¿«EL EMBRIÓN DE LA CIVILIZACIÓN MICÉNICA»?
Tras el merecido éxito de la excavación en Tirinto, con el libro terminado y a punto de ser publicado, Schliemann se lanzó a la conquista de otros campos, y en marzo de 1885 escribió:
Estoy cansado y tengo un enorme deseo de abandonar las excavaciones y pasar el resto de mi vida en paz. Siento que ya no puedo soportar por más tiempo este tremendo trabajo. Además, allí donde he hincado la pala hasta ahora, he encontrado siempre nuevos mundos para la arqueología, en Troya, Micenas, Orcómeno, Tirinto; en todos estos lugares he sacado a la luz maravillas. Pero la fortuna es una mujer caprichosa, quizá ahora me vuelva la espalda, ¡quizá a partir de ahora solo encuentre fiascos! Debería imitar a Rossini, que se retiró después de haber compuesto unas pocas, pero espléndidas, óperas, que nunca podrán ser superadas.
Hay que destacar que los últimos diez años de la carrera de Schliemann constituyen un anticlímax respecto de los sensacionales descubrimientos de la década de 1870. No podía ser de otro modo. En gran medida, aquello fue una cuestión de suerte, como casi todo en arqueología. El instinto no le falló, aunque tan solo se sustentase en la simple suposición de que detrás del mundo homérico había un auténtico mundo prehistórico egeo, de que los lugares que Homero dice que eran importantes centros dinásticos eran efectivamente enclaves palaciegos de la Edad de Bronce. Esta simple suposición puede parecer obvia hoy, pero solo ha podido demostrarse a través de la arqueología. (Recordemos, también, que en el siglo XIX nadie sabía, como ahora sabemos desde 1952, que el griego era la lengua que se hablaba en los palacios: muy pocos académicos hubieran apostado por ello en tiempos de Schliemann.)
A finales de 1888, Schliemann se dirigió al sur del Peloponeso y buscó en vano el palacio del rey Néstor en Pilos, que había proporcionado el segundo contingente más grande en la guerra de Troya. Ya había visitado la zona en 1874, buscando la «cueva de Néstor» en la escarpada acrópolis de Koryphasion cerca de la bahía de Pilos; allí, en una caverna encontró fragmentos de cerámica del «tipo denominado micénico», el primer hallazgo de esta clase en la costa occidental del Peloponeso. Pero en Pilos no encontró tumbas reales, y la ubicación del palacio, que había sido un famoso enigma desde la antigüedad, se le resistió. Los primeros indicios del paradero del palacio en la colina Englianos se encontraron con motivo del inicio de las obras en el trazado de carreteras el mismo año de su muerte. Más tarde aparecieron tumbas de tipo tholos por los alrededores en 1912 y 1926, antes del espectacular descubrimiento del palacio en 1939 (véase p. 146).
Siguiendo el rastro de los héroes, Schliemann exploró el valle del Eurotas en Esparta en busca del palacio de Menelao y de la mismísima Helena. Subió a la colina del Menelaion en Terapne, desde donde puede contemplarse la moderna ciudad de Esparta y donde todavía sigue en pie el enorme plinto del posterior santuario clásico dedicado a Helena y Menelao. Nuevamente decepcionado, Schlieinann declaró que no había restos de la Edad de Bronce en aquel yacimiento. Es harto irónico que tan solo unos meses después el arqueólogo griego Tsountas (que había seguido a Schliemann a Micenas) observara indicios que efectivamente evidenciaban la ocupación micénica del Menelaion. En 1910 los británicos excavaron un importante edificio a menos de cien metros del santuario, y en la década de 1970 se produjeron espectaculares hallazgos que sugieren que el palacio principal de Laconia en tiempos de la guerra de Troya estaba ubicado en aquel lugar (véase p. 189): Helena, si alguna vez existió, debió de haber vivido allí.
El creciente ejército de admiradores que tenía Schliemann le sugirió otros enclaves. Quizá el más interesante, a la luz de futuros descubrimientos, fue el del erudito inglés Boscawen, que trabajaba en inscripciones hititas, un campo absolutamente nuevo por aquel entonces. El 14 de enero de 1881 escribió a Schliemann: «A menudo hemos expresado el deseo de que algún día usted pudiese echar un vistazo a los restos pre-helénicos de Asia Menor, especialmente a los de Boghaz Keui y [Alaça] eyuk junto al Halys». Efectivamente, Boghaz Köy resultaría ser uno de los mayores yacimientos de la Edad de Bronce de todo el Mediterráneo (véase p. 221). Pero la atención de Schliemann estaba centrada en Creta. Allí esperaba coronar sus logros.
Muchos eruditos de la época pensaban que Creta podría proporcionar el vínculo entre el mundo egeo y las grandes civilizaciones de Próximo Oriente. Para Schliemann, el conseguir permiso para excavar allí se convirtió en una de las obsesiones de los últimos diez años de su vida. «Mis días están contados», escribió ya en 1883, «y me encantaría poder explorar Creta antes de mi muerte.» Su colaborador Virchow coincidía con él: «No existe ningún otro sitio que pueda ofrecer una estación de paso entre Micenas y Oriente». Así pues, la visita de Schliemann a Cnosos en la primavera de 1886 fue emocionante, incluso para él (la leyenda relata que cuando tocó tierra escandalizó a los turcos lugareños al postrarse de rodillas y ofrecer una plegaria de gratitud a Zeus de Dictaeo).
De hecho, inspirado probablemente por las excavaciones de Schliemann en Micenas, un lugareño, con el acertado nombre de Minos Kalokairinos, ya había llevado a cabo una excavación en Cnosos en 1878. Schliemann sabía de sus hallazgos, porque habían sido publicados por su corresponsal Fabricius y suscitaron un gran interés. Kalokairinos mostró a Schliemann sus descubrimientos en su casa de Heraklion y después lo acompañó al yacimiento, donde ya se habían desenterrado salas hasta una altura de dos metros aproximadamente, una de ellas todavía «recubierta con dos franjas anchas de color rojo intenso». Lo que allí vio le produjo tal impresión que desde allí mismo escribió a su amigo Max Müller (en inglés), el 22 de mayo de 1886:
El Dr. Dörpfeld y yo hemos examinado muy detalladamente el yacimiento de Cnosos, que está salpicado de fragmentos de cerámica y ruinas de época romana.
No se ve nada sobre la superficie del suelo que pudiera remitirnos a la llamada Era Heroica, ni siquiera un fragmento de terracota, salvo en un montículo de casi el tamaño del Pérgamo de Troya, que está ubicado en medio de la ciudad y que nos parece totalmente artificial. Dos grandes bloques de caliza dura bien cincelados que sobresalían del suelo indujeron al señor Minos Kalokairinos de Heraklion a excavar allí cinco agujeros que sacaron a la luz un muro exterior y partes de muros con pilastras de un enorme edificio similar al palacio prehistórico de Tirinto, y al parecer de la misma época, puesto que la cerámica hallada allí es perfectamente idéntica a la que se encontró en Tirinto...
Schliemann decidió excavar en aquel lugar:
Por su magnífica ubicación cerca de la costa asiática, su delicioso clima y su exuberante fertilidad, Creta debió de ser codiciada desde el principio por los pueblos de las tierras costeras. Dado que los mitos más antiguos hacen referencia a Creta y especialmente a Cnosos, no debería sorprenderme si encuentro aquí, en este suelo virgen, los vestigios de una civilización que convierta a la guerra de Troya en un acontecimiento reciente.
De nuevo Schliemann no pudo estar más cerca del blanco, pero sería precisamente Arthur Evans quien lo descubriría en 1900. La respuesta de Max Müller a ese extraordinario texto, escrita desde Oxford el 5 de junio, da una vuelta de tuerca añadida: «Creta es un perfecto hervidero de naciones; de todos los lugares, deberías encontrar allí los primeros amagos de escritura adaptada a las necesidades occidentales». (La cursiva es mía.)
Pocas predicciones podían haber sido más brillantes en la historia de la arqueología, puesto que fue precisamente en Cnosos donde se descubrió la escritura Lineal B, la escritura de la Edad de Bronce Tardía del Egeo. De hecho, es posible que antes de morir Schliemann pudiera ver una única tablilla Lineal B que fue hallada en la excavación de Kalokairinos, el primer hallazgo conocido en tiempos modernos.
El fascinante material de la colección de Kalokairinos (que fue destruido en la liberación de Creta en 1898) no hizo más que alentar las ambiciones de Schliemann: «Me gustaría concluir la obra de mi vida con una gran empresa en el campo de la geografía homérica que ya me es familiar, es decir, con la excavación del prehistórico palacio de Cnosos». En primavera de 1889 estaba de nuevo en Creta negociando la compra del yacimiento, con la esperanza de excavar «este palacio tan similar al de Tirinto». Pero al año siguiente, al no alcanzar ningún acuerdo, abandonó el proyecto y regresó a Troya. Nunca volvería a Creta y lamentaría profundamente su fracaso. En los últimos meses de su vida admitió que era en Cnosos donde «esperaba descubrir el embrión de la civilización micénica».
Durante aquellos años, Troya siguió siendo el tema central de la carrera de Schliemann como excavador. Habían transcurrido veinte años desde que puso pie en la Tróade por primera vez, y el principal misterio impulsor permanecía sin resolver. ¿Estaba en Hisarlik la Troya de Homero? Si era así, ¿en qué nivel se encontraba? ¿Dónde estaban los indicadores de contactos culturales con el mundo que él había desvelado en Micenas? ¿Dónde estaba la Era Heroica? Para analizar estas cuestiones tenemos que retroceder en el tiempo.
Enardecido por sus triunfos en Micenas, Schliemann había regresado a Troya en 1878 y 1879 para dos importantes campañas. Inspeccionó la llanura y creyó que había hecho «saltar por los aires» la antigua y moderna teoría «de que en tiempos de la guerra de Troya había un profundo golfo en la llanura troyana». En cuanto a la ciudad, una detallada inspección de los estratos permitió que Schliemann reconociera otras dos «ciudades»: una, la sexta, pensó con ciertas dudas que era un asentamiento pre-griego fundado por los lidios (era el nivel de la cerámica gris miniana como la de Orcómeno); la otra se encontraba en los niveles prehistóricos, más antiguos, factor que hizo que elevara su ciudad homérica del segundo al tercer nivel empezando desde abajo. La estratificación básica había cobrado forma y, al parecer, Schliemann consideraba terminado su trabajo en Hisarlik: «Creo que mi misión se ha cumplido y dentro de una semana dejaré de excavar en Troya para siempre», escribió el 25 de mayo de 1879. La campaña de aquel año fue coronada por el libro que, con toda justicia, se ha considerado su obra maestra, Ilios, extraordinario no solo por la descripción de sus hallazgos y su exhaustivo relato de las fuentes literarias, sino por los apéndices científicos de los amigos y colaboradores de Schliemann. Fue, de acuerdo con los parámetros de la época, un logro considerable por parte de alguien que confesaba haber empezado como aficionado. Tal como escribió Rudolf Virchow en el prefacio, «El buscador de tesoros se ha convertido en un erudito».
Con su típico ímpetu Schliemann escribió a su editor americano:
«No hay ninguna otra Troya que excavar... el presente trabajo seguirá en demanda mientras haya en el mundo admiradores de Homero; no, mientras este planeta esté habitado por la raza humana». Pero en privado sus dudas persistían. ¿Había encontrado realmente el palacio de Príamo? Si Micenas y su Troya eran contemporáneas, ¿dónde estaban los vínculos? Ahora que había excavado un cementerio real micénico en el continente y que sabía cómo era su cultura, el atraso y aislamiento cultural de su Troya todavía se le antojaban más extraños. Por consiguiente, aunque el libro proclamase su carácter definitivo —pues estas eran las exigencias de los editores y también la inclinación de Schliemann—, este no podía ocultar su inquietud y malestar. Sencillamente, los hechos no encajaban. En efecto, la única solución era que Homero había vivido en una época muy posterior a los acontecimientos y había magnificado la diminuta semilla de un suceso convirtiéndolo en una gran leyenda:
La imaginación de los bardos desempeñó un importante papel; la pequeña Ilium creció con sus cantos... ¡Ojalá pudiera demostrar que Homero fue un testigo presencial de la guerra de Troya! ¡Por desgracia, no puedo! ... Mis excavaciones han reducido la Ilium homérica a sus verdaderas proporciones.
En noviembre de 1879 escribió a su editor alemán: «Ahora la única cuestión es si Troya solamente existió en la imaginación del poeta, o en la realidad. Si se acepta esta última posibilidad, Hisarlik debe ser y será reconocida universalmente como su emplazamiento». (La cursiva es mía.) Pero, por supuesto, admitir que la notoria discrepancia entre Homero y el hecho arqueológico era producto de la fantasía poética equivalía casi a sugerir que todo aquello no era más que ficción. En los tres años posteriores a su excavación de 1878-1879 escribió:
Pensaba que había zanjado la cuestión de Troya para siempre... pero mis dudas aumentaban a medida que transcurría el tiempo... Si Troya no había sido más que un pequeño burgo fortificado, unos pocos cientos de hombres la habrían tomado en unos pocos días y todo lo relativo a la guerra de Troya no habría sido más que una ficción, o habría tenido muy poco fundamento.
En el fondo tenía la idea de que o bien Hisarlik se negaba a desvelar sus secretos, o bien él se había equivocado de lugar.
Perplejo por el misterio de no haber encontrado relación aparente entre el mundo micénico y Troya, regresó a Turquía en mayo de 1881 y se pasó quince días recorriendo y volviendo a examinar los otros emplazamientos de la Tróade a caballo y en compañía de guías locales; si buscaba otra posible ubicación para Troya no lo dijo, pero tampoco encontró ninguna. En 1882 regresó por una nueva temporada. Esta vez, como ya hemos visto, convenció a Wilhelm Dörpfeld y lo sacó del equipo de Olimpia. Su buen ojo por el detalle arquitectónico no tardó en clarificar el lío que Schliemann había dejado de sus anteriores campañas. «Lamento no haber tenido conmigo arquitectos como estos desde el principio», escribió, «pero aun así no es demasiado tarde.»
Ahora Schliemann pensaba, al volver a su anterior excavación, que Troya II, la ciudad quemada, era después de todo «perfectamente idéntica a la Troya de Homero». Dörpfeld había podido distinguir el recinto amurallado de Troya II, identificar dos de sus puertas y mostrar que había sido un palacio-residencia prehistórico fortificado con edificios del tipo megaron y formidables muros, parte de los cuales todavía hoy siguen en pie. Schliemann se valió de esto y a finales de 1882 declaró:
He demostrado que en la remota antigüedad en la llanura de Troya había una gran ciudad, destruida antaño por una terrible catástrofe... esta ciudad responde perfectamente a la descripción homérica del emplazamiento de la antigua Ilios... Mi trabajo en Troya ha terminado para siempre... Dejo ahora el juicio de cómo se llevó a cabo a los cándidos lectores y honestos estudiantes...
Habían transcurrido más de diez años desde que empezara en serio el sitio de Troya por parte de Schliemann.
No obstante, su trabajo en Troya no estaba más acabado que en anteriores ocasiones. Esta vez sus detractores le obligaron a regresar. Desde el año 1883, un capitán del ejército, Emst Botticher, había estado imprimiendo panfletos en los que aseguraba que Hisarlik no era en absoluto una ciudad, sino una necrópolis, una ciudad de los muertos, y que, aún peor, Schliemann y Dörpfeld habían engañado al público ocultando y falsificando pruebas. La acusación era ridícula (aunque interesante, ya que semejantes recriminaciones están surgiendo de nuevo), pero Schliemann consideró que tenía que exculparse excavando un nuevo sector de Hisarlik con testigos independientes. En enero de 1887 escribía a Calvert acerca de los preparativos para su última gran campaña, que se prolongó desde el otoño de 1889 hasta agosto de 1890, y fue entonces cuando, con Schliemann agotado y enfermo, se produjo el crucial descubrimiento.
Cerca del límite occidental del montículo, a unos 22 metros fuera de la gran rampa de Troya II, los excavadores descubrieron un gran edificio muy parecido al megaron (la sala real) encontrado en Tirinto. En este lugar, Brückner, el ayudante de Dörpfeld, halló la peculiar cerámica gris miniana de la misteriosa sexta ciudad que Schliemann nunca había podido identificar a ciencia cierta; pero también encontró cerámica con las inconfundibles formas y decoraciones micénicas que tan bien conocían de Micenas y Tirinto, en especial las hoy famosas jarras con asas en forma de estribo. Visto en perspectiva, este descubrimiento fue verdaderamente sensacional y marcó un hito. De hecho (para aquellos que creían que el acontecimiento había sucedido a pesar de todo) esto acabaría siendo la evidencia tan ansiosamente esperada de que Hisarlik era efectivamente Troya. Para Schliemann el descubrimiento debió de ser muy emocionante y al mismo tiempo una gran conmoción, puesto que lo forzó a reconsiderar todo lo que había pensado y publicado sobre la ciudad homérica. De hecho, puso en duda la validez de todas las conclusiones a las que había llegado sobre la cronología de las siete ciudades, y por supuesto su identificación de la Troya de Príamo. Su ciudad «lidia» era la que había estado en contacto con la Grecia micénica; la ciudad quemada de Troya II, su ciudad de Príamo, no solo era anterior, ¡era 1.000 años más antigua!
Para un hombre enfermo debió de suponer un desconcertante revés tener que asistir al desmoronamiento de toda la estructura intelectual que había construido con tanto esfuerzo, desasosiego y desembolso en «esta pestilente llanura». Pero se lo tomó con entereza y, como era de esperar, optó por seguir las excavaciones en 1891 a una escala todavía más ambiciosa con la firme decisión de descubrir la verdad. En cualquier alegato a favor de una valoración más ponderada de Schliemann, sin duda hay que reconocerle el mérito de haber continuado lidiando con los problemas de aquel complejo yacimiento durante veinte años, tratando de resolverlos mediante excavaciones, a menudo con grandes penurias físicas: después de todo, las necesidades de fama y prestigio ya habían quedado satisfechas hacía tiempo. Así pues, el de 1891 sería el intento final. Schliemann no vivió para ver cumplidos sus planes. En Navidad de 1890, mientras Dörpfeld estaba en su escritorio redactando las últimas palabras de su informe conjunto acerca de los nuevos descubrimientos, Schliemann moría miserablemente en Nápoles tras sufrir un desvanecimiento en la calle a causa de un ataque y ser trasladado, sin habla y al parecer sin un penique, al vestíbulo de un hotel de la Piazza Principe Umberto, donde, por uno de los caprichos de la historia, el novelista polaco Sienkiewicz presenció la escena que, si el propio Schliemann la hubiera contado, sin duda le habríamos acusado de haberla inventado. La Troya de Homero, y con ella la guerra de Troya, eludió a su perturbado espíritu hasta el final.
Aquella noche, trajeron a un hombre moribundo al hotel. Cuatro personas lo transportaban, la cabeza inclinada sobre el pecho, los ojos cerrados, los brazos colgando flácidos y la cara color ceniza... El gerente del hotel se me acercó y me preguntó: «Señor, ¿sabe usted quién es este hombre enfermo?». «No.» «¡Es el gran Schliemann!» ¡El pobre «gran Schliemann»! Había excavado Troya y Micenas, se había ganado la inmortalidad, y se estaba muriendo...
Cartas desde África (1901)
Dos años después de la muerte de Schliemann, en la primavera de 1893, Wilhelm Dörpfeld regresó a Troya: ahora estaba a cargo de las excavaciones, pagadas por Sophia Schliemann y por el káiser. La excavación de 1893-1894 constituye uno de los hitos de la arqueología. Basándose en la suposición de que la casa encontrada en 1890 se hallaba en el interior de una ciudad de la Edad de Bronce que estaba ubicada fuera de la ciudad de Schliemann, Dörpfeld abrió el lado sur de Hisarlik trazando una gran curva en torno a la colina, e inmediatamente se tropezó con murallas mucho más imponentes que las encontradas por Schliemann. A lo largo de aquellas dos temporadas desenterró 275 metros de murallas, a veces enterradas bajo quince metros de tierra y escombros y cubiertas por las ruinas de ciudades posteriores. En el extremo noreste se erguía una impresionante torre de vigilancia angular, que todavía sobresalía ocho metros por encima de la roca. Originalmente medía casi diez metros de altura, con una superestructura vertical de ladrillo o piedras de igual altura. Irguiéndose como la proa de un viejo buque de guerra, debió de dominar la llanura del río Dumrek Su. Revestido de bloques de piedra caliza finamente tallados, este bastión era asombrosamente similar a las construcciones clásicas posteriores, hecho que explica por qué Schliemann había demolido una muralla igual en el lado norte. La muralla de la ciudad estaba bellamente construida en secciones, cada una de las cuales terminaba con un característico contrafuerte que a su vez tenía un pronunciado talud: quizá, pensó Dörpfeld, el «talud» o «ángulo» del muro mencionado en Homero cuando Patroclo intenta escalar la pared de la muralla. Había una puerta en la parte este, protegida por un largo muro superpuesto, cerca de la cual se hallaba la base de una gran torre cuadrada construida con bloques de caliza bellamente encajados. Al sur se halló una importante puerta con otra imponente torre frente a la cual había bases de piedra, presumiblemente donde se colocaban las imágenes de los dioses; en el lado occidental, inmediatamente debajo de la casa descubierta en 1890, Dörpfeld encontró que una sección inferior del anterior circuito no había sido sustituida por los constructores de la ciudad; ni siquiera el crítico más cínico pudo culparle por señalar que Homero cuenta que una sección de la muralla es más vulnerable que el resto, «por donde es más fácil atacar la ciudad».
En el interior de la ciudad, Dörpfeld encontró los restos de cinco grandes casas nobles, cuya planta pudo ser recuperada, y otras más gravemente dañadas, de lo que dedujo que la ciudad se había construido en terrazas concéntricas con las fachadas exteriores de las casas ligeramente más anchas que las partes posteriores, como para lograr un efecto de perspectiva que se iba estrechando hacia la cima. Esta impresión quedaba reforzada por la existencia de una hermosa casa cuya fachada exterior reproducía los contrafuertes de la muralla de la ciudad. Dörpfeld pensó que indudablemente un gran arquitecto había concebido la ciudad y que su proyecto se había realizado llevando a cabo la sustitución gradual de casi todo el recinto: las últimas ampliaciones de las hermosas murallas fueron el gran bastión nororiental y las torres del sur y sureste, cuya mampostería es de la más exquisita calidad. Encontró cerámica micénica por todas partes: en su última fase, esta ciudad, la Troya VI, tuvo con toda seguridad estrechos contactos con el mundo micénico. Según Dörpfeld, dicha ciudad había existido desde aproximadamente el año 1500 hasta el 1000 a. C., bastante cerca de la fecha que tradicionalmente sitúa la guerra de Troya en el siglo XII a. C., y había terminado de forma violenta: en muchos lugares los escombros estaban amontonados, los muros derrumbados y había habido un «gran incendio». Sin duda alguna, aquella era la ciudad retratada en los poemas épicos: una ciudad «bien construida» con calles anchas, hermosas murallas y grandes puertas, tal como relata la Ilíada. Incluso el muro vulnerable y el «ángulo» encajaban. Esta, por fin, tiene que ser la Troya de la guerra de T roya.
Nuestro maestro Schliemann nunca habría imaginado, ni habría osado esperar, que las murallas de la Sagrada Ilion, a la que cantaba Homero, y las moradas de Príamo y sus compañeros, se hubiesen conservado hasta el punto en que hoy las encontramos... La larga disputa sobre la existencia de Troya y su ubicación ha tocado a su fin. Los troyanos han triunfado... Schliemann ha sido vengado... los incontables libros antiguos y modernos que se han publicado en contra de Troya carecen hoy de sentido. El aspecto de la ciudadela debió de ser conocido por los bardos de la Ilíada, aunque quizá solo los aedos de los estratos más antiguos hubiesen contemplado de verdad la ciudadela de Troya.
Troja und Ilion, 1902
El mundo académico estaba lleno de apasionados filohelénicos y amantes de Homero dispuestos a aceptar los hechos. El homerista inglés Walter Leaf escribió en Homero y la Historia:
Se ha encontrado una fortaleza que antaño se irguió en el lugar exacto en el que la ubicaba la tradición homérica, una fortaleza que había sido saqueada y casi arrasada por los enemigos... De ello se desprende la autenticidad histórica de la guerra de Troya... Por consiguiente, empezando por el hecho de que la guerra de Troya fue una guerra real librada en aquel lugar y en la forma en que la describe Homero, no debemos dudar a la hora de extraer otra conclusión: que como mínimo algunos de los héroes que según Homero desempeñaron un importante papel en aquel conflicto eran personas reales que respondían al nombre que Homero les da, y que combatieron de verdad en aquella guerra.
Por supuesto, las «pruebas» proporcionadas por la arqueología eran en realidad mucho más limitadas de lo que podría hacernos creer la declaración de fe de Leaf. Tales conclusiones no se «desprendían», ni podían hacerlo, de los descubrimientos de Dörpfeld, pero sin duda causaron sensación en aquella época. Leaf tan solo estaba manifestando la opinión general cuando declaró que aquella era la prueba largamente esperada de que Hisarlik era Troya: «El descubrimiento de la Troya micénica fue... el hito definitivo en la historia de la cuestión homérica». Efectivamente, cualquiera que fuese la verdad (había escépticos), se había producido una revolución en la historia de la Edad de Bronce egea en muy poco tiempo. La Historia de Grecia de George Grote, 1846-1856, quizá todavía la mejor obra de su género, no podía esgrimir autoridad alguna respecto a la Edad de Bronce en Grecia, la «Era Heroica»: sus mitos eran un abismo insondable e inutilizable para un historiador. No obstante, en 1884, el académico inglés Archibald Sayce pudo escribir que «apenas han transcurrido diez años desde que el velo de lo impenetrable se cernía sobre los comienzos de la historia de Grecia». Ahora, con Troya, Micenas y Orcómeno, la energía y perseverancia de Schliemann habían iniciado la recuperación del pasado perdido:
Los héroes de la Ilíada y de la Odisea se han convertido para nosotros en hombres de carne y hueso... No es de extrañar que una recuperación tan maravillosa del pasado, en el que todos habíamos dejado de creer, haya suscitado tanta polémica y provocado una revolución silenciosa en nuestras concepciones de la historia de Grecia. (La cursiva es mía.)
En lo relativo a la «polémica», y a los numerosos críticos de Schliemann, Sayce proseguía:
No es de extrañar que al principio el descubridor que tan bruscamente hizo tambalear los prejuicios establecidos de los historiadores se enfrentase a una tormenta de indignada oposición o disimulado ataque... [pero] hoy día ningún arqueólogo instruido en Grecia o Europa Occidental duda de los principales hechos establecidos por las excavaciones del Dr. Schliemann: ya nunca podremos volver a las ideas de hace diez años.
También para Walter Leaf, Schliemann había hecho época en este campo de estudio:
...y no corresponde a los hombres que hacen época ver su tarea concluida y terminada. Esta debe ser la labor de una generación por lo menos. Un hombre que puede plantear al mundo un problema completamente nuevo ha de contentarse con dejar la solución final a aquellos que le siguen.
En efecto, hoy el trabajo iniciado por Schliemann está lejos de considerarse terminado, pero sí ha surgido una imagen coherente.
Sin embargo, por más agradable que resulte otorgar a Schliemann el reconocimiento que merece transcurridos más de 100 años, cuando de nuevo se encuentra bajo un torrente de oposición por charlatán y falsificador, en 1894 la cuestión troyana no estaba zanjada, como creía Dörpfeld que lo estaba. De hecho, antes incluso de que se publicasen los hallazgos de Dörpfeld en Hisarlik, estos se vieron superados por sensacionales descubrimientos en el yacimiento que Schliemann había codiciado durante tanto tiempo: Cnosos.