Capítulo 4
Maria Gualtieri iba contando, en un barullo de sollozos, plegarias, lamentos y expresiones de conmiseración. Hablaba, sentada junto a la ventana abierta, retorciendo el pañuelito y las puntas del fular.
Archibugi había decidido que permanecieran en la sala únicamente Gualtieri, Scialoja y Ortolani, con la esperanza de poder descifrar aquel intercambio de miradas. De Matteis había acompañado a otra sala a las otras secretarias, que charlaban al otro lado de la puerta cerrada, con voz en muchos casos irritada o alterada, como si se estuvieran echando en cara quién sabe qué la una a la otra.
El bombín, apoyado en medio del escritorio de Tremolaterra, emanaba un aire de muerte, como un vaso canópico, símbolo de un hombre ya desaparecido.
El miércoles por la mañana, Guido Tremolaterra le había hecho una confidencia a Maria Gualtieri: le había revelado que tenía necesidad de desaparecer unos días. Que no le preguntara por qué, por favor, un caballero no podía meter en líos a una señorita como ella, y pese a todo se había rebajado a pedirle ayuda y esperaba que ella lo entendiera, o eso es lo que había dicho. Había recibido noticias, una nota (Maria no sabía qué ponía ni quién se la había traído) que requería su atención. Tendría que dejar sus ocupaciones habituales, apartarse de todo durante un tiempo, para reflexionar sin agobios. ¿Podía ayudarlo?
—Naturalmente, me sentí honrada…
¡Naturalmente! Mientras caminaba arriba y abajo, Corrado Archibugi se preguntaba qué poder tenía Tremolaterra sobre aquel grupo de señoritas: ¿las seleccionaba adrede, detectaba su debilidad? ¿Se quedaba con la que reconocía inmediatamente su loción para el cabello? Era ridículo. ¡Y las miradas de horror y celos de las otras, cuando la Gualtieri había hecho aquella confesión! Y en todos aquellos cambios de humor, en aquel erotismo más o menos reprimido, ¿qué papel tenía Adele Ortolani, la madre abadesa, la vestal del escritor? Archibugi había querido que ella estuviera presente en la declaración de Gualtieri, pero resultaba del todo imposible extraer emoción alguna de su expresión gélida: aquella mujer estaba acostumbrada a controlar las emociones, a enmascararlas.
¿Y la nota inesperada? ¿Qué ponía, que requiriera su atención de un modo tan urgente y reservado? Había llegado el miércoles por la mañana, poco antes o poco después de la visita de Sabbatini, mientras Petrocchi hacía su explosiva declaración en el despacho de Panicacci: una sospechosa coincidencia que invitaba a buscar un vínculo entre ambas cosas.
Scialoja le llevó un vaso de agua a Gualtieri, y ésta se lo bebió con avidez.
—Gracias. Guido, es decir, el señor Tremolaterra, sabía dónde vivo: yo no podía alojarle, ustedes lo entenderán —explicó, ruborizada, mirando a Adele Ortolani, que, sin embargo, parecía más interesada en la alfombra en aquel momento—. Por otra parte, él mismo comprendía que no era posible… que yo le diera cobijo. Pero sabía que al lado de mi casa había una buhardilla vacía, de la que yo tenía la llave, porque la señora que vivía allí me había hecho una copia. Estaba sola y era mayor, ¿saben…?
—Así pues, ¿Tremolaterra durmió en la habitación contigua a la suya el miércoles por la noche? —inquirió Archibugi, pasando por alto cómo Tremolaterra podía saber que había una buhardilla apartada y disponible junto al piso de Gualtieri.
Sí, había dormido a su lado, es decir, en la habitación al lado de la suya (otra vez se ruborizó, y Archibugi pensó en cuántas veces más habría dormido el periodista junto a la joven, es decir, en la habitación de al lado). Todo ello en el mayor secreto, evitando que le viera la portera, algo por otra parte nada difícil: ya habían visto qué tipo de persona era. Tremolaterra no le había pedido nada y se había portado como un perfecto caballero (otra mirada a la madre abadesa). No le había parecido agitado ni nervioso, quizás algo reservado, silencioso.
—¿Como quien no consigue entender algo?
Gualtieri se quedó mirando a Archibugi.
—Sí, quizá sí.
Aquel miércoles por la tarde, Tremolaterra había cenado en una trattoria cercana, solo: le había dicho que habría querido invitarla a cenar, pero que no era conveniente, en aquellas circunstancias, que alguien podría imaginarse dónde se escondía.
—¿Y cuando usted ha sabido por el Eco di Roma lo del niño muerto, lo de la doble W? ¿Cómo ha reaccionado? ¿Qué ha pensado? ¿Y qué le ha dicho Tremolaterra?
María Gualtieri se llevó las manos al pecho y juró que no sabía nada de aquella historia; se había enterado de que Tremolaterra había estado en la Morte Desolata por Archibugi, poco antes. El jueves había hablado de aquel artículo con Guido, es decir, con el señor Tremolaterra, pero él había sacudido la cabeza y le había dicho que no se preocupara, que todo era una cortina de humo, un complot —dijo incluso «un complot»—. Y después lo vio poquísimo en todo el día, estuvo todo el rato por ahí, quién sabe dónde. Cuando el día anterior se habían presentado primero el inspector y después el señor delegado, él no estaba en la habitación de al lado: había salido. No sabía donde había ido, lo juraba con la voz quebrada.
Archibugi se acarició el bigote, pensativo. Con el rabillo del ojo controlaba a Adele Ortolani, que parecía una esfinge. Lo que más le interesaba en aquel momento era precisamente ella, la madre abadesa, sus pensamientos: y le pareció que el único modo para llegar a ellos sería usando una piedra de toque. Por eso había querido que estuviera presente en el interrogatorio a Gualtieri.
—¿Usted se explica por qué le pidió ayuda Tremolaterra precisamente a usted?
¡Ah! Esta vez la madre abadesa sí había acusado el golpe. Corrado, que ni siquiera oyó la respuesta de Gualtieri, vio que la señora Ortolani cruzaba los brazos sobre el pecho y torcía los labios para luego abrirlos, casi como si fuera a hablar. Fue sólo un instante, un momento suspendido en el tiempo en el que Archibugi concibió esperanzas de que Ortolani se quitara aquella máscara, pero al poco aquel rostro volvió a mostrarse igual de inexpresivo que antes.
—Siga —dijo—. Dígame qué sucedió el jueves por la tarde.
¡Había sido un calvario, una espera terrible! Por fin Tremolaterra volvió, cuando ya había oscurecido, hacia las seis, nervioso e irritable. Le había mandado a buscarle un bocadillo de jamón y una botella de cerveza. Gualtieri vio que algo grave flotaba en el ambiente. Le llevó de comer y de beber y lo dejó solo, pero lo oía paseándose arriba y abajo por la buhardilla.
—Después, hacia las siete, salió de nuevo: llamó a mi puerta y me dijo que tenía una cita, que volvería pronto, que no me preocupara. Y sin embargo, parecía que hubiera envejecido diez años. ¿Cómo? Sí, llevaba el bombín que han encontrado.
Maria Gualtieri había pasado la noche en blanco; de vez en cuando, cuando salía del duermevela, iba a llamar a la puerta de al lado, con la esperanza de que Tremolaterra hubiera vuelto. Nada. Y esa mañana, cuando el agente de Policía había acudido a llamarla para que se presentara en comisaría, por un momento tuvo la esperanza de que hubiera regresado…
—Tenía que haber venido enseguida a comisaría, contarlo todo. ¡Nunca más podré estar tranquila, si le pasa algo a Guido! Si hubiera venido antes quizá no le hubiera pasado nada. ¿Qué dicen ustedes? Pero ¿cómo podía imaginármelo? Y además, después de todo, ¿estamos seguros de que…, de que…?
Los ojos de Maria buscaron ayuda en los de Adele Ortolani, inflexibles. Luego se llenaron de lágrimas y la joven estalló en un llanto histérico.
Archibugi torció la boca.
—Deme la llave de la buhardilla en la que se ha refugiado Tremolaterra.
—¿Eh? Ya no la tengo. Se la di a él, y no sé…
—Entonces tendrás que pedírsela a la portera —le dijo Currado a Scialoja—. Ve a echar un vistazo.
—Pero entonces todo el mundo sabrá que él… —protestó Gualtieri.
Archibugi estaba a punto de replicar, pero sorprendentemente llegó antes Adele Ortolani, con voz seca y baja:
—Habrías podido pensártelo antes.
Se produjo un cruce de miradas silenciosas y a lo lejos se oyó el murmullo de una tormenta. Las cortinas se hincharon majestuosamente y luego se deshincharon. Los sollozos de la Gualtieri eran regulares, como guiados por un metrónomo.
—Bien. Oreste, ve enseguida: nos vemos después, en comisaría, con Petrocchi. ¡Delegado De Matteis, venga, por favor!
La sala volvió a llenarse con las otras secretarias, que intentaban comprender lo sucedido, susurrando entre sí. De Matteis tenía la mirada curiosa que Archibugi conocía ya tan bien.
—Ahora le pongo al día de la situación, delegado, no se preocupe. Pero primero tenemos que pasar un momento por la comisaría. ¿Petrocchi sigue al baño María?
—Sí, inspector. Aunque entenderá que hoy tenemos que soltarlo, o si no…
—Sí, claro. Pero primero quiero hablar con él. Espero que la noche le haya hecho reflexionar.
De Matteis volvió a meter el sombrero en la bolsa.
Archibugi, de pronto, se giró hacia Adele Ortolani y, con voz clara y fuerte, como si quisiera que todos —y, sobre todo, todas— le oyeran bien, dijo:
—Y usted, señora, ¿cómo se explica que el señor Tremolaterra se dirigiera a la señorita Gualtieri en busca de ayuda, que fuera a esconderse en su casa?
Todas las secretarias se quedaron mirando primero a su colega y luego a la madre abadesa. Una vez más, como cuando Archibugi había dirigido la misma pregunta a Gualtieri, se produjo una suerte de escalofrío en aquella máscara inmóvil, los labios de la mujer se entreabrieron y volvieron a cerrarse. Apretó los puños.
—No lo sé —dijo por fin, con voz firme, en el silencio de la sala—. Pero el pobre señor Tremolaterra, si realmente le ha sucedido algo, debe de haberse dado cuenta de su error al fiarse de ésa…, de la señorita Gualtieri. De hecho, anoche, después de abandonar la buhardilla del edificio de Maria, como dice ella, vino a mí. A mi casa.
Un murmullo se propagó por los labios de las cuatro secretarias. La madre abadesa estaba henchida de orgullo y de rabia a la vez.
—¿Y cuándo tenía pensado informarnos, señora Ortolani? —dijo Archibugi, subrayando cada sílaba.
—¿Y por qué tenía que hacerlo? —rebatió ella—. Fue una charla privada, que duró poco más de media hora, y no veo cómo puede ayudarlos en su trabajo. El señor Tremolaterra vino a mi casa anoche hacia las siete y media: no habíamos quedado antes, como parece que le dijo a Maria. Así que si tenía una cita, sería con otra persona. Efectivamente, estaba preocupado.
—¿Por qué?
—No me lo dijo. A decir verdad, no quería decírmelo. A mí me parece que se trataba de deudas. Para ser honestos, la moderación en el gasto nunca ha sido una cualidad del señor Tremolaterra.
—¡A mí no me ha hablado nunca de deudas! —intervino Gualtieri.
—¿Y qué querías? ¿Qué te confiara sus cosas? —protestó Adele—. Tú tenías la buhardilla disponible y por eso se dirigió a ti, no te engañes. Pero vino a mí…
—¿Cómo se permite? —gritó Maria.
De Matteis le apoyó una mano sobre el brazo, decidido, para hacerla callar.
—Yo no me permito nada, repito lo que tú misma has dicho. A mí vino en busca de consuelo espiritual, de consejo…
—¡Sí, muy espiritual, lo tuyo! —espetó Gualtieri.
Las voces se solaparon durante un rato. Finalmente, Corrado pudo reemprender el discurso.
—Bueno, señora Ortolani, usted dice que no entendió cuál era el motivo de angustia de Tremolaterra, su problema —dijo Archibugi—. Así pues, ¿qué consejo podría usted darle?
Adele suspiró.
—Ninguno, efectivamente. Debo decir que el señor Tremolaterra me irritó. Mucho.
—¿Porque él le dijo que se alojaba en casa de la señorita Gualtieri?
Una mirada de Medusa golpeó a Archibugi.
—También. Consideré una falta de respeto el hecho de que el señor Tremolaterra no hubiera decidido recurrir a mí en primera instancia, que no contara con mi ayuda, con mi…
—¡Con tu cama! —gritó Maria, desencadenando una nueva tormenta.
Fueron necesarios unos minutos para recuperar la calma; De Matteis tuvo que sacar de allí a todas las secretarias, que parecían dispuestas a cualquier cosa por quedarse.
Por fin Archibugi prosiguió:
—Así que se sintió dolida.
—Sí, lo confieso. Me mostré fría. Él se dio cuenta, farfullaba excusas, explicaciones a medias.
—¿Y después?
—No crea que fui maleducada. No, incluso le ofrecí café de cebada, estaba cenando cuando se presentó, café y pan con mermelada. Pero levanté…, cómo lo diría…, un muro entre él y yo. Después de los nervios que me había hecho pasar…
—Nunca lo habría dicho —atacó Archibugi, con toda la intención.
—Me da igual lo que habría dicho usted, inspector. No tengo que demostrarle a usted ni a nadie mis sentimientos. Le decía que se fue media hora después. Sí, claro, visto lo que pasó después, me siento culpable. Pero, en realidad, yo no he hecho nada mal. En todo caso, él.
—Y no nos habría dicho nada si yo no la hubiera obligado prácticamente a hablar, provocándola con las palabras de la señorita Gualtieri.
—¿Y qué habría cambiado? ¿Qué es lo que saben ahora? No sé qué hizo, dónde fue, con quién tenía esa famosa cita, ni cómo acabaron por el suelo sus ropas. No sé nada.
Con desgana, Archibugi prosiguió:
—¿Usted conoce a los acreedores de Tremolaterra?
—No. Sé que gastaba mucho, mucho más de lo que ganaba. Era espléndido.
—Usted también está convencida de que está muerto…
Adele Ortolani bajó la mirada y se sentó en una pequeña butaca, con movimientos que a Corrado le parecieron artificiosos y que significaban: «No tengo nada más que decir».
A Archibugi le pasó de pronto por la cabeza una idea extraña, que no tenía nada que ver con lo que había oído hasta entonces. ¿Era posible que…?
Se acercó a la pared y se quedó mirando un cuadro que mostraba una panorámica de Roma desde el puente Sisto. No, no era de Barrington. Archibugi tuvo la certeza cuando lo separó de la pared, le dio la vuelta y en la parte trasera de la tela leyó la firma: un italiano, 1857.
—¿No es del inglés? —preguntó De Matteis por encima del hombro de Archibugi.
—No, en absoluto. Diferente estilo, óleo y no acuarela; y la fecha, además…
Corrado volvió a mirar un momento el cuadro, sosteniéndolo entre las manos y dejándose llevar por sus pensamientos.
—¿Y esas marcas en las cuatro esquinas del marco? —insistió De Matteis.
—Sí, yo también las he visto la otra vez que vine por aquí. Deben de ser signos caligráficos árabes.
—¿Y cómo lo sabe?
Archibugi sonrió mientras volvía a poner el cuadro en su sitio.
—No ponga esa cara, delegado, no conozco la lengua árabe. Pero he visto sus signos alguna vez, y detrás del cuadro, junto al nombre del artista, pone el nombre de la tienda donde lo compraron: L’Antico Bazar, la Via Giulia 67. Así que es fácil imaginar que esos signos estén inspirados en la caligrafía árabe. Tome nota de esa dirección. Y ahora vamos a ver a Petrocchi.
* * *
Bajaron las escaleras a toda prisa; en el portal casi chocaron con dos agentes de la Policía y con el inspector Sabbatini.
—¡Corrado! Entonces, ¿es verdad? Me han dicho que estabas aquí, y al venir me he encontrado con estos dos agentes con…
—¿Tú qué haces aquí? Terenzio, debes quedarte en casa. Te han suspendido, ¿lo entiendes o no?
—¡Bueno, bueno! ¿Y tú ahora qué haces? ¿Méritos para ocupar el puesto de Panicacci? ¡Yo sólo quería saber cómo iban las cosas, caray! Me juego mi trabajo. Y aquí, este polizonte me dice que habéis encontrado la chaqueta de Tremolaterra, tirada por el suelo. ¿Qué pasa, Corrado?
Archibugi casi le arrancó la chaqueta a un agente, que la llevaba bajo el brazo; la examinó, vio la etiqueta con el nombre del propietario y hurgó en los bolsillos.
Enseguida el Policía le informó de que habían atrapado al compañero del vagabundo del bombín, y que aún buscaban al tercero. Archibugi pensaba y al mismo tiempo sentía que el tiempo transcurría rápido, demasiado rápido. No había indicios de lucha en la chaqueta, tirones, cortes ni sangre; sin embargo, tanto chaqueta como sombrero habían aparecido tirados por la calle, por lo que decían aquellos tres. ¿Quién lo habría hecho?
—No habréis soltado a esos vagabundos…
—No, señor inspector. Aún están siendo interrogados.
Archibugi asintió, convencido. Que aquellos desgraciados hubieran encontrado por el suelo las ropas de Tremolaterra le parecía tan creíble como que Francesco Saverio Tinebra hubiera ido a ver a Panicacci sólo para quejarse.
—¡Ahí está! ¡Sólo nos faltaba el agua! —exclamó el portero.
Era como si un velo de ceniza se posara sobre la calle: todo quedó apagado. En pocos segundos, una cortina de agua cayó aplomo sobre la Via della Mercede. Archibugi, De Matteis, Sabbatini, los dos agentes y el portero permanecieron en el portal, en silencio, mientras unos riachuelos de agua se abrían camino por la calle en pendiente.
—Terenzio —dijo Corrado—, ya que estás aquí, hazme un favor: sube y abre bien los ojos, mira por ahí. Intenta descubrir si Tremolaterra se llevó consigo algo cuando se fue, ya sabes. Espera. Dime una cosa: ¿la mañana que estuviste con él no te hablaría de una nota que habría recibido?
—¿Una nota? ¿Qué nota?
—Déjalo. Venga, te espero aquí. Date prisa.
—Así pues, ¿qué le ha pasado al señor Tremolaterra? —dijo de pronto el portero.
Nadie le respondió.