Capítulo 5
También a Corrado Archibugi le contaron toda la historia con la máxima rapidez.
Había salido de dos bancos diferentes, la agencia del Banco di Napoli y la Banca Nazionale del Regno d’Italia, en San Lorenzo in Lucina, con el secreto desvelado y plena conciencia de lo que podía significar y de los intereses que movía.
Ahora, en la penumbra del patio del Oratorio dei Filippini, requisado por el Reino de Italia y convertido en tribunal, le informaban de los detalles del caso Sonzogno, de donde nacía todo.
Su confidente, que había decidido responder a las preguntas de Archibugi sólo por la antigua amistad que los unía, le decía cosas que, en su mayoría, él ya conocía. Y Corrado, pese a la impaciencia y a aquel sobre que casi le quemaba en el bolsillo, se esforzaba en contenerse, alzaba los ojos al cielo, hacia la lluvia fina que caía en el patio, y se limitaba a intercalar algún «De acuerdo, pero…» o «Entiendo, pero el móvil…».
¡Y pensar que precisamente en aquel edificio, bajo la bóveda del oratorio con el fresco de la Coronación de María en el Cielo —que junto a la estatua de san Felipe y al púlpito de madera destinado «pe´ li sermoni», como decían en Roma, recordaba el origen sagrado de aquel lugar—, donde en otro tiempo se hacían ofrendas musicales a Dios, ahora se hablaba al diablo de delitos! Era el mismo edificio en el que estaba concluyendo el proceso del caso Sonzogno, por lo que los acusados ya no tendrían que soportar las miradas morbosas de la multitud muchos días más.
Los acusados eran: Giuseppe Luciani, ex redactor de La Capitule, ex diputado (destituido por fraude electoral contra su rival, Ruspoli), ex amigo de la víctima, Raffaele Sonzogno y amante de la esposa de éste, garibaldino ferviente e infatigable marrullero; Pio Frezza, leñador y ejecutor material del delito, tipo simplón y garibaldino fanático; Michele Armati, ex oficial de la Policía municipal, cómplice de Luciani en el fraude contra Ruspoli; y dos secundarios, Luigi Morelli, conocido como «el Medio Cabo», y Cornelio Farina, tejedor.
El 13 de noviembre de 1875, todos los acusados serían condenados a trabajos forzados de por vida; aquel 6 de noviembre, en la penumbra del patio del Oratorio, el confidente le susurra prudentemente a Corrado que la condena es probable, porque los hechos parecen razonablemente comprobados.
Los hechos.
La noche del 6 de febrero de 1875, sábado de carnaval…
—¿Sábado de carnaval? —repitió Archibugi, del otro lado del humo del puro, sintiendo que la puerta de aquel enigma empieza a oscilar sobre sus bisagras, abriéndose unos milímetros más.
—… sábado de carnaval. ¿Cómo se dice? El de antes del Miércoles de Ceniza, vamos.
El asesino es arrestado de inmediato, da la impresión de que no tenía intención de escapar. Es un leñador, Pio Frezza, según todo el mundo un tipo tranquilo, delgado, que debía de estar muy motivado anímicamente para poder degollar de aquel modo a un tipo robusto como Sonzogno. Y Frezza no sólo facilita su arresto, sino que da nombres y apellidos de los cerebros del plan, desbaratándolo. No podían haber escogido peor a su sicario.
—De cosas así van cargados los periódicos… Pero ¿y el móvil? El móvil. Y la pitillera de plata, ¿nadie ha investigado? ¿Qué dicen los acusados?
—La pitillera de plata es un elemento secundario —respondió el confidente con tono de fastidio—. Parece que Sonzogno la llevaba siempre consigo, desde hacía unas semanas, pero no apareció en el cadáver ni en la redacción, ni en el piso del director. Pio Frezza, que no se mostró en absoluto hermético, nunca dijo nada de aquella pitillera, y el proceso judicial parecía no importarle lo más mínimo; por otra parte, tienen un homicida confeso y cómplices, y todos los móviles necesarios… ¿Qué sentido tendría montar tanto jaleo por una pitillera desaparecida? ¡A lo mejor el tal Sonzogno la había extraviado media hora antes! Y además, ¿por qué te interesa tanto esa pitillera?
—De acuerdo. ¿Y el móvil? —Archibugi cambió de tema; en cualquier caso, sabía perfectamente que la pitillera de plata había acabado en manos de Tremolaterra y que con toda probabilidad ya se habría perdido para siempre—. De lo que he leído en los periódicos no he entendido bien el móvil…
—¡El móvil! Hay más de un móvil. Por ejemplo, el móvil de Pio Frezza, un pobre loco exaltado, es quitar de en medio a un peligroso reaccionario, difamador de su amado General, enemigo de la Patria Unida, contrario al proyecto de los muros de contención del Tíber tan apoyado por Garibaldi; según se dice, incluso podía estar haciendo un doble juego a favor de los austríacos.
»Es Luciani el que instiga a Frezza, durante sus encuentros en casa de Garibaldi, que por cierto vive justo debajo de la redacción de La Capitale. En aquellos encuentros entre exaltados, Frezza se siente henchido de ardor garibaldino y siente desprecio por los enemigos, y se convence, o es hábilmente convencido, de que Sonzogno debe ser eliminado. Y para reforzar su decisión, Luciani además le larga cinco mil liras.
—Pero ¿Garibaldi…? —preguntó Archibugi, perplejo.
—Pero ¿qué quieres que sepa Garibaldi de lo que se tramaba en su casa? Sólo lo han utilizado, una vez más. Olvídate de Garibaldi.
»Frezza cumple con su misión. Mata a Sonzogno, y lo hace con rabia, con una violencia inaudita. Habrías tenido que ver en qué estado se lo encontraron. Sólo que Luciani y sus compadres no imaginan que un exaltado como aquél, una vez arrestado, pudiera reivindicar la acción, que él ve casi como heroica y no como un terrible homicidio.
—Pero, entonces, ¿Luciani y los otros? ¿Qué móvil tenían?
—En primer lugar, la venganza. Al fin y al cabo, fue el propio Sonzogno quien lanzó una violenta campaña de prensa contra los chanchullos de Luciani y Armati. La Capitale era un arma letal, en manos de un hombre sin escrúpulos como Sonzogno. Sabes los duelos que ha tenido que afrontar el tal Raffaele, ¿no?
»Durante un tiempo Sonzogno y Luciani habían sido uña y carne: los dos marrulleros, los dos de la misma pasta. Después, Luciani se convierte en el amante de la mujer de Sonzogno. Los dos huyen y el escándalo es enorme; Sonzogno paga por duplicado: primero con los cuernos, y luego porque su imagen de cornudo se convierte en blanco de mordaces befas, y de mofarse de otros pasa a ser él el objeto de la mofa. ¿Te das cuenta, Corrado? ¡Una posición dificilísima!
»Luciani, que era el mejor amigo de Sonzogno, se convierte en un cerrar de ojos en su peor enemigo. El problema es que tampoco Luciani es un santo; y Sonzogno empieza a meterse con él a través de su periódico. Primero el asunto de los fraudes, luego los tejemanejes de Luciani y la corrupción, que usaba como arma para la lucha política, pero ¿con qué dinero?
—Eso, ¿con qué dinero?
—¿Y qué sé yo? El proceso es por homicidio, no por corrupción o encubrimiento. Vamos, que el motivo principal parece ser la venganza y…
—El silencio de Sonzogno.
—… y el silencio de Sonzogno, exacto. Existe otro móvil, no de menor importancia. El periódico. Porque ¿quién se convierte en propietario de La Capitale una vez muerto Sonzogno? La esposa.
—¿La esposa?
—¡Pues claro! —resopló el confidente—. Será un putón, pero sigue siendo su esposa. Eso sí, de rebote, se entiende. Porque quien hereda es el hijo, eso está claro, sólo que el pobrecito es menor, así que la madre es su tutora. Y si la madre se convierte en tutora, Luciani, que se beneficia a la madre, ¿en qué se convierte entonces? Vamos, que de una pedrada —es decir Frezza, que la pedrada parece haberla recibido él, en la cabeza— matan dos pájaros: se quitan de en medio a Sonzogno y se quedan con La Capitale…
Pero Archibugi ya no seguía al confidente. Pensaba en el dinero que Luciani usaba para sus tejemanejes, e intentaba relacionarlo con lo que le habían dicho en el banco una hora antes. Y todo encajaba.
—Sólo una cosa más —le interrumpió, de pronto—, una cosa delicada.
El confidente se le acercó un paso. Corrado se aclaró la voz. A su alrededor, la multitud se condensaba frente a los diferentes juzgados, ajena a ellos.
—No sé cómo decírtelo, pero querría saber… Piensa en este caso, en el proceso, en los imputados, incluso en los abogados o el juez…, en todas las partes implicadas, vamos, y reflexiona: ¿te parece que haya habido alguna presencia extraña, algún personaje…?
—Corrado, ¿qué quieres decir con eso de una presencia extraña? Ah, no me digas más: ya lo entiendo.
Corrado observó a su confidente, que se quedó pensando, intentando recordar. Después le vio sacudir la cabeza.
—No, me parece que no. Por otra parte, a mí me es difícil saber esas cosas. Este caso, además, ha suscitado un gran interés, y es un asunto más bien delicado, así que a veces sucede que personas no relacionadas directamente con la investigación vengan a informarse de datos específicos… Pero ninguna presencia extraña.
—¿En quién estás pensando?
—En personas que tienen todo el derecho de pedir detalles, informes… Todo el derecho, entiéndeme bien, Corrado, en el ámbito de sus competencias, especialmente cuando muere el director de un periódico y hay por en medio un ex diputado y un ex oficial de la Policía municipal, un general nada menos…
—¡Sí, sí, ya lo he entendido! Pero dime de quién hablas.
—El caso Sonzogno, querido Corrado, es delicado. El hecho de que lo sigan en primera persona destacadas personalidades es normal, no es indicio de nada. —Archibugi alzó la mirada al cielo, en señal de impaciencia—. Y a lo mejor en el caso Sonzogno no todo ha quedado completamente claro, ¿no? Si no, no me habrías preguntado por la pitillera de plata ni por la procedencia del dinero que Luciani usaba para la corrupción… o por «presencias extrañas» que hubieran podido mostrar interés por el asunto.
—¡Ahora no te pongas a hacerte el listillo, venga! Te lo contaré todo en cuanto pueda. Dime a quién te refieres; tengo los minutos contados.
* * *
Y una vez más, en cuanto se pronuncia su nombre en voz baja, Ubiquique Suum repite el milagro de encontrarse simultáneamente en dos lugares: en este caso, en el claustro del tribunal del Oratorio y en su despacho del Palazzo Braschi, donde recibe la mala noticia de que el superintendente Panicacci está en la cama, resfriado, mientras analiza cómo hacerse con la mayor información posible sobre el descubrimiento del cadáver de Guido Tremolaterra, ahora que, dado lo delicado del caso, puede ocuparse de él personalmente sin que pueda considerársele una presencia extraña.
* * *
—Inspector Archibugi.
Corrado se dio media vuelta y se encontró frente a las rojas mejillas del juez Primicerio, cuyos ojos poco expresivos —y por tanto poco de fiar— pasaron de Corrado a su interlocutor. Después el juez hizo un gesto con la cabeza y con un simple «Abogado…» saludó y despidió al mismo tiempo al confidente, que se alejó por las escaleras del tribunal, aún impresionado por la frialdad que había observado entre los dos.
—Estoy siguiendo personalmente el interrogatorio de los tres vagabundos —dijo Primicerio—. Se encuentran en mi despacho, evidentemente bajo vigilancia. Había salido a tomar un café. ¿Quiere subir conmigo? Creo que no estamos lejos de obtener su confesión completa.
—No, señor juez, se lo agradezco.
Primicerio frunció el ceño y su mirada de desconfianza se agudizó:
—Usted se ha mostrado desinteresado con respecto a esos tres bergantes desde el principio, inspector.
—Al contrario. Me he mostrado interesado en su justa medida.
—¿De verdad? Así pues, ¿soy yo el que no los he valorado en su justa medida?
Archibugi sonrió, mientras apagaba el puro frotándolo contra un pilar del patio, con todos los sentidos alerta. A su alrededor se oían pasos y voces de abogados, jueces, acusados y carabinieri que revoloteaban a su alrededor.
—No lo creo en absoluto, señor juez. Es más, usted procede de un modo muy ordenado: precisamente, si dedica su tiempo a los tres desgraciados que han hallado a Tremolaterra y que sin duda habrán cometido al menos un delito, el robo de sus efectos personales…
—«Hallado», pero no «asesinado». ¿Es eso lo que piensa? ¿Y por qué todo ese asunto de la pitillera?
—Es una historia más bien complicada. Tengo intención de volver a mi despacho, más tarde, y redactar un informe que le enviaré hoy mismo… Un informe en el que expondré mi teoría sobre la desaparición de Tremolaterra.
—Puede decírmelo en persona ahora mismo.
—Sí, claro, pero mi teoría se basa en algunas hipótesis algo delicadas, por decirlo así. Exponiéndola por escrito podré ser más preciso, claro y exhaustivo… Así no correré el riesgo de equivocarme, de decir algo fuera de lugar, vamos —concluyó, y se excusó con una sonrisa ingenua—. Espero que me comprenda, señor juez.
—¡No me diga que tiene miedo de quedar como un tonto, inspector! —rebatió Primicerio, con tono jocoso—. ¿Qué teoría es ésa, si teme hacer un mal papel al contarla?
Archibugi guardó el puro, ya apagado, en su portacigarros de piel, y se apoyó en el bastón, en ademán de despedida.
—Una de esas teorías en las que se mezcla lo sagrado y lo profano. Y ahora, si me permite…
—Espere. ¿Qué hacía usted hoy por aquí? ¡Inspector…!
Pero Archibugi ya se había alejado, y clavaba el bastón en el suelo a cada paso; al cabo de un momento, se encontró en la calle, en la Piazza della Chiesa Nuova.
En la calesa que le llevó de vuelta al Palazzo Braschi empezó a darle vueltas al informe reservado que tendría que escribir para el juez Rolando Primicerio; no podía hacer otra cosa.
La corriente de aire que se levanta siempre cuando se dejan abiertas las «puertas de atrás» ya se encargaría de soplarle en las narices el contenido de su informe a quien correspondiera…