Prólogo
Durante un período largo Ilium fue para el mundo pagano lo que Jerusalén es hoy para los cristianos, una ciudad «sagrada» que atraía a los peregrinos por la fama de sus guerras y sus infortunios, y por la sombra de la antigua santidad que reposa en ella. Sin abusar del lenguaje, podemos decir que hace tres mil años una voz hablando desde esta colina envió sus palabras a todo el mundo antiguo, y sus ecos todavía reverberan sobre el mundo moderno.
CHARLES MACLAREN, The Plain of Troy Described (1863)
El ferry procedente de Galípoli, que atraviesa las «rápidas aguas del Helesponto», remonta la corriente para llegar a la orilla opuesta en Çanakkale describiendo un gran arco, tan fuerte es la corriente que fluye por los Dardanelos. Olas de color turquesa de un brillo anormal se estrellan contra nuestros costados, mientras el incesante viento convierte en espuma las salpicaduras. Aquí, en la parte más estrecha, por donde Lord Byron cruzó a nado y donde Jerjes construyó su puente de naves, el canal tiene un kilómetro y medio de ancho. A nuestras espaldas se extiende la península de Galípoli, y con ella emergen los recuerdos de una guerra más reciente. Enfrente se divisa la orilla asiática, los alminares de Çanakkale. Este ha sido un punto por el que han cruzado ejércitos y comerciantes, y por el que se han producido migraciones de pueblos desde antes de la historia. Y es el camino hacia Troya.
¡El camino hacia Troya! ¿Acaso hay otros nombres capaces de evocar semejantes sentimientos en tantos habitantes del mundo? De todos los relatos narrados por la humanidad y registrados a lo largo de la historia, ¿acaso hay un lugar más famoso?
Desde las calles empedradas de Çanakkale una carretera moderna asfaltada conduce hacia el sur a lo largo de la franja costera, pasado el emplazamiento del antiguo Dárdanos, hoy día una simple cresta amorfa que se alza por encima del mar, repleta de cascotes. En la parte derecha, los pinares descienden hasta la orilla; a la izquierda se extiende una cadena de colinas poco elevadas. Pueden observarse barcos que suben hacia el mar Negro o bajan hacia el Mediterráneo: un carguero griego, un crucero ruso y pequeños barcos pesqueros que acuden a la captura de la caballa y del atún igual que hacían en la Edad de Bronce. Después de unos 16 kilómetros aproximadamente, la carretera abandona la costa y desciende desde Erenköy (Intepe) hacia una llanura fértil salpicada por campos de algodón, girasoles, robles y trigo; el ganado pace tranquilamente y los álamos blancos y los sauces se alinean a orillas de los ríos y canales de riego. Aquí incluso pueden verse camellos cargados de tabaco y vasijas de almacenaje de aspecto antiguo, atadas con cuerdas a sus alforjas de alegres colores. Es el valle del Dumrek Su, el antiguo río Simois. Justo delante, en ángulo recto con la carretera, se extiende una larga sierra cubierta de bosques, a unos treinta metros por encima de la llanura: la carretera asciende la empinada ladera, y en la cima hay un cartel que indica hacia la derecha: «Truva», Troya.
Torcemos por una estrecha carretera local y continuamos a lo largo de la cadena montañosa hacia el oeste, hacia el mar. Si giramos a la izquierda tras la encrucijada, pasamos por el pueblo de Çiplak: caminos fangosos, casas anatólicas con colgaduras y con entramados de madera, cuyo enlucido se desgaja dejando a la vista el adobe; por la carretera un muchacho conduce las vacas hacia el establo blandiendo una vara; una manada de gansos. Aquí es donde Heinrich Schliemann vivió al principio, cuando empezó a excavar el yacimiento en 1870. En aquel entonces era un pueblo de turcos «feroces», fundado probablemente en el siglo XV o XVI cuando por fin se extinguió la vida en el cercano enclave de Ilium Novum. En 1816 los viajeros recordaban que el pueblo se había construido a partir de las ruinas de la ciudad, y de hecho Schliemann dice que en 1873 se construyó la nueva mezquita y su alminar con las piedras procedentes de sus excavaciones. Continuamos hacia delante y pasamos por el pueblo de Tevfikiye con sus tiendas de souvenires y su espuria «Casa de Schliemann»: este lugar fue totalmente construido con los escombros de la excavación de Schliemann. Al oeste de Tevfikiye, los campos sembrados están repletos de piedras, cascotes y fragmentos de mármol veteado rojo y blanco. Esta meseta es el emplazamiento de la ciudad clásica de Ilium Novum, «Nueva Troya», que existió desde el año 700 a. C. hasta el 500 d. C. Durante el mundo antiguo se pensó que este lugar estaba ubicado sobre el enclave de la ciudad saqueada en la guerra de Troya. El viento sopla con fuerza sacudiendo los robles que crecen en torno al yacimiento, levantando el polvo. A través de los árboles se divisa un impresionante caballo de madera, instalado para que los grupos de turistas puedan posar y obtener una instantánea delante de «la feroz bestia de Argos» de cuyo vientre saltaron los héroes griegos para «saciar su sed de sangre de príncipes». ¡Y qué viento! Frío e implacable. (¿Acaso no dijo Homero que Troya era sobre todo «muy ventosa»?)
Caminemos por el claro de pinos en torno al museo del yacimiento, a través de un pequeño y cuidado jardín en el que se alinean urnas, tambores de columnas estriadas y bases de estatuas inscritas con las hermosas mayúsculas del griego clásico: frases rotas que hablan del sentido de unicidad que aunaba al mundo clásico: «Meleagro saluda al Consejo y al pueblo de Ilion... movido por su veneración por el templo y por su sentimiento de amistad por vuestra ciudad...». (La definición de civilización: «vida en una ciudad»; «Pregúntame por una verdadera imagen de la existencia humana», escribió el romano Séneca, «y te mostraré el saqueo de una gran ciudad».)
Más allá de los árboles se llega al propio yacimiento, una colina denominada Hisarlik. Lino se percata al instante de que está en el borde de la meseta. Hacia el norte y hacia el oeste, la tierra desciende de forma bastante pronunciada hacia el verde intenso de la llanura, así que la ciudad se levantaba en un lugar prominente, si no «escarpado», como lo describe Homero, por lo menos elevado sobre la llanura. Hacia el suroeste, más allá del monte Sigeo, que señala la costa, se divisa la característica joroba de la pequeña isla de Ténedos, donde según Homero los griegos tuvieron una base durante los diez años del asedio. En el horizonte noroeste, si el tiempo es bueno y el cielo está despejado (a menudo no lo está), puede verse el mar Egeo y, todavía más allá, lo que parece un largo promontorio. Se trata de la isla de Imbros, y escudriñando por encima de ella (si la luz es excepcionalmente buena) surge una visión gloriosa: el gran monte Fengari, en la isla de Samotracia, a unos ochenta kilómetros de distancia. Fue desde el Fengari, «la cima boscosa de Samos de Tracia», dice Homero, desde donde el dios Poseidón contempló la guerra de Troya; este espléndido espectáculo, escribió el viajero inglés Edward Clarke en 1810, ... frustraría cualquier intento de descripción, pues se erguía con prodigiosa grandeza; y mientras su etérea cima relucía con indescriptible fulgor en el cielo sin nubes, parecía, a pesar de su remota situación, como si su inmensidad pudiera aplastar toda Troya si un terremoto la arrancase de su base.
A nuestros pies se halla lo que hoy llamamos Troya. Si uno espera algo grandioso, algo que recuerde las «torres sin coronar de Ilion», un castillo medieval quizá, o las murallas ciclópeas de Grecia, quedará decepcionado. El lugar es diminuto, de 183 metros por 137: el tamaño, digamos, del cementerio de San Pablo o del vestíbulo de la estación de Euston en Londres. Ante nosotros se extiende un tramo de muralla cuidadosamente construida, tras ella un descuidado laberinto de ruinas superpuestas de diferentes épocas, un revoltijo de surcos y zanjas repletas de arbustos y escombros.
Lo primero que llama la atención es que hay varios niveles de ruinas y que no existe una única Troya, por así decirlo. A todo ello se le añade la dificultad de distinguir las características de las diferentes fases de Troya y de ver dónde encajan los restos que han sobrevivido; no hay un cuadro coherente. Para empezar, gran parte del yacimiento está destruido: los constructores del período clásico nivelaron la colina para erigir un nuevo centro urbano y arrasaron una parte considerable del interior de las ciudades anteriores. La arqueología se ha encargado del resto; por necesidad, la arqueología destruye aquello mismo que examina, pues para descubrir los hechos ha de extraer las pruebas sacándolas del suelo. Así pues, mientras el visitante pasea hoy por el yacimiento, solamente unos pocos pináculos escarpados dan idea de la altura original de la colina antes de que los excavadores la atacasen a partir de 1870. Dichos excavadores fueron: los alemanes Heinrich Schliemann en seis importantes campañas, entre la mencionada fecha y 1890, y Wilhelm Dörpfeld, en 1893 y 1894, y el estadounidense Cari Blegen entre 1932 y 1938. Ahora tan solo quedan estos pináculos y una pequeña zona intacta en el lado sur para que futuras generaciones puedan examinar el trabajo de los primeros investigadores.
Así pues, por lo menos de la ciudadela es poco probable que surjan nuevas evidencias de la mayor historia detectivesca en el mundo de la arqueología. Gran parte de lo que se había conservado hasta nuestra época fue destruida por Schliemann, antes de que evolucionasen las técnicas que utilizamos actualmente y que nos permiten distinguir las complejidades de niveles y datar los estilos de cerámica con precisión.
Por consiguiente, nuestro retrato de Troya depende hoy de lo que Schliemann, Dörpfeld y Blegen hicieron y de cómo lo interpretaron. Los resultados de su trabajo pueden verse por todo el yacimiento con unas señales pintadas de amarillo que numeran Troya I a IX, designando las nueve fases principales del período de vida de la ciudad desde antes del año 3000 a. C. hasta el final del Imperio romano, pues la colina es un montículo estratificado, como los «tells» que tanto abundan en Próximo Oriente, pero que constituyen una rareza en Occidente. Este yacimiento es tan importante que, aunque el relato de Troya nunca hubiera existido, seguiría siendo uno de los emplazamientos clave del Mediterráneo por lo que nos cuenta de la continuidad y desarrollo de la civilización humana en el Egeo y en Asia Menor.
Lo primero que hay que recordar es que Troya (si alguna vez se llamó así antes de que la leyenda le pusiera este nombre) fue solo una ciudadela real, el hogar de unas cuantas docenas de familias y sus sirvientes; era una ciudad de la realeza ubicada en una pequeña colina y que albergaba a unos pocos centenares de personas, con quizá una población de unos mil habitantes que vivían en los alrededores. En su apogeo, esta pequeña colina fue el equivalente a un palacio amurallado. Más tarde se convertiría en la acrópolis de la ciudad clásica de Ilium Novum, situada en un extremo de una pequeña ciudad provincial del Imperio romano. Esta nunca tuvo gran notoriedad, ni fue una ciudad próspera; su teatro fue construido para acomodar solamente a seis mil espectadores, y su población puede ser calculada con precisión por una inscripción (¿siglo III o II a. C.?) que afirma que tres mil personas habían de ser alimentadas en una de las fiestas públicas de la ciudad. Esto por lo menos nos da una idea de la escala de la verdadera ciudad que existió en este enclave.
Los números Troya I-IX están repartidos en 47 subdivisiones. Estas fases de poblamiento humano una encima de la otra se formaron por la constante reedificación que todavía se practica en Anatolia (de hecho la llegada de mobiliario moderno ha sido tan destructiva que cada dos años se colocan ahora suelos de tierra compactada), por la destrucción humana (el destino habitual de las ciudades del antiguo mundo mediterráneo), por un terremoto o por simple abandono. Los supervivientes o los sucesores limpiaban y volvían a construir encima, nivelando los escombros, cubriendo los desechos, los huesos de animales y los restos de comida, las cenizas o lo que fuese con una nueva capa de tierra, construyendo nuevos muros de adobe y empezando de nuevo. De esta manera, la colina de Hisarlik se extendió y creció, acumulando 15 metros de escombros en algunos lugares de la ladera de la colina. En comparación, Londres, en sus 1.900 años aproximadamente, ha acumulado 6 metros de estratos, en los que los arqueólogos modernos han podido distinguir no solo su desarrollo histórico general sino también los grandes acontecimientos que la han marcado: por ejemplo, el saqueo de Londres del año 61 d. C. durante la revuelta de Boudica, los grandes incendios de 764, 1077 y 1666 o el bombardeo de 1940.
Un montículo como el de Troya constituye, pues, un paradigma de la historia humana: final y comienzo de nuevas razas y civilizaciones, testigo de destrucciones y reconstrucciones, testimonio de la enorme capacidad de resistencia de la humanidad. Esto es «civilización» no en términos de La última cena o El arte de la fuga, sino en términos de adobe, de alfileres de hueso, de vasijas hechas a mano: la lenta y prolongada ascensión (si es que existe que algo así) del Hombre.
Hoy día, el visitante puede caminar en un nivel por encima de la gran muralla de la ciudad contemporánea de la Era Micénica en Grecia, ciudad que fue excavada por Dörpfeld en 1893-1894 y cuyo violento fin consideró que había sido la muerte de la Troya de Homero. Entrecruzándose con ella aparecen muros y un teatro de la Ilium romana (Troya IX), la ciudad que conocieron los apóstoles. Subiendo por la calle que parte de la puerta principal, el caminante pasa sobre los cimientos de las chozas de Troya VIIa, donde todavía pueden verse las señales del fuego que las arrasó y que Blegen pensó que indicaban el saqueo de la Troya de Homero. Desde lo alto de la calle se puede caminar sobre las murallas de Troya II (2500 a. C.) y pararse en la rampa donde en 1873 encontró Schliemann su polémico tesoro, las «Joyas de Helena», bajo un amasijo de escombros del incendio: el fuego que él identificó con el saqueo de Troya. Así pues, en solo dos o tres minutos de recorrido hemos pasado desde la época de los reyes de Micenas a la época de Jesús, a la de Alejandro Magno... y a la época en que se construyó la Gran Pirámide: diferentes Troyas, diferentes asedios.
De pie en la tremenda trinchera que abrió Schliemann en la parte norte del montículo, escarpado y desolado, con fragmentos de murallas destrozadas colgando de lo que queda de la colina, es difícil que el visitante pueda revivir el relato épico en su mente. ¿Fue realmente este el lugar al que cantaba el poeta en la Antigüedad? Si es así, ha sido «removido por la azada de Zeus», como dice Esquilo en su Agamenón, consumida por un «torbellino de perdición», una ciudad «reducida a polvo».
Y, sin embargo, Troya es un lugar cuya memoria sobrevivirá más allá del último vestigio de su existencia física. En una lectura no romántica de las pruebas, no fue más que una pequeña ciudad del Mediterráneo, una entre la multitud de poblaciones de la sociedad humana que vivió y murió entre la Edad de Piedra y los tiempos modernos: una ciudad, sí, pero una que se ha convertido en la representación de todas las ciudades. En la cultura occidental, en las lenguas y el recuerdo de lo que denominamos razas indoeuropeas, es quizá la más famosa de las ciudades, y todo a causa de una historia: la historia de su asedio y destrucción, la muerte de sus héroes, entre ellos Héctor, a manos de Agamenón, Aquiles y los griegos aqueos; y todo por Helena, «el rostro por el cual zarparon mil naves». El relato está en la base de la cultura occidental. Desde Homero hasta Virgilio, Chaucer y Shakespeare, Berlioz, Yeats y otros muchos, se ha convertido en una metáfora. Los caballos de Troya, los talones de Aquiles y las Odiseas se han convertido en figuras retóricas en muchas lenguas; en inglés todavía «trabajar como un troyano» es digno de alabanza. Desde Jerjes hasta Alejandro Magno o el turco Mehmet, ese relato ha sido un ejemplo político y racial, la raíz, como creía Heródoto, de «la enemistad entre Europa y Asia». Es una historia tan universal que fue utilizada por los dramaturgos franceses para evitar la censura mientras transmitían su mensaje en el París ocupado por los nazis. Asimismo, en su exilio de 1942, el novelista austríaco Hermann Broch afirmaría que «la fantasía de los nazis era convertirse en los nuevos aqueos que destruían una vieja civilización», comparando a Hitler con Aquiles. Inevitablemente, la universalidad del tema ha acaparado la atención de los productores de películas épicas de Hollywood, en cintas como Ulises y Helena de Troya. Por otra parte, ha sido también cómicamente satirizada en televisión en el «no intervencionismo» de Star Trek (donde el capitán Kirk, muy a su pesar, abandonaba a los troyanos a su suerte) y en el «intervencionismo» del Doctor Who (¡donde el buen doctor, que no tenía tales escrúpulos, era quien daba a los griegos la idea de construir el caballo de madera!).
Así pues: «La escena tiene lugar en Troya», como dijo Shakespeare. La perdurable fascinación de este tema, el relato de Aquiles, Héctor, Helena y los demás, ha conducido a oleadas de peregrinos a la Tróade, la región de Troya, a lo largo de tres milenios: desde Alejandro Magno hasta Lord Byron han visitado y admirado, embelesados, el enclave de las grandes hazañas de los héroes. Pero ¿ocurrió de verdad la guerra de Troya? Si es así, ¿dónde estaba Troya? ¿Estaba realmente en el yacimiento que hoy denominamos Troya? ¿Quiénes fueron los aqueos y los troyanos de Homero, y por qué lucharon entre sí? ¿Existió Helena de Troya? ¿Y hubo de verdad un gran caballo de madera? Y también ¿por qué se ha buscado el yacimiento tan asiduamente durante tanto tiempo? ¿Por qué esa obsesión con esta historia? ¿Y por qué Schliemann, Dörpfeld y los demás llegaron a las conclusiones que llegaron? (La búsqueda de Troya está inextricablemente ligada al desarrollo de la propia arqueología.) Este libro lleva acertadamente el título de «busca», pues lo empecé sin respuestas a ninguna de estas preguntas; en todo caso, pensaba que toda esta historia era un mito y no un tema para una investigación histórica seria. No obstante, estaba convencido de que valía la pena emprender esta búsqueda y de que, aunque el camino fuera largo, como Constantino Cavafis en su poema «Ítaca», también estaría «lleno de aventuras, lleno de sabiduría». Espero que algo de la emoción de ambas embargue al lector.