichas, alfileres de electro o de plata, quizá incluso un huevo de avestruz decorado: ¡estos eran los artículos de lujo en la Edad de Bronce!

Es de suponer que el rey troyano tuviera sus propios barcos, no solo para proteger sus costas contra los eternos asaltantes y piratas, sino también para atacar a su vez, para capturar esclavos y saquear, así como para vender algunos de sus productos que llegaban a países lejanos. Quizá exportaban balas de lana, hilaturas y paños ya tejidos, porque, lo mismo que Cnosos, Troya era una ciudad de ovejas con (podemos imaginar) fábricas rurales «gestionadas por el estado» en los pueblos periféricos que enviaban sus productos a los almacenes de palacio. La cerámica local troyana de color gris apareció en pequeñas cantidades en Chipre e incluso en Siria y Palestina, aunque «exportación» es sin duda un término demasiado ampuloso para el proceso que tenía lugar allí. Por último, como ya hemos visto, la cría de caballos debió de ser un importante elemento de la economía troyana, pues no solo se exportaban potros sino caballos de guerra adultos. Podemos imaginar los caballos pastando en la llanura baja y corrales para la doma y el adiestramiento cerca de la ciudad.

Desde el mar había un corto paseo hasta la ciudad a través de un kilómetro y medio de llanura aluvial. Troya estaba situada en el extremo norte de una meseta que disminuía y descendía precipitadamente en su parte norte hacia el valle del río Dumrek Su (el Simois clásico). Se desconoce todavía si había una ciudad exterior en torno a la ciudadela de Hisarlik. Blegen encontró indicios de casas al sur y al oeste y localizó un cementerio de cremaciones para Troya VI a casi quinientos metros al sur de las murallas de la ciudad en la ladera sur de la meseta. Pero los pozos de prueba excavados por Schliemann y Blegen en la meseta no encontraron resto alguno de la Edad de Bronce. Quizá la posterior construcción de Ilium Novum destruyó cualquier vestigio, y es posible que Troya VI tuviera una importante ciudad exterior, comparable en extensión a Eutresis (apenas 420 metros cuadrados, circundados por murallas exteriores, y un centro urbanizado de 180 por 140 metros, similar a la ciudadela de Troya VI). Si esto era así, entonces el lugar debió de tener el aspecto de una capital regional más que lo que hoy aparenta por sus ruinas. La ciudadela real de Hisarlik se levantaba en el promontorio occidental de la meseta y se elevaba en tres terrazas concéntricas, la superior a unos cuarenta metros por encima del nivel del mar y la inferior a treinta metros. Contenía una zona de 180 metros por 110, comparable a los yacimientos de «capitales» en Grecia, en cuyo interior había suministro de agua mediante un profundo pozo ubicado en el bastión oriental (aunque había una fuente en la parte suroeste fuera de las murallas). Las sólidas murallas de Troya VI fueron remodeladas dos veces, y la fase final con sus torres fue producto de tres o cuatro generaciones de gobernantes después del 1400. El acceso por tierra era, naturalmente, el mejor defendido, pues en él los caminos procedentes del interior y de los estados anatólicos occidentales conducían a la ciudad: aquí se encontraban los muros más altos y las puertas y torres más grandes y más sólidas.

El visitante de Troya en la Edad de Bronce llegaría a la puerta sur pasadas las casas ubicadas fuera de la fortaleza. Esta puerta era la entrada principal de Troya y de ella arrancaba una calle adoquinada que subía por las terrazas de la ciudad hasta la entrada del palacio del rey. A la izquierda de la puerta había una enorme torre cuadrada de bloques de piedra caliza de unos quince metros de altura que se proyectaba nueve metros fuera de la puerta. En esta torre había uno de los principales altares de la ciudad y, enfrente, una hilera de seis pedestales de piedra sobre los que se erguían imágenes de los dioses de Troya saludaban al visitante. A la derecha de la puerta había una casa alargada donde se realizaban sacrificios de fuego: aquí podemos imaginar a los troyanos haciendo ofrendas antes de salir de viaje o de partir en campaña, así como a los extranjeros realizando sacrificios antes de entrar en la ciudad. Estas zonas de culto fuera de la puerta y de su gran torre quizá ayudan a explicar la posterior tradición griega del epíteto de «sagrada Ilion». A la derecha de la puerta, mirándola de frente, Dörpfeld pensaba que antaño había dos grandes mástiles que asomaban por encima de la muralla. Troya tenía tres entradas principales, al sur, al este y al oeste, probablemente con ídolos delante de todas ellas, y una poterna junto al gran bastión oriental. La técnica de su mampostería distinguía a Troya del resto de ciudadelas del mundo Egeo, y de las construcciones hititas. Los bloques de caliza perfectamente encajados, con su característico rebozado hasta los primeros tres o cuatro metros, coronados por una superestructura vertical de piedra; los contrafuertes verticales hechos con bloques de caliza de diversas formas y tamaños con la juntura alternando de una hilada a la siguiente y el corte de los contrafuertes terminado en el muro: todo esto parece reflejar un estilo nativo del noroeste de Anatolia que se remonta a varios siglos atrás en Hisarlik, y que se encuentra posteriormente en el cercano yacimiento frigio de Gordion.

De estas enormes murallas todavía se conserva en el lado sur lo bastante como para captar una cierta impresión, especialmente en la torre saliente del sureste, tan exquisitamente encajada sin usar mortero, y sobre todo en el bastión oriental, de casi veinte metros de ancho y del que todavía quedan nueve metros de altura, que antaño fue quizá una atalaya que dominaba la llanura del Simois y el acceso este a lo largo de la meseta. Desde dicho bastión, un tramo de muralla de 180 metros bordeaba la cresta norte de la colina, una «espléndida muralla de grandes bloques de caliza tallada», como dijo el propio Schliemann». Muy dañada ya por los constructores clásicos, fue demolida después por Schliemann entre 1871 y 1873. Cari Blegen descubrió la solidez de su construcción cuando examinó la esquina noroeste en la década de 1930. En este lugar la muralla dibujaba una curva cerrada alrededor de la colina, descendiendo siete metros en tan solo trece de recorrido; aquí Blegen encontró cimientos escalonados, que se habían excavado nada menos que siete metros por debajo del nivel del suelo de Troya VI para sustentar un bastión que debía de tener más de dieciocho metros de altura: el visitante todavía puede ver las hiladas inferiores de esta estructura que debió de ser desenterrada por los constructores de Ilium Novum.

Estas eran las murallas de Troya, que sin duda estaban «bien construidas», «con elegantes torres» y «altas puertas» como la describía la posterior tradición griega. Solamente en el lado oeste había un pequeño segmento del viejo circuito que todavía no había sido reemplazado. Esta muralla arcaica, que aún puede verse hoy, era solo la mitad de gruesa que la nueva y de construcción mucho menos sólida, hecha de piedras más pequeñas y bastas y con cimientos menos profundos. En este punto las defensas de la ciudad eran más débiles y de más fácil ataque.

En el interior de Troya parece que todos los caminos conducían a la cima occidental de la pequeña colina, donde suponemos que se alzaba el palacio. En las terrazas por debajo del palacio había unas veinticinco casas grandes o mansiones en las que vivían los sirvientes más cercanos y los parientes de la familia real, con casas individuales quizá para los hermanos y los hijos del rey. Las más grandes eran enormes edificios impresionantes de dos pisos de casi treinta metros de largo, parecidos a los megarones de Tirinto y Micenas, aunque se accedía por puertas laterales. Una de estas mansiones, la llamada Casa de los Pilares, cerca de la puerta sur, tenía veinticinco metros de largo por doce de ancho con una sala principal y zona de la cocina, que tenía el techo sustentado por grandes columnas centrales de piedra, de las que todavía se conserva una. Presumiblemente, el piso superior era de adobe y yeso con entramado de madera, con ventanas o posiblemente un triforio (un estilo de arquitectura que todavía se puede ver en el noroeste de Anatolia). Cabe señalar que Blegen pensó que este edificio fue convertido en un arsenal o un cuartel en la última fase de Troya VI, porque encontró en su interior un montón de hondas junto con la prueba de que se habían consumido allí grandes cantidades de comida; y, como hemos visto, en la calle que conducía al oeste, Blegen halló también «inexplicablemente» un cráneo humano.

¿Y qué hay del palacio? Desde Dörpfeld, la opinión convencional ha sido que no quedaba vestigio alguno de la parte superior de Hisarlik, arrasada con motivo de la construcción del centro municipal de la Ilium romana. Pero investigaciones modernas han puesto de relieve que la cima izquierda de la colina estaba aún conservada en parte cuando Schliemann empezó sus excavaciones en 1870, porque allí se encontró con los cimientos del templo arcaico visitado por Alejandro Magno con partes de edificios de Troya VI en las inmediaciones. Posiblemente, pues, los colonos griegos que fundaron Ilion hacia el 730 a. C. construyeron su templo sobre las ruinas del «Palacio del Príamo». Además, unos nueve metros más o menos al sureste, casi en el centro de Hisarlik a una altura de 37 metros, investigando una «isla» dejada por Schliemann y Dörpfeld, Cari Blegen encontró un tramo de muralla de cuatro metros en mal estado con otro que discurría paralelo al mismo: ambos estaban justo debajo de los cimientos de una columnata romana de comercios. Este fragmento de finales de Troya VI se hallaba inmediatamente al oeste del lugar donde podría haberse ubicado la entrada del palacio, en la parte superior del camino que desde la puerta sur asciende describiendo una curva. A pesar de ser un resto diminuto, puede que sea nuestro único vestigio del palacio de Troya en la Edad de Bronce.

En cuanto al aspecto del palacio no sabemos nada, pero debió de parecerse a los característicos megarones de Troya VI (un estilo que se remonta a los grandes edificios de Troya 11: hay una destacable continuidad arquitectónica en Hisarlik). Igual que en Pilos, debió de estar rodeado por almacenes y por dependencias de los sirvientes. Presumiblemente, como todos los gobernantes de la Edad de Bronce Tardía, el rey de Troya tenía allí depósitos y talleres, provisiones de centenares de vasijas de aceite, grano, higos y vino. Quizá, como en Pilos, hubiera un taller de carros con artesanos y reservas de ejes, cajas y ruedas; sin duda había también una forja donde se fabricaban armas de bronce, cuyo estilo mostraba influencias egeas e hititas en cuanto a la forma. Debía de haber numerosos alfareros elaborando gran cantidad de cerámicas locales e imitaciones locales de vasijas griegas; es de suponer que sus hornos estuvieran fuera de la ciudadela. Como convenía a una ciudad textil, había talleres en el interior de las murallas, donde los tres excavadores de Hisarlik encontraron miles de volantes de huso; no es descabellado imaginar un almacén real de telas y de lana con capas confeccionadas como las de Pilos: capas corrientes, «capas para los adeptos», atuendos reales y «capas aptas para regalar a los huéspedes». Si queremos ir más lejos en nuestras especulaciones, por analogía con las tablillas hititas y las de lineal B podríamos suponer que el rey de Troya tenía también un joyero a su servicio, además de sus herreros. Sin duda debía tener artesanos para la confección de las elegantes empuñaduras de alabastro o mármol blanco de las espadas, tan apreciados en la Troya de la Edad de Bronce Tardía. Probablemente había también tintoreros para teñir las piezas de lino y de lana: esta tarea, igual que la de hilar y tejer, y la de moler el grano, era desempeñada por mujeres. Además de los alfareros, sin duda había un batanero, un cuchillero, hervidores de ungüentos, panaderos, cazadores, leñadores, sacerdotes para atender su capilla, un adivino... y quizá incluso un médico (como el i-ja-te de la escritura lineal B). Al igual que los reyes micénicos, es posible que tuviera un aedo que cantase las hazañas de sus ancestros. Sin duda tendría heraldos y mensajeros reales, e incluso es posible que tuviese a su servicio un escriba capaz de escribir en hitita en tablillas de barro o madera. Todas estas suposiciones son verosímiles, pero sencillamente no podemos demostrarlas. Examinando las casas conservadas podemos conjeturar que la población total de Troya VI apenas superaba los mil habitantes en el interior de las murallas; no sabemos cuántos más vivían en la ciudad inferior y en la llanura, pero 5.000 personas parece una cifra más o menos correcta. Sin embargo, la arqueología parece indicar que una zona todavía más amplia compartía la cultura de Troya VI, incluyendo por ejemplo los asentamientos de Galípoli. También Termi, en Lesbos, tenía evidentes vínculos. Por consiguiente, podemos constatar que Troya VI era una potencia considerable en el noreste del Egeo. No obstante, el rey de Troya no pudo haber reclutado por su cuenta una fuerza armada de más de unos pocos centenares de guerreros fuertemente armados. No sabemos si en un momento de crisis pudo requerir ayuda a sus vecinos arzawanos o incluso al propio Gran Rey de Hatti. Esta parte de la historia de Hisarlik sigue siendo un misterio, aunque es emocionante pensar hasta qué punto podrían cambiar esta situación futuros descubrimientos: en especial si (como seguramente sucederá) se encuentra el archivo de uno de los vecinos asiáticos occidentales de Troya.

Por lo tanto, Troya-Hisarlik era una cultura anatólica en contacto con el mundo egeo. Troya VI y Troya VIIa eran solo dos de los asentamientos que fueron destruidos en Anatolia y en el Egeo al final de la Edad de Bronce. Si queremos relacionar su destrucción con las tradiciones griegas posteriores acerca de «Troya», no deberíamos olvidar que también tienen un contexto en los problemas historiográficos más amplios planteados por la destrucción de otras ciudades en las tierras mediterráneas de la Edad de Bronce Tardía. En cierto sentido, hubo muchas Troyas y muchas guerras de Troya, y a este escenario más amplio dedicaré mi último capítulo.