Capítulo 1
Aquella mañana, si no fuera porque había quedado un charco de agua de lluvia en el suelo del edificio, Corrado Archibugi habría pensado que todo había sido un sueño.
En realidad, podía perfectamente tratarse de un sueño, porque por primera vez en su vida, cinco minutos después de quitarse el abrigo empapado y de sentarse en su despacho, se había dormido con la cabeza apoyada en los brazos. Aún llevaba en los huesos el cansancio de la excursión nocturna a la Morte Desolata, y a aquello se le sumaba el hallazgo del cadáver de Tremolaterra, noticia que corría por toda la ciudad. De modo que, con la luz mortecina de aquella mañana nubosa y húmeda, no había podido evitar dormirse.
Luego vino lo que le pareció un sueño. Y después no conseguía mantener la cabeza derecha, pese a todos los esfuerzos. Como un colegial en clase.
Le despertó un chasquidito. Levantó la cabeza de golpe, abrió los ojos hinchados por el sueño y enfocó a Onorato Quadraccia, que se igualaba las uñas con la navaja, sentado en el escritorio de enfrente. No se había quitado el abrigo, señal de que estaba de paso, el tiempo justo para ordenar las ideas y organizarse el día. Sobre la mesa tenía abierta una guía de comercios que estudiaba con atención.
—Ya te he dicho más de una vez que no por mucho madrugar amanece más temprano —le dijo Quadraccia.
—Sí. Pero los cadáveres aparecen de noche —respondió Corrado, que se desperezó. Entonces observó el charco de agua y se dio cuenta de que no había sido un sueño.
Quadraccia, que seguía haciendo chirriar las uñas bajo la hoja de la navaja como una tiza contra la pizarra, dijo sin levantar la vista:
—Ya lo he oído. Tremolaterra ha estirado la pata por fin. Bueno, es asunto tuyo; yo te eché una mano cuando estaba de por medio aquel niño, pero el periodista no es cosa mía. Yo hoy pienso pillar al que se cargó a la «vejiga». Se llamaba Lorenza, por cierto. Hoy o mañana, como mucho.
Escribió algo en un cuaderno y luego pasó página a la guía.
—¿Qué está buscando? —preguntó Corrado.
—Fotógrafos. ¿Quién ha dejado ese charco?
—Armida Petrocchi.
—¿Y ésa quién es? ¡Ah, sí, aquella loca!
Armida Petrocchi había abierto la puerta del despacho de un golpetazo, despertando a Archibugi de golpe, y con aquella terrible voz estridente se había puesto a decir que su marido era un pobre hombre, que no hacía otra cosa que llorar desde que había vuelto a casa, que estaba tan distraído que de poco no se había cortado una mano aquella misma mañana, con lo que no le habría quedado ya más que mirarse el culo en el espejo: ¿dónde se había visto un pollero con una sola mano? ¿O pensaban los señores comisarios que habría podido hacerse cargo del negocio ella sola?
—Dígale a su marido que han matado a Guido Tremolaterra —había respondido Archibugi en cuanto había encontrado un hueco entre el diluvio de palabras de Armida, que mientras hablaba le apuntaba con un paraguas empapado—. Nadie puede confirmar su declaración; la última, quiero decir. Dígale que iré a verle muy pronto.
Armida no había notado la velada amenaza tras las palabras de Corrado; la mayor parte de su exposición debía de resultarle incomprensible. Hasta pasado un rato el inspector no se dio cuenta de que la mujer había dejado la tienda a primera hora y había llegado hasta el Palazzo Braschi, bajo el agua, sólo para meterse con la Policía y, a su modo, defender a su marido.
Más que su esposa, Armida parecía la mamá de Fabio, la mamá de un niño repelente al que quizá no le haría arrumacos, pero al que sin duda quería. Y Fabio era realmente un niño: tal como pensaba Corrado, los niños son los que mejor mienten y esconden sus mentiras tras otras mentiras.
—¡O sea, que a ver si le dejan en paz! ¡Nosotros tenemos que trabajar! ¡Si no, no comemos!
Y habían desaparecido del despacho, ella y su paraguas, dejando tras de sí únicamente un charco de agua en el suelo, y debía de haber vuelto a la tienda a la carrera, a seguir cortando la cabeza a los pollos y a regañar a aquel inútil del marido, que debía de ir por ahí —Archibugi estaba seguro— con cara de funeral.
—Sí, aquella loca —le dijo Corrado a Quadraccia, sacudiendo la cabeza.
Se levantó con un suspiro y sintió un dolor en la pierna lesionada. Esta vez había salido de casa con el bastón. A veces, con la humedad y el ajetreo de aquellos días, le parecía volver a sentir la bala de fusil que le había disparado accidentalmente uno de sus solados, atravesándole la pierna, como en Custoza en 1886. La herida le había librado de aquella infausta batalla, en la que dos divisiones se habían quedado aisladas, combatiendo durante horas contra los austríacos, que estaban más frescos, mientras el Rey y sus generales intentaban ponerse de acuerdo sobre quién debía acatar las órdenes de quién (y, casi diez años después, en Italia aún había censura sobre aquella guerra). El soldado que había herido a Archibugi había aparecido posteriormente con un agujero en la frente, un disparo tan certero que debía de ser también fruto de la casualidad.
La única buena noticia del día era que Panicacci había pillado un resfriado la noche anterior, y que ahora estaba en la cama con fiebre. Por otra parte, pensó luego Corrado, también podía tratarse de una enfermedad estratégica: ¡al fin y al cabo, en el ministerio había gente que ocupaba desde hacía años cargos de responsabilidad y nadie conocía su firma!
Quadraccia seguía apuntando alguna dirección en el cuaderno de vez en cuando, y luego seguía consultando el volumen, pasando enérgicamente las páginas, finas como las de una Biblia. «Fotógrafos», pensó Archibugi. A saber cómo había pasado de la «vejiga» a los fotógrafos. Pero no valía la pena preguntarle nada más: el Homilías sólo hablaba cuando quería él.
—¿No le ha dicho nada el superintendente Panicacci? —dijo, en cambio.
Quadraccia cerró la guía con un sonoro golpe y se puso en pie.
—Panicacci me evita, y yo a él. Así que es difícil que me diga nada. Y además, hoy está enfermo, ¿no? Y yo ayer estuve todo el día en la calle.
Se metió el cuaderno en el bolsillo interior de su chaqueta negra de siempre, se acercó a la ventana y miró las nubes compactas con cara de asco. Para él la discusión estaba cerrada: el superintendente Panicacci no existía.
—Alguien se ha quejado de un uso indebido de la salita insonorizada —añadió Archibugi.
Quadraccia trasladó la expresión de asco del cielo a Corrado.
—¿Y eso quién? ¿El pollero? ¿Su mujercita?
—No. El cavaliere Francesco Saverio Tinebra.
Quadraccia se rascó la cicatriz.
—¿Alguien como Tinebra viene a quejarse de que alguien pisa el suelo fregado de los pasillos? ¿Y quién se lo va a creer?
—Panicacci.
—Él sí, se lo puede creer.
—Parece que, mientras se quejaba, con mucha educación, por supuesto, el cavaliere Tinebra le ha dejado caer a Panicacci que conoce personalmente a Primicerio, el juez que se ocupa del caso Tremolaterra.
Quadraccia se quedó inmóvil unos instantes, de pie, y siguió rascándose la cicatriz. Se oyó, a lo lejos, el ruido de unos pasos agitados. Archibugi tuvo la sensación inequívoca de que había novedades de camino y aguzó el oído, sin mover un músculo. No obstante, el viejo policía demostró que conocía a Corrado mejor que Scialoja, quizá mejor incluso que Lucrezia. Así, como si se diera cuenta de que tenían poco tiempo, dijo con su voz arrastrada e indiferente de siempre:
—Es un poco como la porta de reto; la puerta de atrás, para ti, que no eres romano.
Los pasos se acercaban. Pasos regulares, de militar. Un agente de la Seguridad Pública. ¿Quizás el agente de guardia?
—¿Qué significa?
—Ni siquiera yo lo sé; me ha venido a la mente de pronto. Pero en Roma, una vez, antes de que llegarais los del norte, se decía que el Papa tenía una puertecita, en la parte de atrás del Vaticano, y que al anochecer se asomaba a esa puertecita y un par de espías acudían a contarle todo lo que había sucedido en los teatros, en los cafés, en las posadas…
Los pasos se interrumpieron de golpe. Alguien llamó a la puerta.
—¿Y quiénes son los espías en esta historia? ¿Quién es el Papa? —susurró Archibugi.
Quadraccia se encogió de hombros.
—Yo me dedico a vejigas y chulos, inspector. Y es por algo. Puestos a tratar con la mierda, prefiero la que no disfrazan de chocolate. Y ahora abre, que han llamado.
—Adelante —dijo Corrado, malhumorado.
Un agente se asomó y saludó con un taconazo. Quadraccia se escabulló por la puerta y se alejó en busca de su asesino, despreocupándose por completo de las noticias que pudiera traer el agente.
—¿Y bien? —espetó Corrado.
Mientras con el rabillo del ojo seguía a aquel viejo espantapájaros que se dirigía hacia la escalera, sin dejar de pensar en la «puerta de atrás», no en la del Vaticano, sino en la del Ministerio del Interior.
El joven, con la cara marcada por el acné, le dio a Corrado una tarjeta de presentación.
—Hace poco se ha presentado en la entrada un empleado de este señor, inspector, el señor que dice aquí… Ha dicho, el empleado, que el señor le esperaba cuando usted tuviera ocasión.
—¿A mí?
—Ha explicado, el empleado, que el señor le había ordenado que le hiciera llegar la invitación al oficial al cargo del caso de la muerte de Tremolaterra. Es decir, usted, inspector…
Corrado Archibugi se quedó inmóvil en la puerta mientras el agente se alejaba. En la mente le giraban como un remolino todos los hilos de aquel asunto, como si con aquel movimiento continuo esperara que acabaran entretejiéndose. En la mano daba vueltas a la tarjeta de visita de un notario.
Un notario que solicitaba hablar «cuando tuviera ocasión» con el oficial de Seguridad Pública al cargo del caso de la muerte de Tremolaterra.
Un minuto más tarde bajaba a paso ligero por las escaleras del Palazzo Braschi, sintiendo a cada paso un pinchazo, aunque no hacía caso, preocupado como estaba por entretejer los hilos. Se cruzó con Scialoja nada más salir del portal y, escuetamente, le ordenó que se fuera en busca del médico del San Giacomo y que se las arreglara para conseguir el informe, aunque fuera preliminar, aquel mismo día.
—Pero ¿qué son estas prisas? ¿Dónde vas?
Archibugi lo miró, casi malhumorado.
—¿Tú conoces la historia de la porta de reto?
—Pero ¿de qué hablas? ¿De la puertecita del Vaticano…?
—Exacto. Sólo que la que yo digo no está en el Vaticano. Así que, Oreste, cuanto menos sepas, mejor. Así no podrás responder a según qué preguntas y te evitarás encontrarte en situaciones embarazosas. Ahora me voy, luego te cuento. Tú consigue ese informe. ¡Es importante!