Capítulo 7
—Ese hombre me incomoda —le dijo De Matteis a Corrado.
Acababan de salir de Il Tre Re, y con el aire frío y el fragor de la ciudad ambos se dieron cuenta de la lobreguez que pesaba sobre el apartamento del As de Bastos.
Cruzaron la plaza de San Marco. La gran estatua de Madama Lucrezia se erigía, mutilada, frente al Palazzo San Marco, parecía abandonada: a diferencia de Pasquino, la famosa estatua parlante, parecía como si ésta no tuviera nada que decir al mundo.
—Desde luego tiene un pasado deprimente —comentó Archibugi—. Y la habitación también, a decir verdad.
—¿Cómo ha sabido lo del opio?
Se arrimaron a las paredes húmedas del callejón para dejar pasar un carro que transportaba troncos de leña para calefacción. El caballo soltó una pila de excrementos a sus pies, y la peste les llegó a la garganta. Apretaron el paso y Corrado hizo una mueca cuando sintió la vieja herida que le atenazaba la pierna.
—No estaba seguro. Pero la otra vez que fui a ver a Barrington vi una pipa de cazoleta pequeña y cánula más bien larga; parecía casi un artículo de lujo. Y en el apartamento se percibía un olor particular, ligeramente áspero, que no tenía nada que ver con los cigarrillos orientales. Un olor que me había provocado cierto malestar… Después, un trabajador de la pensión me dijo que una vez había visto al inglés llenando la pipa con algo de una caja que tenía en la librería. Así que esta mañana la he cogido entre las manos y he oído un leve ruido de algo que rodaba… El ruidito que podrían hacer unas piedrecitas o, precisamente, los granos de opio.
—Pero, bueno, a fin de cuentas, ¿usted le cree?
—Bueno… No, creo que no: aún sigo convencido de que Barrington sufre alucinaciones y remordimientos, quizá acentuados por el uso del opio, pero que en realidad no ha visto a nadie. ¿Ha leído a Baudelaire? Es revelador. El cerebro del adicto al opio se convierte en un teatro, en un muro sobre el que la droga proyecta sombras, como una linterna mágica…, y en este caso las sombras podrían ser las de sus remordimientos. Por eso no he dado seguimiento a su declaración del pasado mayo. Recogí todos los datos del caso: según la versión de la Policía inglesa, el tal «doble W» se suicidó. Barrington, en cambio, sostiene otra versión…
Aquello era lo que esperaba el delegado: que Archibugi le contase por fin la otra parte de la historia. Remordimiento… ¿Qué culpa se atribuía el inglés? ¿Qué es aquello que había dicho poco antes? «¡Yo sé quién era ese demonio!». Y lo había visto, decía, después de tantos años, precisamente en Roma.
Pero Archibugi había cerrado la boca. Por la expresión en el rostro del inspector, De Matteis dedujo que estaba reflexionando. Caminaron durante un rato en silencio, en dirección a Campo de' Fiori. El bastón del inspector golpeaba contra el suelo con una cadencia militar.
—¿De verdad conocía Barrington a Doble W? —preguntó por fin De Matteis, cada vez más convencido de que Archibugi se mostraba así de hermético aposta.
—¿Cómo? Oh sí, él dice que sí. Pero al verdadero Doble W, no a ese desgraciado que se ha ahorcado… El verdadero Doble W era su primo —respondió Corrado, con una desgana que irritó al delegado.
Estaba a punto de replicar cuando el inspector le indicó con un gesto que esperara y se metió en un taller de imprenta. Torció la boca: ¡sí, realmente era irritante! Retorcido como la mente de un jesuita. Se situó donde daba el sol y, mirando a través del polvoriento escaparate del taller, comprendió porqué había entrado allí Archibugi.
Sobre las paredes del taller había algunos manifiestos, evidentemente impresos allí mismo. Formaban parte de la publicidad que había invadido las calles de Roma antes de la publicación de los fascículos de Bellacuccia. Los recordó inmediatamente: ¡por eso le era familiar aquel nombre! No era sólo el hecho de que hiciera un guiño a una vieja fábula romana, la de la mona Bellacuccia, encarnación del diablo que rapta a un niño y se lo lleva por los tejados, mientras sus padres lloran, impotentes y aterrorizados, desde abajo (¡de nuevo monos, diablos y niños!); eran aquellos manifiestos, que ahora De Matteis contemplaba a través del escaparate, ajeno a los gritos procedentes del mercado de Campo de' Fiori, bañado por el sol. Sus ojos estudiaban aquellas imágenes ingenuas y sugerentes al tiempo que su mente las asociaba a los niños encontrados en una bodega en Londres, a un fantasma visto en el cementerio de los Ingleses, a una doble W de color sangre contra una pared, a un gran mono, a una fosa que en aquel momento estaban excavando en la Morte Desolata… Un embrollo incomprensible, absurdo.
Los manifiestos habían seguido un orden de publicación preciso. Habían aparecido sobre las paredes con un margen de un par de semanas entre uno y otro, con el fin de suscitar en un primer momento curiosidad, luego tensión… La infalible publicidad de la que había hablado Archibugi, como siempre, vagamente.
«¡CUIDADO, MAMAS!», anunciaba en grandes caracteres el primer manifiesto. Se veía sólo a una mujer joven con el ceño fruncido, parecía pensativa. Había un niño en segundo plano. Algo más atrás, con el trasfondo de una Roma estilizada pero reconocible, un coche de caballos negro, de forma extraña, claramente extranjero. «Quizá un carro fúnebre», pensó De Matteis.
«¡CUIDADO, MAMAS, NO PERDÁIS DE VISTA A VUESTRO HIJO! ESTÁ A PUNTO DE LLEGAR…», decía el segundo. La mujer tenía la boca abierta en un grito de terror, la puerta del carro estaba abierta y un hombre vestido con un traje de noche parecía dirigirse hacia el incauto niño.
¡CUIDADO, MAMAS, NO PERDÁIS DE VISTA A VUESTRO HIJO! ¡ESTÁ A PUNTO DE LLEGAR… EL DOCTOR BELLACUCCIA!
Y ahora la mujer se tiraba de los pelos, mientras el hombre aferraba con sus nudosas manos de animal al niño, deshecho en lágrimas. El rostro del hombre tan elegantemente vestido era simiesco, un gorila vestido de fiesta: una imagen realmente inquietante. Debajo ponía: «¡Lean la sensacional novela por entregas del célebre escritor Guido Tremolaterra!».
—¿Entonces? ¿Vamos?
De Matteis dio un respingo. Archibugi lo miraba atentamente, con expresión sarcástica. ¡Ya no había duda: lo hacía aposta! Bajo el brazo llevaba unos fascículos, de dimensiones ligeramente más pequeñas que un periódico.
—Es hora de almorzar. ¿Tiene hambre?
—Bueno… —dijo el delegado, intentando no mirar las hojas.
No quería darle aquella satisfacción. Total, casi seguro que tampoco diría nada, hasta que considerara oportuno hacerlo.
—Pues metámonos en esta posada. Yo, le aviso, comeré poco o nada…, últimamente ceno mucho fuera, y los pantalones empiezan a apretarme —advirtió, ruborizándose. Y aquello sólo le pasaba cuando se avergonzaba por hablar de cosas personales, o por la rabia ante una injusticia. Se aclaró la voz—. Además, tengo que leer. Éstos son algunos números del famosísimo doctor Bellacuccia. Será mejor que estemos preparados para cuando veamos al señor Tremolaterra.
No podía saberlo aún, pero aquello iba a ser perder el tiempo.