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—Busco a Gabriele Bertali. ¿Es su hijo?
Quadraccia estaba de pie, con las piernas separadas y el ceño fruncido, ajeno a quienes llamaban de vez en cuando a la puerta cerrada y a las sombras que se perfilaban contra el cristal esmerilado.
—Sí, el mayor. Después está la pequeña… —El hombre era un saco de patatas que hablaba con voz cansada, sorbiéndose la nariz de vez en cuando—. Le ruego, inspector. Mi esposa… ¿No podríamos hablar después del entierro?
—No. Quiero a su hijo. ¿Dónde está? —preguntó Quadraccia, que sólo había visto a la hija, junto a su padre.
—No está aquí. Está mal. Tenemos una casa en el campo, a las afueras de Viterbo. Ni siquiera sabe que su madre…
—¿Qué le pasa a su hijo? ¿Cuándo se fue?
El hombre hizo un gesto vago con la mano.
—Hace una semana. Sufre de los nervios. El médico le dijo que el aire del campo…
—¿Usted sabe que el 24 de octubre pasado su hijo se presentó en el Santo Spirito? Era domingo. Llegó hacia las cuatro de la mañana.
Alfonso asintió.
—Iba acompañado por dos amigos. Sus nombres no están registrados. ¿Usted sabe quiénes son?
—Sí.
Quadraccia escribió en su cuaderno el nombre y la dirección de los dos jóvenes, que el viudo había escupido casi con rabia.
—¿Ellos también son buenos chicos, como su hijo? ¿Ellos también están delicados de los nervios? —dijo el inspector, aprovechando la repentina muestra de aversión del hombre, que, sin embargo, se controló y se tragó el sapo en silencio.
—Pero su hijo no se presentó en el Santo Spirito por un problema de nervios. Ya sabe por qué fue, ¿no? Menos mal que estaban sus queridos amigos… Quién sabe la que habrá liado un desequilibrado como su hijo, ¿eh, querido Bertali?
El hombre estalló.
—¿Cómo se permite? ¡Gabriele no es un desequilibrado! Le han llevado por el mal camino ésos. ¡No los llame «queridos amigos»! —exclamó Alfonso, que se puso en pie de un salto—. Ellos han sido nuestra ruina, inspector. Ellos. ¿Lo entiende? ¿Por qué no va a verlos a ellos y nos deja llorar en paz? ¿Por qué…?
Durante el soliloquio, Quadraccia se mantuvo inexpresivo, chupando una castaña. De pronto ordenó:
—Siéntese. No se preocupe, también iré a verlos a ellos, ahora que sé quiénes son. ¡Sentado le he dicho!
El hombre, de un rojo encendido, se sentó, pero repitió:
—¡Ellos, ellos son los que tienen la culpa!
—Pero el que acabó en el hospital fue su hijo. A quien apaleó la vieja fue a él.
Alfonso volvió a tragar saliva, con la mano temblorosa cogió el vaso y le dio un largo sorbo, tosió, levantó la vista hacia Quadraccia y preguntó, en voz baja:
—Pero usted… ¿Usted cómo sabe todo eso?
—¿Ve este pedazo de fotografía? No, lo aguanto yo. Se cayó al suelo cuando su hijo se tendió para los primeros auxilios. Estaba presente un…, un empleado del Santo Spirito que conozco bien y que recogió el fragmento de fotografía, que luego olvidó en su despacho. Lo he encontrado esta mañana. El fragmento, señor Bertali, había salido del pliegue del dobladillo de los pantalones de Gabriele. —Quadraccia volvió a meterse el pedazo de fotografía en el bolsillo—. Ahora bien, me he preguntado: ¿cómo es posible que un trocito de una fotografía acabe en el dobladillo de los pantalones de alguien? Bueno, si esa persona rompiera la fotografía y tirara los pedazos al suelo, podría ocurrir.
—Papá…
Quadraccia se giró de golpe hacia la puerta, por la que asomaba el rostro de la hija de Bertali, evidentemente preocupada, que miraba alternativamente a su padre y al hombre vestido de negro.
—Dos minutos más, señorita —dijo Quadraccia tranquilamente, después de escupir en la mano la piel de la castaña y de tirarla bajo la mesa—. Cierre la puerta.
Y volvió a Bertali, que dijo:
—Fue un momento… Un momento de locura, inspector.
—Más de un momento, Bertali. Porque cuando la vieja, que a propósito, se llamaba Lorenza Sangiacomo, cuando la vieja vio las fotografías rotas en pedazos ante sus propios ojos, las fotografías en las que aparecía cuando era joven e irresistible, perdió el control… Parece que tenía mucho apego por ellas, ya sabe cómo son estas cosas…
Todo había sucedido por casualidad. El joven Bertali había comprado las fotografías y, acompañado de dos amigos, las había sacado del sobre, a la luz de un farol. Lorenza estaba frente a ellos, apoyada en un largo bastón, y analizaba las miradas y la expresión de los tres jóvenes, ávida de sus sensaciones, de sus comentarios. Poco le importaban las monedas que tenía en la mano.
Los hombres señalaban a la mujer, se reían, intercambiaban bromas, alusiones, sin pensar en la vieja, que se iba colmando de una súbita y reconfortante sensación de felicidad.
Pero uno de los tres vio el colgante por casualidad. El colgante que llevaba la vieja al cuello, y también la joven desnuda, eternamente bella en las fotografías encargadas por un diplomático ruso en tiempos del Papa Rey.
Quizá fuera culpa del vino y los licores. La complicidad de los tres jóvenes en la lujuria se transformó en la complicidad en el escarnio. Ya no les interesaban las fotografías; Gabriele las rompió con un gesto teatral y los fragmentos se le cayeron de los dedos; ¿cómo era posible convertirse en algo tan feo, por Dios?, decían los tres, y casi se partían de la risa. La oscuridad era profunda y las calles estaban casi desiertas.
—A propósito, ¿dónde ocurrió?
—Mi hijo no nos lo ha dicho. No lo sé exactamente. Tampoco es importante, ¿no? Por la zona de la Fontanella Borghese, creo…
El bastón de Lorenza golpeó a Gabriele en plena frente, un golpe seco que le nubló la vista unos instantes, asestado con la fuerza de la rabia y de la desesperación de una mujer a la que le han arrebatado todo. Sus amigos lo sostuvieron. Esperaron a que volviera en sí y luego se lanzaron contra la apestosa asaltadora.
—La mataron a palos. ¿No es cierto?
—Sí, señor Bertali. A lo mejor fue un momento de locura, quizás hubieran bebido demasiado. Pero eso no es una justificación. A mí no me interesan las justificaciones; no soy juez. Sin embargo no ha sido sólo un momento de locura. Porque no sólo la mataron a palos, sino que luego decidieron hacer desaparecer el cadáver…
—Inspector, si ya lo sabe todo, ¿qué quiere de mí? ¿Por qué no se va?
—Quería los nombres y quería saber dónde está su hijo. Quiero que me confirme lo que ha sucedido. Quiero encerrarlos a todos, a todos. ¿De quién era la carroza? Porque aquella noche los tres habían salido con una carroza privada, ¿no? ¿El coupé de abajo?
Un leve asentimiento.
—¿Su coupé? —repitió Quadraccia, levantando la voz.
—¡Sí!
—Ah. Habrán tenido que apretarse, una vez cargado el cadáver. Quizás usaran uno de los trapos de Lorenza, liándoselo alrededor de la cara, para que no se les mancharan las piernas de sangre. Porque, señor Bertali, lo que es sangre, Lorenza debede haber soltado mucha. Espere, ¿qué es eso? ¿Queso?
Ante la mirada incrédula de Alfonso Bertali, Quadraccia se acercó a un paquete sobre una artesa, lo abrió, con un movimiento de la cabeza confirmó que se trataba de queso y con la navaja cortó un trozo que se puso a comer con gusto.
—Esta mañana he salido temprano. Llevo ya mucho rato por ahí. ¿Decíamos? Ah. ¿Es cierto que…?
Esta vez fue la portera la que se asomó.
—Menos mal que ha dado señales de vida. Soy inspector de Seguridad Pública: vaya enseguida a buscar un agente y tráigamelo. ¡Rápido, venga! —Se volvió de nuevo hacia Bertali, que ahora lloraba con la cabeza hundida entre los brazos, sobre la mesa—. ¿Es cierto que los tres decidieron tirar a la muerta al Tíber? Imagino que desde la orilla del Trastevere, que por la noche está oscura. Y para asegurarse de que no flotara, lo hicieron con una buena piedra atada al pie. ¿Así es como se lo ha contado su hijo, señor Bertali? Venga, ánimo, que ya casi he acabado. ¿Y bien?
Un murmullo lo confirmó. Quadraccia asintió, masticó lentamente otro trozo de queso, se cortó incluso una rebanada de pan. Miró alrededor en busca de vino, pero no lo encontró.
—El espabilado de Gabriele habría salido bien parado si los palos que le dio la vieja no le hubieran dejado tocado, hasta el punto de que, poco después de tirar el cadáver al río, se sintió mal y sus amigos tuvieron que llevarlo al Santo Spirito. Naturalmente se inventarían una patraña, pero Arduino recogió y conservó aquel fragmento de una de las fotografías de Lorenza, que, gracias a mis investigaciones, estaban ya en mi posesión desde hace tiempo. ¿Ahora quién es, por mis…? ¡Ah, ven, muchacho! Soy el inspector Onorato Quadraccia. Tengo un trabajo para ti. Espera.
Escribió algo en el cuaderno, arrancó la hoja y se la dio al guardia que estaba de pie en medio de la estancia, con la mirada clavada en la espalda de Alfonso, que sollozaba estremecido.
—Ten. Un telegrama urgente para la comisaría de Viterbo. —El viejo levantó los ojos hinchados y, tambaleándose, se puso en pie. Quadraccia observaba al agente, pero con el rabillo del ojo no perdía de vista a Alfonso—. Comprueba que entiendes la caligrafía. ¿Está claro? Bien. ¡Ahora ve, corre! Y usted, ¿qué es lo que hace?
El hombre se había acercado a Quadraccia por la espalda y, en un intento por agredirlo, casi se le cayó encima. El inspector se dio la vuelta de golpe y lo rechazó de un empujón, un golpe decidido pero sin especial violencia: Alfonso volvió a caer a peso sobre la silla.
—¿Va a mandar que lo arresten?
—¿Y qué debería hacer? ¿Darle una medalla? —respondió Quadraccia, pasmado—. ¿Acaso no ha entendido lo que han hecho su hijo y sus amigos? Y además, ¿usted cómo lo sabe? ¿Cómo es que Gabriele se lo ha contado todo?
—Por el colgante.
—¡Claro! —exclamó Quadraccia, que ahora lo veía todo claro, hasta el último detalle—. El colgante. Pensaba que el asesino se lo habría arrancado del cuello a la vieja… ¡Pero no que se lo hubiera quedado!
—¡No se lo arrancó para quedárselo! Gabriele… Gabriele se lo arrancó para mirarlo, y entonces le golpeó, y la situación se precipitó… Él no se acordaba siquiera de cómo había sucedido, pero debió de recogerlo para no dejarlo allí, y luego se lo olvidó en el bolsillo del abrigo…
—¿Y entonces? ¿Se lo encontró usted? ¿Gabriele le confesó el delito cuando le enseñó el colgante?
—Sí, estaba raro, nervioso… ¡Créame, inspector, se ha dado cuenta de lo que ha hecho! Gabriele es un…, sí, ya, usted no es juez. En cualquier caso, cuando vio el colgante nos lo contó todo, espontáneamente, cubierto de lágrimas. Fue entonces cuando lo mandamos lejos.
—Pero el colgante lo encontró su mujer, no usted, ¿verdad? Un hombre no mira en los bolsillos de la ropa de su hijo. Su mujer sí, quizá cuando quiso guardar el abrigo. Gabriele le contó el lío en que se había metido a su esposa, no a usted. A la mamá. Y la mamá no lo soportó: se murió del dolor.
Alfonso Bertali estalló de nuevo en un llanto incontenible. Incluso Quadraccia se sintió incómodo. Habría querido pedirle el colgante, pero pensó que ya volvería a pasar por allí. Abrió con un gesto decidido la puerta y la hija se coló a toda prisa, corrió hasta su padre y le rodeó los hombros con los brazos.
Quadraccia se quedó unos instantes en el umbral, primero mirando al interior de la portería, hacia aquel triste cuadro familiar, y después afuera, hacia el vestíbulo, donde la pequeña concentración de vecinos lo miraba con dureza, o quizá sólo con curiosidad.
Reflexionó sobre si debía dar el pésame. Pero él no era cura ni diplomático, no era más que un poli. Nunca había oído que un policía diera el pésame: él no lo había hecho nunca, y desde luego había comunicado muchas muertes. Pero, por algún motivo, se sentía obligado a decir algo, y al final declaró en voz alta, dirigiéndose a todos y a nadie en particular:
—Yo sólo cumplo con mi deber.