Capítulo 5

La acuarela representaba el Campidoglio, bajo un cielo de juicio universal, color antracita, con apenas un temblor amarillento en el horizonte, como si fuera el último ocaso (¿o alba?). De la escalinata bajaban dos raíles que discurrían hacia abajo para rodear luego un armazón de hierro que emitía destellos de hoja cortante. Aquella estructura de barras se elevaba por encima de los palacios que rodeaban el Campidoglio, y un tren que discurría por encima. Unas largas chimeneas, parecidas a las de los altos hornos, punteaban el horizonte de la ciudad y escupían hilos de humo que se confundían con las nubes, o que quizá las producían. Ningún rastro de seres humanos. Sólo la ciudad, las chimeneas y la estructura de hierro sobre la que corría el tren.

—Inspector Archibugi —dijo una voz de elegante acento inglés, una voz débil que procedía de un viejo sillón de respaldo alto y tapicería gastada y manchada—, ¿puedo saber, entonces, cómo es que ha venido a verme otra vez, después de todos estos meses?

De Matteis levantó los ojos de la carpeta llena de acuarelas, las acuarelas «secretas», que estaba mirando con creciente estupor, de pie junto a la mesa de trabajo, cubierta de hojas, pinceles, colores, bocetos, lápices e incluso un muñeco desmontable de madera. Por la ventana entraba una luz tenue, porque aquel lado del albergue Il Tre Re estaba a la sombra, una sombra que cubría los muebles con una pátina difusa, que al delegado le recordó la luz mortecina de la acuarela.

Archibugi fumaba un puro, de pie frente al sillón del que De Matteis solo veía sobresalir un par de finas piernas cruzadas, con sendas pantuflas a los pies. Semiescondidos tras el humo azulado, los ojos de Archibugi estaban concentrados en su habitual valoración de una personalidad.

—¿Se encuentra bien, señor Barrington? —preguntó a su vez Corrado, con una voz sin inflexiones.

Echó una mirada a De Matteis, como si quisiera entender qué pensaba el delegado de aquellos dibujos.

—Lo suficiente para poder afrontar un interrogatorio, inspector.

—Pero no tanto como para salir de aquí, desde hace días.

Eso le había dicho el dueño de aquella histórica pensión, justo bajo el arco de San Marco, tan histórica que el rótulo era una viga de madera tan mellada y desgastada que de los tres reyes del nombre, quizá los Reyes Magos, no quedaban más que unas sombras con corona; tan histórica que las habitaciones no estaban indicadas con números, sino con cartas de juego fijadas a las puertas, ya que hacía tiempo que costaba encontrar clientes —así como mozos o camareros— que supieran leer.

—El As de Bastos no saca la nariz de la puerta al menos desde hace un par de días —dijo el posadero, mientras colocaba los cubiertos sobre la mesa del pequeño y oscuro comedor de la planta baja—. Y come en la habitación; siempre pide que le lleven algo.

—¿Está mal?

—¿Y yo qué sé?

—Se nota, si alguien está mal. Y alguien limpiará las habitaciones, ¿no?

Porque el inglés tenía un apartamento formado por dos habitaciones: una le servía de dormitorio; la otra, de salón y de estudio de pintura.

De Matteis siguió hojeando los dibujos del inglés, pero sin perderse una palabra del diálogo.

—¿Usted conoce la Home Agency del señor Shea, en la Piazza di Spagna? —siguió preguntando Corrado.

—De nombre.

—Parece ser que es la mejor agencia para extranjeros de Roma… Da información sobre alojamientos, tiene una pequeña oficina de envíos y recados, y, naturalmente, un registro de llegadas y direcciones…

—El señor Shea debe de ser un hombre muy meticuloso.

—Y sin embargo, no ha oído nunca hablar de usted. Otro punto de referencia es la pensión Angloamericana de la Via Frattina. Pero allí también es desconocido usted.

—¿Es delito el ser discreto, señor inspector?

—Su pasaporte dice que usted lleva en esta ciudad más de tres años. ¿Es posible que no haya tenido nunca ocasión de hacer saber a la comunidad inglesa que reside aquí, en esta dirección?

Ninguna respuesta.

—¿Por qué escogió precisamente esta pensión, cuando en Roma existe un barrio ya conocido como el Barrio de los Extranjeros, donde viven muchos de sus compatriotas y donde sin duda se sentiría más como en casa?

De Matteis comprendió que aquellas preguntas estaban destinadas a hacerle a él un resumen del personaje en cuestión. Archibugi quería que viera al inglés como lo veía él, un hombre que se había escondido voluntariamente y que vivía como un recluso.

—Usted sabe bien el motivo, señor inspector —dijo la voz, tras un largo silencio.

Archibugi asintió, soltó una bocanada de humo y se dirigió hacia una pequeña estantería llena de libros. Se puso a recorrer con la mirada los lomos de los libros.

—¿Qué busca?

—¿Usted conoce —preguntó girándose hacia Barrington— una novela por entregas que se está publicando estos días en Roma, una novela de Guido Tremolaterra?

De Matteis no perdía de vista lo poco de Barrington que veía desde su posición.

—No.

—Ha tenido mucha publicidad. Una publicidad muy eficaz, parece, en vista de las ventas que ha tenido desde la primera entrega. La novela se titula El misterio del doctor Bellacuccia: es un folletín al estilo de los ingleses y franceses… Es la historia de un enigmático médico que llega a Roma, quién sabe de dónde, y que teje una trama de intrigas y chantajes con el fin de hacerse rico y poderoso; para cometer sus delitos se sirve de un mono amaestrado…, mientras la Policía —es decir, nosotros— va dando palos de ciego…

—Nunca lo he leído.

De Matteis casi dio un respingo: del sillón emergió el inglés, alto y delgado, abriendo los brazos para estirar los músculos. Frente a la ventana destacaba su silueta, fina y flexible como una mantis a punto de lanzarse sobre Archibugi. Después el hombre se dirigió a la mesa próxima a De Matteis, y el delegado vio sus ojos negros y la córnea grisácea, el rostro descolorido, la frente amplia y el cabello oscuro peinado hacia atrás, dos labios finos y violáceos: la imagen de un hombre enfermo. Barrington le dedicó una débil sonrisa al delegado, echó una mirada a sus acuarelas y sacó un cigarrillo de una petaca sobre la mesa, lo encendió y soltó una gran bocanada. El olor a tabaco oriental se extendió por toda la sala.

—No lo he leído —repitió el inglés, girándose hacia Archibugi— y no entiendo qué puede tener que ver esa novela por entregas con…

—¿Con su declaración de entonces? A eso voy señor Barrington. ¿Sabe? En una de las entregas se descubre que el doctor Bellacuccia está de algún modo relacionado, por así decirlo, con un inglés…

Archibugi exhaló humo del puro. Por el rabillo del ojo mantenía controlado a Barrington, que estaba de pie, con su viejo batín puesto. De Matteis observó que le temblaba la mano con que sostenía el cigarrillo.

—Entonces, ¿no conoce usted de nada a Guido Tremolaterra?

—¡No!

—Sin embargo, Tremolaterra, en un episodio de Bellacuccia, parece conocer el contenido de su declaración, al menos en parte. Admitirá que es una coincidencia singular. De acuerdo, Tremolaterra es periodista, pero la historia que usted me contó el pasado mes de mayo no ha salido de Inglaterra y se remonta a hace cuatro años…

La verdad es que no había habido tiempo para estudiar la novela por entregas: los inspectores prácticamente se habían enterado aquel mismo día, en el momento de la declaración de Petrocchi, y Archibugi había tenido que obtener algunos datos rápidos del agente de guardia, al que había visto con una de las entregas en la mano. Agostino se había mostrado encantado de contarle la trama de la novela: es más, a Corrado le había costado llegar al punto que le interesaba y seleccionar la información necesaria en aquel momento.

—De hecho —prosiguió Archibugi, recordando el meollo de la historia y añadiendo de su cosecha—, el episodio en cuestión habla de un señor inglés que ofrece alojamiento a niños…

Barrington tenía los labios entrecerrados, el cigarrillo le temblaba en la mano. Tenía los ojos fijos en Archibugi, que se esforzaba por mantener un tono indiferente mientras hablaba. De Matteis se temió que el inglés se encontrara mal de pronto.

—Usted, señor Barrington, me había contado en su tiempo que esta práctica es común en Inglaterra: personas que se ofrecen como sustitutos de los padres a cambio de un pago diario, y que ofrecen a los niños alimento, alojamiento y afecto…, o que incluso, en la práctica, adoptan a los niños: se los compran a madres sin posibilidades…

El inglés había torcido la boca en una mueca al oír la palabra «afecto».

Baby farmers, se llaman, inspector. Pero en cuanto al afecto…

—Eso es, exacto. Bueno, pues este baby farmer, que firma sus anuncios en los periódicos con las iniciales W. W…

—¿Cómo? —exclamó Barrington—. ¿En el libro consta incluso ese detalle?

—Oh, sí, y hay muchos otros detalles —prosiguió Archibugi, sin mostrar reacción alguna ante la tensión de su interlocutor—. Escuche: este baby farmer, a través de anuncios en los periódicos, «compra» niños a unas pobres desventuradas, los tiene en una casa alquilada para ese fin, aparentemente bien cuidados…

Archibugi se llevó el puro a la boca y le dio una calada. De sus labios salió una voluta larga y fina que se elevó por el aire en espirales, como la serpiente de un encantador. Y De Matteis tuvo realmente la impresión de que el inspector alternaba revelaciones y pausas para encantar, para hipnotizar al inglés, que se apoyaba en la mesa y parecía no soportar la tensión. La ceniza del cigarrillo le cayó al suelo. En el silencio, se oyó una voz que anunciaba con voz rauca los últimos números disponibles antes del sorteo de la rifa de turno, que sorteaba como siempre la típica gallina con «el huevecito ya a punto».

Barrington se aferraba con las largas manos huesudas al borde de la mesa, tan fuerte que se le veían las venas. Los pinceles temblaban en los vasos, con un ruido similar a un castañeteo de dientes. De Matteis vio que la nuez del inglés daba un salto en el cuello, justo antes de que aquella frágil voz preguntara:

—Y…, ¿y luego?

—Lo imaginará usted mismo, ¿no?

El inglés suspiró, como si hubiera accedido a beber de un amargo cáliz.

—¿Los ha matado?

—A todos. W. W. masacra a los niños, no se sabe por qué, quizá por instigación del terrible Bellacuccia… El señor Tremolaterra, como todo escritor que se precie, mantiene en secreto algunos puntos de la trama, quizá pensando en futuros giros del guión. Los investigadores encontraron en aquella casa un espectáculo dantesco. Y sobre la pared, trazadas en sangre, las iniciales: W. W.

Barrington susurró algo en inglés. Sacudía la cabeza, como para ahuyentar una visión infernal. Tenía los ojos abiertos como platos, fijos en el pasado. Encontró una silla junto a la mesa y se dejó caer.

—El señor Tremolaterra no escatima en descripciones truculentas —prosiguió Corrado—. Parece que es una de las claves del éxito de este tipo de literatura.

—¡Señor inspector, lo que me cuenta confirma que tenía yo razón! Y usted no me creyó.

Archibugi se giró y siguió examinando los títulos de la librería. No quería que Barrington le viera el rostro perplejo e incluso irritado: irritado con Panicacci, que, con su ansia infantil, lo había mandado a interrogar a la desesperada, sin recopilar previamente la información necesaria. El punto prioritario de la investigación, al menos en aquel momento, era comprobar la fiabilidad de la declaración de Petrocchi. ¡Y Panicacci había mandado a Quadraccia, que además no parecía en absoluto contento con el encargo! Una vez aclarado aquel punto, todo lo demás habría caído por su propio peso, y Archibugi habría podido responderle a Barrington de un modo muy diferente, sin aquellas limitaciones.

—Lo que le he contado, señor Barrington, no es más que un hecho: mi misión es interpretarlo. Y en mi opinión parece lógico pensar que Tremolaterra haya sido puesto al corriente del delito Doble W, como lo llamaron los periódicos de la época en su tierra. Eso es todo.

—¡En mi tierra! Yo no sé nada de ese Tremolaterra, no hablo con periodistas, sobre todo de… —Barrington se interrumpió y miró los ojos bien abiertos de Archibugi, que hojeaba un libro—. ¿Los periódicos de la época, ha dicho? Pero, entonces, señor inspector, usted ha hecho, cómo se dice…, comprobaciones. Ha preguntado. ¿A quién? ¿Qué le han dicho?

—He comprobado a través de su embajada que en 1871, un año antes de que usted abandonara Inglaterra, se publicó, efectivamente, en los periódicos londinenses, una oferta de ésas tan habituales en su país, relativa a la práctica del baby farming. En este caso, el anuncio informaba de que un matrimonio que no podía tener hijos deseaba aumentar la familia con la adopción de un niño. Se ofrecían quince libras esterlinas y, como es obvio, se pedían y se aportaban referencias. El anuncio iba firmado con las letras W. W. Las respuestas debían dirigirse al periódico, citando las iniciales y el número del anuncio…

El inglés asentía. De Matteis lo seguía todo con la máxima atención, puesto que tenía un conocimiento muy somero de la declaración de Barrington. Con los ojos de la mente, imaginaba sobre la pared amarillenta que tenía delante una doble W dibujada en rojo sangre, como en la novela de Tremolaterra… Aquella coincidencia tan tangible, una doble W que relacionaba de algún modo un delito atroz en Londres con una novelucha por entregas y, quizá, con un nuevo delito en Roma, a los ojos del delegado se presentaba como la encarnación misma del enigma. Y, por otra parte, estaba aquella curiosa carta y los trazos afilados de las dos W.

—Pocos meses después —continuó Archibugi, que le tendió un libro a De Matteis y señaló con el dedo unas líneas subrayadas, mientras Barrington seguía la maniobra casi sin verla—, tres niños, todos ellos confiados al señor W. W., fueron hallados en una vieja casa de las afueras de Londres. Encerrados en la bodega. Quizá muertos de hambre. Ni siquiera los periódicos más sensacionalistas entran en detalles sobre sus tribulaciones…

Archibugi hizo una pausa. Tenía la mirada dura y la mandíbula apretada.

—Señor inspector —intervino De Matteis, señalando el libro, que era en inglés.

—Por favor, copie las palabras subrayadas. Así pues, señor Barrington, Tremolaterra conoce bien la historia. La única diferencia con respecto a la novela es que, en la realidad, no ha habido ninguna inscripción melodramática sobre la pared: sólo niños abandonados a la muerte en el subsuelo, en una bodega. La doble W apareció sólo en los anuncios, pero no se usó como firma de los delitos. Volviendo a los hechos: tras largas investigaciones, la Policía inglesa consigue arrojar luz sobre el delito; a través del periódico que publicó los anuncios y del testaferro que había alquilado la casa donde se encontraron los cuerpos de los niños, consigue llegar hasta el señor W. W., aunque se lo encuentran colgado, quizá víctima del suicidio. Nunca sabremos qué perverso demonio se le había instalado en el cuerpo para que llegara a pagar cuarenta y cinco libras esterlinas por tener a tres niños a su disposición. Mientras tanto, la Doble W se convierte en un tema de conversación común, en un misterio que llena las páginas de sus periódicos durante días y días…

Y aquél era el mayor temor de Panicacci, el motivo de su ansia.

—Ésa es la versión oficial —dijo el inglés, que se levantó de la silla con cierta dificultad—. Pero yo sé la verdad, y es la que le he contado. Usted habla de un demonio en un cuerpo humano: yo sé quién era ese demonio. Y yo he visto realmente a Doble W en Roma, en el cementerio de los Ingleses, a principios de mayo. Todo lo que le he contado es cierto…

De Matteis volvió a pasarle el libro a Archibugi, después de copiar, sin entender nada, los fragmentos que le había indicado. Escrutó, perplejo, el rostro céreo de Barrington, que afirmaba ser el único que conocía la verdadera identidad de un asesino de niños que, tras morir en Londres, había resucitado en Roma. Pero ¿por qué no lo había denunciado entonces a la Policía inglesa? ¿Por qué había escapado a Roma y se escondía, como todo parecía indicar? El delegado esperaba que Archibugi prosiguiera con la reconstrucción, que le desvelara más detalles conocidos hasta entonces sólo por ellos dos, pero el inspector cambió de tema. No había nada que hacer: aquel norteño tenía un modo de interrogar muy particular, muy diferente del habitual: pasaba continuamente de una cosa a otra, cambiaba de humor y de registro, como si pensara que la verdad sale no tanto de las palabras, sino de ir dando trompicones de una idea a la otra, de un sentimiento a otro.

—La otra vez, cuando le acompañé hasta aquí, me puse a curiosear entre sus libros… —Sonrió—. Me gustan los libros y me gusta estudiar los libros de los demás… Es un poco como colarse en la mente de sus propietarios, ¿no le parece? Bueno, pues en este libro hay líneas subrayadas que me llaman la atención.

Barrington cogió el libro que le tendía Archibugi.

—Charles Dickens, El misterio de Edwin Drood… —recitó en voz baja.

—¿Dickens no es un poco como nuestro Tremolaterra? No ponga esa cara, estaba bromeando. En fin, yo no conozco la lengua inglesa, salvo unas pocas palabras; sin embargo, hay algo en esas líneas que me llamó la atención, como si de algún modo comprendiera el sentido… Ahora querría que usted las leyera. Por favor.

Barrington superó un momento de incredulidad y, tras aclararse la voz como para pronunciar un discurso, empezó a leer las palabras que él mismo había subrayado y que De Matteis había copiado no sin dificultad:

—As, in some cases of drunkenness, and in others of animal magnetism, there are two states of consciousness which never clash, but each of which pursues its separate course as…

—¿Lo ve? Algunas expresiones me han hecho pensar… «Animal magnetism», «two states of consciousness», eso lo entiendo. Tradúzcame un poco la frase.

—A ver…: «Como en ciertos casos de alcoholismo, o incluso de hipnosis, existen dos estados de conciencia que nunca interfieren, sino que discurren cada uno siguiendo su camino independiente, como si continuaran sin interrupciones (por eso, si escondo el reloj cuando estoy borracho, tengo que emborracharme de nuevo para recordar dónde lo he metido)…».

Archibugi asintió con decisión y echó una mirada a De Matteis.

—¡Muy bien, magnífico! Había intuido el significado, pero el ejemplo del reloj es realmente esclarecedor… Los dos estados de conciencia, cada uno de los cuales vive independientemente del otro… —dijo Corrado, con los ojos de pronto gélidos—. ¿Por qué ha subrayado estas líneas?

El inglés se pasó la lengua sobre los labios resecos. De Matteis hacía esfuerzos por seguir el hilo al inspector.

—Adelante, ¿por qué ha subrayado estas líneas?

—Porque… no sé, quizá me ha impresionado su profundidad, como a usted…

—¿De verdad? Su profundidad…

Archibugi se giró de nuevo hacia la librería con un gesto de fastidio, como si ya tuviera bastante de aquella pantomima, y cogió una cajita de madera plana de sobre un montón de libros. De Matteis vio que Barrington hacía un movimiento, como si quisiera lanzarse hacia el inspector, pero el inglés se limitó a abrazarse el pecho con los largos brazos, como para defenderse de alguna amenaza. Parecía un hombre atormentado, pero incapaz de hacer daño a nadie.

El inspector colocó la caja delante de Barrington y la abrió. De Matteis se echó adelante para ver, pero estaba demasiado lejos y no quería dar la impresión de que no sabía lo que estaba haciendo su superior, así que se mantuvo en su sitio y observó a Barrington, que miraba la caja con resignación.

—¿Y esto? —preguntó Archibugi.

—¿Qué pretende hacer? ¿No querrá…?

Archibugi se encogió de hombros, como si quisiera indicar que no era asunto suyo; cerró la caja y la volvió a colocar en su sitio. El rostro de Barrington se relajó, arrastró las zapatillas hasta el sillón y se dejó caer, agotado.

—Señor Barrington, usted se comporta como el alcohólico o el hipnotizado del que habla Dickens. Por eso ha subrayado esas palabras: porque se ha visto reflejado. Usted tiene miedo de algo, quizá de haber perdido un reloj, pero no sabe ni cuándo ni dónde. Y para huir del miedo, no recurre ni al alcohol ni a la hipnosis: usted recurre al opio.