EL DESCUBRIMIENTO DE LOS HITITAS
En el verano de 1834 un joven francés cabalgaba hacia el norte atravesando la majestuosa meseta que se extiende entre Sungurlu y Yozgat en el centro de Turquía. Esta zona todavía sigue siendo un paraje yermo y agreste con largos surcos de arenisca erosionada, excavados por corrientes de agua, y unos pocos árboles. Charles Texier buscaba restos antiguos en la Anatolia central, y en especial la antigua ciudad de Tavium, donde los celtas invasores se habían asentado en época romana. Lo que en realidad encontró le llevaría a algo mucho más importante para la historia.
En el pueblo de Boghaz Kóy se enteró de que había ruinas en los alrededores, y se dirigió hacia el sur por un sendero de tierra hacia una depresión de accidentadas colinas que se yerguen por encima de la aldea. Allí, para su sorpresa, encontró los cimientos de un vasto edificio. Caminando llegó a las murallas, y cruzándolas encontró una serie de riscos coronados por pequeñas fortalezas, no muy distintas de la arquitectura ciclópea conocida por los especialistas en Grecia. En la cima de la colina, a kilómetro y medio de distancia de las primeras ruinas que había encontrado, el risco estaba rematado por un inmenso recinto amurallado del que casi un kilómetro y medio todavía estaba en pie. En una puerta había una figura de un hombre (¿un rey o un dios?) de tamaño superior al natural tallada en relieve, provista de casco y blandiendo un hacha, con una espada corta colgada de su cinturón. En el otro extremo de este gran tramo de muralla, Texier encontró una segunda puerta flanqueada por dos enormes leones de piedra. Los dibujó. A continuación, un guía local lo condujo por el barranco en dirección norte a un segundo yacimiento camuflado en la grieta de un afloramiento rocoso en los peñascos de Yazilikaya; aquí, todavía más atónito, Texier pudo contemplar procesiones de dioses esculpidas que eran similares a la figura de la puerta de la ciudad, y en un santuario interior protegido por demonios alados había un conjunto de doce figuras talladas distinguidas por extraños jeroglíficos de una lengua desconocida. Texier midió con sus pasos las murallas de la ciudad, que calculó entre tres y cinco kilómetros, tan grandes como la Atenas clásica en su apogeo. En su arrebato inicial pensó que había encontrado su perdida Tavium, pero, como él mismo dice, «Más tarde me vi obligado a abandonar esta idea... ningún edificio de la era romana encajaba con todo aquello; la grandeza y la peculiar naturaleza de las ruinas me asombró extraordinariamente». Boghaz Kóy sorprendió también al inglés William Hamilton, que visitó el yacimiento poco después de Texier (Hamilton había estado con Lord Elgin en Atenas y en Micenas treinta años antes); vio un segundo yacimiento unos pocos kilómetros al norte, cerca de Alacha Hüyük, donde una puerta con una esfinge todavía sobresalía de la tierra frente a un montículo. Hamilton publicó sus observaciones en 1842, y Texier hizo públicas las suyas entre 1839 y 1849, pero nada surgió de estos importantes hallazgos hasta la década de 1870, época en que las excavaciones de Heinrich Schliemann en Grecia y Troya abrieron nuevas posibilidades para la ciencia arqueológica. En 1878-1881, unas excavaciones británicas en Karkemish, junto al Eufrates, perforaron el montículo de un inmenso palacio de la Edad de Bronce Tardía y sacaron a la luz enormes murallas de adobes, un montón de esculturas e inscripciones jeroglíficas muy similares al material encontrado en Boghaz Kóy. Varios cientos de kilómetros al oeste, cerca de la costa egea, en Karabel Pass, un paso montañoso cerca de Esmirna, apareció un misterioso relieve de un rey desconocido que parecía, una vez más, estar relacionado con los otros hallazgos. El hombre que vinculó estos descubrimientos fue el corresponsal de Schliemann, A. H. Sayce, profesor de asiriología en Oxford. En su libro Reminiscencias, publicado en 1923, escribió:
Me asaltó una repentina inspiración... que en Boghaz Keui, en Karabel, en Ivriz y en Karkemish no solo había el mismo arte, sino que las figuras de Boghaz Keui iban acompañadas de jeroglíficos similares a los de Ivriz. Era evidente que en época pre-helénica debió de existir en Asia Menor un poderoso imperio que se extendía desde el Egeo hasta el Halys y hacia el sur en Siria, hasta Karkemish y Hamatt, y que tenía su propia cultura artística especial y su propia escritura especial. Y así la historia del imperio hitita fue presentada al mundo...
Sayce a continuación procedió a elaborar su teoría con otra brillante sugerencia. Desde hacía más de medio siglo, los académicos conocían el relato egipcio (conservado en los muros del templo de Karnak, Luxor y Abidos) de una gran batalla en Kadesh, en el valle del río Orontes en Siria. En dicha batalla, que hoy sabemos que se libró en 1275 o 1274 a. C., el faraón egipcio Ramsés II se enfrentó al «Gran Rey de Hatti», que «había reunido para sí todas las tierras hasta los confines del mar» incluyendo «dieciséis naciones» y 2.500 carros. Sayce propuso que el rey de Hatti no era otro que el emperador de su imperio hitita, un imperio lo bastante poderoso como para frenar al mismísimo gran faraón guerrero y negociar el famoso tratado inscrito en los muros del templo de Karnak. Esta teoría quedó confirmada de manera contundente en 1887 con el hallazgo de varios centenares de tablillas cuneiformes procedentes de los archivos diplomáticos del palacio egipcio de Tell el-Amarna. Aquí, numerosas cartas de pequeños reyes de Siria y Palestina mostraban la realidad de la presencia hitita en aquellos lugares un siglo antes de la batalla de Kadesh; se encontró también una carta de uno de los «Grandes Reyes de Hatti», del propio Suppiluliuma I.
Con esta información era inevitable que Boghaz Kóy se convirtiera en el centro de la búsqueda de la capital de este propuesto imperio hitita. En 1881 Sayce presionó a Schliemann para excavar allí, y al año siguiente Cari Humann trazó un plano de la ciudad y sacó moldes de relieves de la capilla de Yazilikaya. En 1893, Ernest Chantre excavó pozos de prueba en el yacimiento y aparecieron las primeras tablillas cuneiformes. Se había preparado así el escenario para una gran excavación, que se llevó a cabo entre 1906 y 1908 bajo el alemán Hugo Winckler. Los resultados superaron todas las expectativas. A pesar de que la excavación se realizó de manera lamentable en cuanto a la documentación de datos arqueológicos, dio con la sala de archivos de la ciudadela real. Se descubrió un total de 10.000 tablillas, la mayoría en hitita, pero también había muchas en acadio, la lengua internacional de la diplomacia, junto con otras —principalmente textos literarios—, en las antiguas lenguas hurrita y sumeria. Se encontraron ocho lenguas en las tablillas, hecho que atestigua el carácter multinacional del imperio gobernado desde Boghaz Kóy, que ahora evidentemente se erigía como la «capital» de dicho imperio.
No obstante, el hallazgo más increíble se produjo en una fase temprana de la excavación.
...una tablilla maravillosamente conservada que al momento se reveló prometedora. Una sola mirada, y todos los logros de mi vida quedaron diluidos en la insignificancia. Aquí estaba, algo que en broma podría denominar un «regalo de las hadas». Aquí estaba: Ramsés escribiendo a Hattusili sobre su tratado conjunto... la confirmación de que el famoso tratado del que conocíamos la versión inscrita en los muros del templo de Karnak también podía esclarecerse desde el otro lado. Ramsés estaba identificado por sus títulos reales y su pedigrí exactamente igual que en el texto del tratado de los muros de Karnak; Hattusili está descrito de la misma manera. El contenido es idéntico, palabra por palabra, con fragmentos de la versión egipcia [y] está escrito en hermosa escritura cuneiforme y excelente babilonio... Como había ocurrido con la historia del pueblo de Hatti, el nombre de este lugar había caído en el más completo olvido. Pero el pueblo de Hatti sin duda desempeñó un importante papel en la evolución del antiguo mundo occidental, y aunque el nombre de esta ciudad y el nombre del pueblo hayan estado perdidos por completo durante tanto tiempo, su redescubrimiento abre ahora posibilidades que ni siquiera podemos imaginar.
Las expectativas de Winckler resultaron ser acertadas. La lengua hitita se descifró durante la Primera Guerra Mundial y después, revelando en las tablillas de Boghaz Kóy material de extraordinario interés, que en gran parte mostraba aspectos amables de la vida y pensamiento de este pueblo. Había textos literarios, legales y religiosos, notas administrativas que nos dicen mucho sobre la realeza hitita, y un descubrimiento verdaderamente fascinante: la revelación del trascendental papel de los hititas a la hora de escribir la historia. Pero los hallazgos que suscitaron mayor interés fueron las tablillas diplomáticas del sistema de archivos del Departamento de Asuntos Exteriores hitita, porque mostraban el funcionamiento del «imperio» en detalle. Todavía hay que entender todas las implicaciones de esta ingente cantidad de material: por ejemplo, aún no ha sido posible llegar a un acuerdo sobre la geografía del imperio, ni sobre la ubicación de los casi veinte estados principales que lo componían, por no mencionar a los cuarenta o cincuenta «territorios» menores. No obstante, han arrojado luz sobre todos los aspectos de la vida de los hititas, como, por ejemplo, el relativamente alto estatus que se concedía a las mujeres en aquella sociedad.
Era inevitable que los eruditos buscasen a los griegos en los documentos hititas. Había relatos detallados de las relaciones con los estados occidentales de Anatolia: Arzawa, Mira, Hapalla y Wilusa, que podemos situar en el mapa de forma aproximada. Esos estados se hallaban en su apogeo bajo los hititas en los siglos XIV y XIII a. C., precisamente la misma época en que, como ya hemos visto, los griegos se expandían por el Egeo y establecían asentamientos en la Anatolia occidental. Puesto que los griegos comerciaban por el Mediterráneo oriental, en Egipto, Siria y Palestina, es posible que los hititas los conocieran. Por lo tanto, parecía razonable esperar alguna mención de los griegos en los archivos de Boghaz Kóy. Sin embargo, cuando se anunció el hallazgo, la reacción fue espectacular. En 1924, el hititólogo suizo Emil Forrer informó de que en un misterioso país llamado Ahhiyawa había encontrado la tierra de los griegos: «el país de los aqueos»; que la propia Troya e incluso Paris estaban allí: «Alejandro de Ilios». Y con el hermano del rey griego Eteocles estaban causando problemas a los hititas en Mileto. Aquellos, declaró Forrer, eran parte de los doscientos años de relaciones diplomáticas entre los hititas y una potencia griega continental aquea catalogados en el archivo hitita. Estas seductoras identificaciones fueron altivamente desechadas por Ferdinand Sommer en 1932 en Die Ahhijava Urkunden (Los documentos de Ahhiyawa), una de las grandes obras de la filología egea y de Oriente Próximo. No obstante, a pesar de que las observaciones de Sommer sin duda fueron harto agudas, la polémica todavía no se ha zanjado; al contrario, sigue tan furiosa y vehemente como siempre. En este capítulo sostendré que los griegos sí aparecen en las tablillas, y que Troya, e incluso la guerra de Troya, también.
Lo argumentaré basándome no solamente en el contenido interno de las propias tablillas y lo que nos dicen sobre el reino de Ahhiyawa (que hay que ubicar en algún sitio), sino teniendo en cuenta el amplio contexto de la diplomacia internacional de los mundos del Oriente Próximo, de Anatolia y del Egeo en tiempos de la guerra de Troya. Se ha esgrimido que no hay ninguna razón por la que los griegos y los hititas hubieran de tener contactos, o ni siquiera saber quiénes eran unos y otros; pero, como veremos, ahora los testimonios apoyan sólidamente la idea de que los hititas trataban con un «Gran Rey» de la Grecia micénica.