El imperio de Agamenón
...Se alzó Agamenón soberano
de su asiento, y el cetro que Hefesto labró ahora empuñaba.
Lo labró Hefesto para el Cronión, para Zeus soberano,
y Zeus luego se lo regaló al mensajero Argifonte,
y Hermes lo regaló al domador de caballos, a Pélope,
regalóselo Pélope a Atreo, el pastor de los hombres,
cuando Atreo murió lo legó a Tiestes, rico en ganado,
y a su vez Tiestes lo regaló a Agamenón soberano
para que en muchas islas reinara y en toda la Argólida.
HOMERO, II, 101-108
[traslación en verso de Fernando Gutiérrez]
En la versión de Homero del relato de Troya, a pesar de los anacronismos, hay un hecho básico que es evidente y encaja en su retrato de Grecia: que Agamenón de Micenas era el rey más poderoso de Grecia y que ejercía una especie de ligero señorío sobre los demás reyes independientes de la Grecia continental, de Creta y de algunas islas. Entonces, para Homero, la Grecia continental y las islas son un solo inundo, en el que es perfectamente factible que los gobernantes locales reconozcan el liderazgo de un «alto rey», por lo menos en tiempos de guerra. Si hemos de aceptar el relato de Homero, esta situación resulta fundamental. Deberíamos señalar desde el principio que dichos señoríos son un rasgo común de este tipo de sociedad en muchas épocas históricas, por ejemplo en la Edad Media europea, y se encuentran con frecuencia en la realeza de la Edad de Bronce en el Oriente Próximo; por lo tanto, el retrato que Homero ofrece de Grecia no es en absoluto imposible ni inverosímil. Pero ¿es correcto? ¿Es verdaderamente concebible que una coalición griega aquea bajo el mando de un soberano micénico atacase el noroeste de Asia Menor y saquease allí una ciudad? En los cuatro capítulos anteriores he tratado de dibujar el trasfondo, y las hipótesis, de la búsqueda de Troya y de la guerra de Troya. Ha llegado el momento de empezar a construir una interpretación.
En primer lugar, quiero hacer una observación general sobre los pioneros esfuerzos de Schliemann, Tsountas, Evans, Wace, Blegen y los demás. La arqueología ha sido capaz de demostrar que la era más próspera y populosa de los estados de la Grecia continental, el período «palacial» o «imperio» en el que la expansión micénica por el Egeo estaba en todo su apogeo, fueron los siglos XIV y comienzos del XIII a. C., o sea, el período que conduce a la época en que la antigua tradición ubicó unánimemente la aventura «imperial» de la expedición a Troya. Las primeras grandes construcciones de murallas ciclópeas de Micenas, Tirinto y Gla no son anteriores al siglo XIV a. C.; el logro final realmente imponente, es decir, las murallas, las puertas y las inmensas tumbas de tipo tholos de Micenas y Orcómeno, son de mediados del siglo XIII. La época y el alcance de los logros son correctos.
Micenas fue, sin duda, la mayor fortaleza palaciega de Grecia. Tirinto probablemente dependía de ella, aunque recientes hallazgos de tablillas en lineal B parecen indicar una cierta independencia. Pilos, Yolcos, Tebas y Orcómeno eran también, sin duda alguna, importantes «capitales» regionales con palacios ricamente decorados. Laconia (Esparta) todavía no ha revelado el yacimiento palaciego que Schliemann buscaba, pero se conocen otros dos posibles centros de relevancia: Vafio y el Menelaion, este último de gran extensión, ocupado de nuevo a mediados del siglo XIII. También en Esparta, el otro gran palacio homérico continental, es posible que tengamos un importante centro dinástico que coincida con el de la epopeya; posiblemente tengamos incluso la reocupación de un viejo emplazamiento real laconio por parte de un recién llegado rey extranjero, el atrida Menelao, de quien la leyenda dice que se casó con una mujer de la familia real espartana y se convirtió en rey en aquella época. El otro yacimiento clave en Laconia es el centro de culto (¿y palacio?) de Amidas, también mencionado por Homero (el lugar donde París conoce a Helena): aquí recientes investigaciones indican que hubo una cierta continuidad de culto hasta época clásica. Todos estos lugares estaban íntimamente relacionados en cuanto a cultura, a juzgar por los restos arqueológicos. Micenas, Pilos y el Menelaion no se distinguen en lo relativo a su cerámica; los frescos de Micenas, Tirinto y Pilos hablan de la misma noble civilización regia, de las mismas tradiciones y los mismos gustos; los archivos de tablillas en lineal B conocidos también en Tebas y Tirinto muestran que los principales reinos compartían la misma organización y metodología burocrática; sus ornamentaciones de piedra y estuco son tan similares en cuanto a diseño y ejecución que muchos (entre ellos Arthur Evans) piensan que es posible que los mismos pintores y escultores viajaran de un reino a otro (tal como Homero afirma en la Odisea, aunque lo mismo ocurría en su tiempo). Las grandes tumbas de tipo tholos en Oreómeno y Micenas son tan afines en medidas y técnica que se han atribuido a un mismo arquitecto. Este rápido análisis impresionista muestra que hay un poderoso argumento a favor de la homogeneidad de la cultura micénica, y, más de cien años después de la excavación de Schliemann en Tirinto, solo puedo hacer hincapié en cuán acertada era la intuición de aquel extraordinario «aficionado»: aquel era, en efecto, un único mundo, compartía una cultura común y (ahora lo sabemos) una lengua común. Por consiguiente, parece totalmente justificado imaginar que los gobernantes de dicho mundo tenían un sentido de su «esencia griega» y una palabra común para describirse a sí mismos, quizá algo parecido al achaiwoi, «aqueos», de Homero.