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Frates, agnoscamus peccata nostra, ut apti simus ad sacra mysteria celebranda.

En el silencio que siguió a la fòrmula del acto penitencial, todas las cabezas de la iglesia de Santa María de Loreto, frente a la Columna Trajana, se inclinaron en busca de sus pecados. Excepto dos: la de Oreste Scialoja y la de Corrado Archibugi.

De hecho el delegado estiraba su voluminosa cabeza, para intentar ver mejor a los dos prometidos, tres filas por delante (una idea de su esposa, porque él enseguida había ocupado dos sitios a su lado colocando su abrigo sobre el banco, nada más llegar). La cabeza de Corrado estaba apoyada sobre el hombro de Lucrezia, que le rodeaba los hombros con el brazo.

—¡Anda que ésta! —susurró.

—¿Qué pasa? —dijo Cleofe.

—Corrado. Y tu hija.

—¿Y bien?

—¡Míralos! ¡En la iglesia!

Un rumor convencido y compacto se elevó hacia la bóveda.

Confiteor Deo omnipotenti, et vobis, fratres

—Perdone. Permiso…

Scialoja se dirigió, decidido, hacia la nave central, metiendo la barriga para poder pasar entre sus vecinos de banco. Cleofe le lanzó una mirada preocupada: después se encogió de hombros y siguió con la oración.

—… cogitatione, verbo, opere et omissione

Scialoja se llevó las manos al pecho mientras recorría el pasillo central a paso de carga, bajo la mirada disimulada de los parroquianos. Rebasó a los novios sin mirarlos siquiera, giró hacia una imagen de la Virgen, empuñó una vela como una maza y la encendió con una trémula llama.

Entonces, seguro de su interpretación, miró en dirección a Lucrezia y Corrado.

—… omnes Angelos et Sanctos, et vos, fratres

Se quedó de piedra.

Volvió a recorrer el pasillo, pidió disculpas a los vecinos y volvió a su sitio.

—¿Y bien? —preguntó Cleofe, casi apática.

—¡Es de locos!

—¿El qué?

—Corrado. ¡Duerme como un bendito! Se ha quedado frito sobre el hombro de Lucrezia, y ella lo sostiene.

—Pobrecillo. Trabaja demasiado. Y tú, intenta calmarte de una vez por todas, ¿eh?

Misereatur nostri omnipotens Deus et, dimissis peccatis nostris, perducat nos ad vitam aeternam —concluyó el sacerdote.

—Amén —respondió Scialoja, orgulloso y satisfecho.