Capítulo 6

En ocasiones, Oreste Scialoja pensaba que tenía el peor trabajo del mundo. Por ejemplo, cuando tenía que organizar una operación de peinado por toda Roma —y participar en ella— en busca de una aguja en un pajar, repitiendo mil veces las mismas preguntas a las que casi todos responderían poniendo morros o sacudiendo la cabeza.

De la agenda de direcciones seleccionó sobre todo algunos hoteles, en los que probablemente Tremolaterra se habría alojado antes de instalarse en la Via della Mercede y de los que conservaba los datos. Estaban todos en la zona de Campo Marzio, donde había alquilado después su estudio vivienda. Marcó también los nombres de un médico, de un dentista, de algunos restaurantes, de un par de casas de huéspedes e incluso de un pintor, es decir, de todos los lugares y las personas con los que trataba el periodista, según la agenda, y a las que quizás habría podido pedir refugio o consejo; a todas aquellas direcciones iría personalmente. Añadió también a la lista los nombres de las secretarias de Tremolaterra, excluyendo a la fiera que esperaba en el despacho de Archibugi: seguramente Corrado ya las habría llamado en cuanto hubiera tenido un momento de respiro. Pero ya puestos, podía acercarse él.

A las diez sucursales de la central repartidas por Roma les tocaría realizar una batida de caza más metódica: todos los hoteles, las pensiones, las habitaciones de alquiler. Para ello redactó una descripción de Tremolaterra lo más precisa posible, rascándose la melena blanca con la punta del lápiz unos minutos, mientras buscaba las palabras justas. Se le ocurrió de nuevo pensar que era un trabajo, seguramente, inútil, porque si un tipo como Guido Tremolaterra quería esconderse (de quién y por qué, no tenía ni idea), no lo encontrarían nunca. Y se puso en marcha.

Recorrió Campo Marzio a lo largo y ancho, a pie, en coche y en ómnibus, bajo un cielo azul y gélido. A veces, su trabajo era realmente el peor del mundo. Y se volvía aún peor cuando tenía que preguntar por los hoteles, los de la agenda, más exactamente, no los que les tocaban a los agentes de las sucursales, en los que deberían conocer a aquel maldito chupatintas.

—¿Conoce a Guido Tremolaterra? ¿El periodista, el escritor?

—No.

—Un señor bajo de poco pelo, oscuro, con la raya en medio, ojos pequeños y también oscuros, un poco de barriga, acento del sur… Alguna vez se ha alojado en este hotel. Querría saber…

—No lo he visto nunca. Espere, que pregunto… Franco, ven aquí.

—¿Qué desea?

Y vuelta a empezar, un hotel tras otro. Las mismas respuestas, aunque con variaciones temáticas: uno le dijo incluso que ya había pasado otro policía haciéndoles las mismas preguntas. «Probablemente algún agente de la sucursal que no había entendido bien la misión», pensó Scialoja encogiéndose de hombros. Y uno más.

—Hum. No me suena. ¿Un escritor, ha dicho?

—Sí, escritor y periodista.

—¿Qué escribe?

—¿Por qué? ¿Así se acordará mejor de si ha venido por aquí?

—No. Era por curiosidad.

Y tampoco valía la pena cambiar el orden de las preguntas ni hacerlas más concretas o precisas: el resultado era siempre el mismo.

—Estoy buscando a un señor bajo, con acento del sur, cabello oscuro con la raya en medio, que a lo mejor vino a este hotel anoche.

—¿Anoche, ha dicho?

—Anoche o ayer por la tarde.

—Entonces tendrá que preguntarle a quien ha hecho el turno de noche.

—¿Y dónde está ahora?

—Durmiendo.

—Hagámoslo así: dígame quién vino anoche al hotel.

—Espere que mire el registro. Veamos, veamos… Pues aquí sólo constan el señor y la señora Remigi… Ya sabe, el frío, la temporada baja…

—Comprendo. Oiga, ¿no recordará a un cliente suyo, el escritor Guido Tremolaterra?

—El nombre me suena. ¿Qué escribe?

—Gracias de todos modos.

El dentista y el médico no lo veían desde hacía tiempo, aunque el señor Tremolaterra sufriera de un trastorno hepático, según el médico. A propósito: ¿no sabría el señor delegado Scialoja si el señor Tremolaterra había seguido por fin aquella cura termal que le había aconsejado?

—No, doctor, no lo sé. Pero sé que mi hígado tampoco está muy bien.

El pintor le dijo que sería un placer para él que Tremolaterra diera señales de vida, ya que aún le debía un retrato.

Scialoja salió del estudio impregnado de olor a aguarrás. Era casi la una. Le dolían los pies, tenía las orejas y la nariz congeladas, la garganta ardiendo, la moral por los suelos y mucha hambre.

La trattoria en la que entró era una de las que estaban en la lista de Tremolaterra. «Debe de haberla apuntado cuando tenía poco dinero», pensó Scialoja al ver las telarañas colgadas de las vigas del techo, el serrín acumulado por el suelo, los pocos clientes que, a pesar de tener la mirada apagada, habían intuido enseguida a qué se dedicaba y que escondían la cabeza entre los hombros, como tortugas. Se sentó en una mesa labrada con la punta de muchas navajas, de espaldas a la pared con el típico gallo pintado y la inscripción habitual: «Aquí no se fía hasta que este gallo cante».

Era jueves, así que un camarero de barba mal afeitada le trajo a Scialoja un plato de gnocchi al ragù y un cuarto de vino tinto.

—Espera un momento.

El camarero se detuvo, como si se esperara que el policía le hiciera alguna pregunta. Scialoja se ató al cuello la gran servilleta a cuadros y probó los gnocchi. Sin mirar al camarero, que ya no era tan joven, lo que hacía pensar que trabajaba en aquella trattoria desde hacía un tiempo, atacó:

—¿Cuánto hace que no viene por aquí Guido Tremolaterra?

—¿El napolitano?

Scialoja asintió, sin dejar de comer.

—¿Por qué me lo pregunta?

Scialoja se encogió de hombros.

—Tengo que encontrarlo. No ha vuelto a casa. Vive no muy lejos de aquí, en la Via delle Mercede. ¿Y bien?

Oyó el crujido de los zapatos del camarero. Se echó vino en el vaso y se lo llevó a los labios, con aire de indiferencia. Las sombras de los carros y de los peatones se reflejaban en los vidrios polvorientos, haciendo ondear la luz del sol sobre las mesas.

—Viene de vez en cuando.

—¿Cuándo fue la última vez?

—Me parece…

Scialoja levantó la vista del plato y la clavó en los ojos del camarero.

—Tú tienes pinta de buen chico. Si hubieras querido esconderme algo, enseguida habrías dicho que hacía años que no lo veías, no me habrías preguntado por qué ni te habrías tomado tu tiempo, como un idiota. ¿Cuándo vino aquí?

Scialoja salió de la trattoria con la convicción de que tenía el mejor trabajo del mundo. En la lista de nombres y direcciones que había extraído de la agenda de Tremolaterra estaban los de las secretarias: una de ellas vivía a poca distancia de la trattoria donde había ido a cenar el periodista la noche anterior, solo, con el ceño fruncido y pocas ganas de hablar.

Scialoja se olvidó del frío, de las respuestas negativas de toda la mañana, del dolor de pies y, tras dar cuatro pasos, entró, confiado, en un viejo edificio. La portera le dijo que la señorita Gualtieri vivía en la buhardilla número cuatro. No había visto a ningún extraño en el edificio, ni aquel día ni el anterior, y por lo que ella sabía la señorita Gualtieri vivía sola. No, no la había visto salir aquella mañana. Trabajaba, sí, pero no recordaba los horarios: «Y ahora perdone, el niño, ¿lo oye? Discúlpeme…».

Mientras subía las escaleras, menos confiado a cada escalón, Scialoja pensó que, en vista de lo apartado de la portería, del estado de limpieza de los cristales de la garita y de lo ocupada que estaba aquella portera, Tremolaterra podría vivir allí dentro, sin llamar la atención de nadie, si no se hubiera montado aquel lío.

—Ahora que lo dice… Oiga…

Scialoja se asomó desde lo alto de las escaleras y en el fondo del hueco vio a la portera con un bebé en brazos.

—¿Qué hay?

—Pensándolo bien, sí que he visto a un desconocido esta mañana… No lo he visto entrar, desde luego, pero lo he visto salir. Ha bajado las escaleras corriendo y ha salido…

—¿No sabe de qué piso venía?

—Bueno, el edificio estaba muy tranquilo; nadie me ha dicho nada. He pensado que podía ser algún recado. Ahora perdóneme, ya sabe…