Capítulo 10
Lorenzo Panicacci estaba sentado en su escritorio, descompuesto.
Eran más de las ocho de la tarde; los pasillos estaban desiertos, ya no se oían los pasos acelerados, los tacones contra el suelo, las carrozas rondando por el patio, las voces. Se habían acabado los problemas de gestión, las reuniones con los jueces instructores, las instrucciones operativas a aquel puñado de inspectores incautos, los sapos que había que tragar, los periodistas… Ahora sólo había que dejar pasar la resaca de la jornada, aquel insistente zumbido en el cerebro.
Con el cinturón de los pantalones aflojado y el chaleco desabrochado, fumaba su pipa con delectación, encerrado con llave. Incluso había apartado a una esquina del escritorio los informes, como para distanciarse del trabajo. Diez minutos en silencio, el tiempo de consumir la pipa; luego a cenar al restaurante de siempre y por fin a casa, un apartamento alquilado cerca de allí, donde vivía solo, porque su familia se había quedado en Lucca.
Echaba bocanadas lentas, dado que la lengua le picaba tras una jornada de humo inquieto, y dejaba vagar los ojos por la sala; el único punto en el que no podían posarse era el retrato de Joseph Fouché. Habría tenido que colocarlo en la pared frente a él, pensó, no a sus espaldas: así los desgraciados de los inspectores no levantarían la vista mientras él hablaba.
Fumando en aquellos momentos de silencio, Panicacci conseguía alejar el ansia y las preocupaciones; se desvanecían las imágenes de Sabbatini, del juez Posapiano, de Quadraccia con su «vejiga» y su actitud insolente del que cree que puede hacer siempre las cosas como le parece, de Archibugi retorcido como una serpiente aplastada por un carro, del director Mezzasalma, que se permitía negarse a responder a cualquier pregunta tranquilamente…
Lanzó la última bocanada de la pipa y echó un vistazo a la cazoleta: apagada. Se acabó lo que se daba. Limpió la pipa con mimo, se levantó con un suspiro, se recolocó el cinturón y el chaleco y se acercó al colgador para coger su abrigo.
Llamaron a la puerta.
—¿Quién es, a estas horas?
Ninguna respuesta. En el silencio, se oyeron nuevos golpes, ligeros y decididos. Alguien estaba tanteando la manija.
—¡Un momento!
Giró la llave y abrió la puerta, contrariado, ya preparado para echarle la bronca a la inoportuna visita. Pero en cuanto vio a aquel hombre en el umbral, se quedó con la boca abierta. Realmente no encontraba palabras; se aclaró la voz y, por fin, tras dos o tres intentos, mientras procuraba acostumbrarse lo antes posible a la idea de que la jornada no había acabado, sino que más bien acababa de empezar, consiguió decir:
—Adelante, excelencia, póngase cómodo…