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El inspector Onorato Quadraccia se despertó de buena mañana, como los buenos cazadores. Abrió el ventanuco de la habitación e inmediatamente volvió a cerrarlo: el viento había cambiado de nuevo, ahora soplaba una brisa fría que se había llevado la niebla, pero no las nubes, que seguían cubriendo de negro un cielo que apenas empezaba a aclararse por el este.

Se vistió con prisas, en el silencio total del domingo por la mañana, y metió en los bolsillos del abrigo la navaja, el cuaderno con su lápiz desgastado y un par de ferri. Se comió una rebanada de pan duro, se tomó una taza de café preparado en un hornillo y se puso en marcha.

Caminaba deprisa, con la cabeza gacha, como un perro de caza. Tenía que quemar aquella sensación de impotencia que le atenazaba. En algún lugar había un asesino —o más de uno— que había matado a Lorenza Sorgiacomo y la había tirado al Tíber y que ahora dormía tranquilo, mientras él iba dando vueltas y pasando frío, reconcomiéndose por dentro. No era justo. Todo el mundo tendría que reconcomerse por dentro como él.

Recorrió buena parte de la Via della Lungaretta hasta que tuvo a la vista Santa Maria in Trastevere. Ni siquiera le echó un vistazo al mosaico de la fachada de la basílica, aún apagado a la tenue luz del alba; giró por la Piazza Sant’Apollonia.

Tres o cuatro haraganes, sentados en los escalones de Santa Margherita, lo miraron con curiosidad. Quadraccia había reconocido al menos a uno de ellos, pero no se detuvo: no se sentía amenazado por las eventuales ansias de venganza de algún maleante a aquella hora de la mañana. No obstante, se mantuvo atento, por si oía pasos a sus espaldas.

Al final de la Via del Moro, llegó a un almacén en el que había aparcadas dos carrozas. Aquel espacio, amplio y de techo bajo, tenía una puerta que daba a un patio de tierra, donde unos caballos sacudían la cola indolentemente.

Un par de hombres descargaban de un carro voluminosas balas de heno, bajo la mirada del propietario, que fumaba apoyado en la pared, con los dedos metidos en los bolsillos del chaleco.

El propietario alquilaba carrozas privadas a cocheros pobres que no podían permitirse tener un vehículo propio; cobraba un alquiler diario y el resto de las ganancias se las quedaba el cochero.

Quadraccia no necesitaba una carroza: le bastaba un mulo. Tenía la impresión de que la caza podría llevarle a patear media Roma, y ya no tenía edad para hacerlo todo a pie. Y era demasiado pronto para encontrar carrozas. Así que, dado que no se le daban muy bien los caballos, de los que no se fiaba, alquiló un mulo y, sin prisas, se abrió paso por el laberinto de callejones en el que se había metido y volvió a embocar la Via della Lungara.

Se iban abriendo las primeras ventanas, las primeras sábanas colgaban de los tendederos como cada domingo, los primeros orinales se vaciaban en las calles —a pesar de las normativas municipales—, se llenaban los primeros barreños para bañar y restregar bien a los crios, se oían las primeras voces procedentes de las habitaciones.

Poco a poco, las callejuelas húmedas y resbaladizas, sinuosas y entretejidas, dieron paso al amplio cauce de la Via della Lungara, luminosa, donde las casas se alternaban con huertos y jardines; y en el silencio absoluto se distinguía el borboteo de las cloacas que vertían sus aguas en el río a través de un caño de piedra.

Por aquella calle desierta, un hombre alto, enjuto, vestido de negro, que se mecía sobre un mulo, con aspecto de Don Quijote, avanzaba en dirección a Porta di Santo Spirito, al encuentro del único de sus confidentes que podía encontrar incluso en domingo.

* * *

También el inspector Corrado Archibugi se levantó pronto. A las siete salió por el portal y, con la ayuda del bastón, se encaminó a paso rápido hacia la comisaría, donde le esperaba una carroza que había reservado. Sólo los domingos podía hacerse con una de las pocas carrozas del ministerio. En el bolsillo llevaba una orden obtenida en el despacho de Panicacci, tras la charla con Tinebra, y pensaba en la cita con Lucrezia y sus padres para la misa de la mañana. No quería faltar.

La portera, Pasquina, que volvía de encenderle a la Virgen de la esquina las velas que se habían apagado durante la noche, lo vio y se quedó pasmada.

—Usted perdone, excelencia, pero… ¿ahora sale así de temprano hasta los domingos?

Corrado esbozó un saludo, abrió los brazos como diciendo: «El trabajo», y le pasó por delante.

Ella lo siguió con la mirada hasta que rebasó la esquina y sacudió la cabeza:

—Vuelve tarde, empieza pronto, no duerme nunca… Tiene unas ojeras así. ¡Y para eso ha venido de Turín! —masculló.

* * *

Onorato Quadraccia había entrado en el Santo Spirito lleno de rabia y bastante nervioso. Unos meses antes se había pasado bastante tiempo allí dentro, confinado en un pabellón, con un biombo como única separación entre él y los demás enfermos, y desde entonces no le gustaba volver por allí, a pesar de que Mancha Roja le pasara siempre el nombre de alguno que había tropezado accidentalmente con la navaja de otro, aunque normalmente el accidentado no solía saber de quién era la navaja ni cómo había ocurrido. Así pues, después de atar el mulo a un árbol, dudó un momento, pero finalmente entró como un ariete, con un nudo en la garganta y los nervios a flor de piel.

Salió a toda prisa poco después, casi a la carrera: ni siquiera le detuvo el dolor penetrante que sentía entre las escápulas, provocado por lo forzado de su respiración. Se detuvo frente al mulo, le miró las costillas, marcadas bajo el pellejo, y torció la boca. Tardaría un siglo en llegar a la Via Mónterone con aquel animal moribundo, y él sentía la urgencia del cazador que ha recuperado el rastro de la presa. Miró a su alrededor y vio una carroza que estaba a punto de marcharse después de haber dejado en el hospital a una pareja joven, ella sollozando y el hombre cogiéndola por los hombros con delicadeza.

Quadraccia emitió un potente silbido y se lanzó tras la carroza, que avanzaba con indolencia; el cochero se giró al oírle.

—¡Quieta!

Subió a bordo y se dejó caer en el rugoso asiento, le comunicó con un grito triunfal la dirección que acababa de averiguar y le pidió que fuera a toda velocidad. Hacía tiempo que no se sentía tan contento.

A pesar de la gruesa tela de por medio, le parecía notar en el bolsillo la presencia de un fragmento de fotografía, de color sepia, con los bordes mellados; la imagen de una pierna femenina desnuda, una pierna bien torneada que acababa en un grácil piececillo con la punta apoyada en una alfombra.

La carroza llegó al castillo de Sant’Angelo, atravesó el río por el Ponte Degli Angelí y se introdujo en las visceras de la Via dei Banchi Nuovi y la Via del Governo Vecchio. El repiqueteo de los cascos y el fragor de las ruedas resonaban contra las paredes desconchadas. Quadraccia hacía fuerza con los pies para no bailar demasiado, y con una mano se aguantaba el sombrero contra la cabeza. El cochero no hacía más que tocar la campanilla para pedir paso, sobre todo en las curvas. Desde una ventana soltaron una imprecación y el contenido de un orinal, que no dio en el blanco por poco.

—¡Venga, venga! —le espoleaba Quadraccia.

—Yo ya le doy, pero como aparezca alguien de pronto…

La velocidad, el ruido atronador de la carroza, el tintineo de la campanilla y los chasquidos del látigo del cochero excitaban al inspector. En la comisaría se reían de su obsesión de hacer la ronda por los hospitales, de pagar a empleados y camilleros para que le dieran informaciones que luego él registraba en su cuaderno y archivaba. Sin embargo, gracias a Mancha Roja, galopaba con la intención de echarle el guante al asesino de Lorenza Sorgiacomo. ¡Ningún delincuente salía indemne, si el viejo Homilías salía a su caza! Al día siguiente, le plantaría a Panicacci su informe sobre la mesa: «Aquí tiene. ¡Tome nota!», y se daría media vuelta. Y que dejara de tocar las narices con sus reuniones semanales. Lo que tenía que hacer es dejarle trabajar en paz y…

—Pero ¿qué…?

El brusco frenazo casi lanzó a Quadraccia encima del cochero. Por un momento miró a su alrededor, desorientado, y reconoció el Palazzo Braschi: habían llegado a la Piazza San Pantaleo. La carroza se había detenido para evitar chocar con otro vehículo que acababa de salir del edificio.

Quadraccia se puso en pie de un respingo, con la lengua contraída en busca de un insulto encarnizado, pero se contuvo cuando vio que la carroza llevaba el escudo del Reino de Italia y, sobre todo, cuando se dio cuenta de que a bordo iba el inspector Corrado Archibugi.

—Mira por dónde —dijo Quadraccia—. ¿Te has caído de la cama?

Archibugi esbozó una sonrisa.

—No por mucho madrugar amanece más temprano, ¿eh?

Quadraccia volvió a sentarse y ladeó el cuerpo hacia el colega. Las carrozas estaban una junto a la otra, inmóviles.

—Muy bien, inspector Archibugi. ¿El asunto del periodista?

—Precisamente. ¿Y usted?

—Mi «vejiga».

Archibugi estaba asombrado.

—¿La mujer encontrada en el río? ¿Realmente ha conseguido llegar hasta el culpable?

—Parece que sí, inspector, parece que sí —dijo Quadraccia, hinchándose como un globo y metiendo los dedos en el chaleco—. Y lo mejor es que vive tan cerca del Palazzo Braschi que si le escupía desde aquí, le daba en la cara. Es ahí mismo, detrás del teatro Valle. Ahora iba para allá. He seguido sus pasos por media Roma y al final me encuentro aquí. Curiosa, la vida, ¿no? Bueno, voy para allá, que se me hace tarde. ¡Nos vemos, inspector!

Un minuto más tarde, las dos carrozas se separaron: la de Quadraccia en dirección a la Via Monterone; la de Archibugi hacia Campo Marzio, por última vez.