Capítulo 2
Archibugi llegó al Palazzo Braschi con los gritos de los voceadores metidos en el tímpano: el terrible doctor Bellacuccia asolaba realmente Roma, como en una de las ilustraciones de la novela; sólo faltaban las madres tirándose de los cabellos. La noticia de que había muerto un niño pasaba casi a segundo plano, frente al hecho de que un loco creado por la pluma del «celebérrimo Tremolaterra» fuera el asesino. Y en el coche que le llevaba a comisaría, mientras leía el Eco de Roma, se dio cuenta de que no era la única noticia que había quedado relegada.
De lejos vio a Panicacci saliendo del portal del Palazzo Braschi a paso ligero, con aire de preocupación. A su lado, dos personas: una era un perfecto desconocido, pero el otro era un señor peripuesto de unos treinta y cinco años, con largas patillas y una ostentosa perilla, que miraba a su alrededor como para asegurarse de que todos lo reconocieran, y que efectivamente Corrado conocía de vista. La mirada del hombre se cruzó con la de Archibugi, interrumpió por un momento lo que estaba diciendo al superintendente, inclinó ligeramente la cabeza, como para saludar, y los tres se alejaron.
Corrado se mordió el labio mientras reflexionaba: Enrico Mezzasalma, director del Eco de Roma. No hacía falta ser un lince para entender lo que había pasado: parecía que se dirigían al tribunal, a unos cientos de metros. El juez Tosetti quería saber cómo era que sólo Mezzasalma o sus colaboradores se habían enterado del asunto de la Morte Desolata.
También Corrado habría querido saberlo.
Entró en el edificio y, en las escaleras, se encontró a Terenzio Sabbatini, que bajaba rápidamente con su traje de señoritingo.
—Ah, Terenzio, ¿qué hay?
El inspector Sabbatini iba con la cabeza pegada al pecho y la mirada gacha, actitud bastante inhabitual en un hombre de mirada al menos tan brillante como sus zapatos; por no hablar del hecho de que estuviera en el trabajo a una hora tan normal para otros, pero tan rara para él.
—El jefe, que está furibundo, va arriba y abajo como la loba del Campidoglio —masculló—. ¿Has leído los periódicos?
Por toda respuesta, Archibugi le mostró el diario que llevaba en el bolsillo del abrigo.
—Entonces ya habrás visto por dónde van los tiros. Ahora discúlpame; tengo prisa.
Sabbatini estaba a punto de seguir bajando cuando una duda le invadió. Le puso una mano en el hombro a Archibugi, hizo ademán de hablar, sacudió la cabeza y se limitó a decir:
—No, nada… Si acaso luego te cuento algo. Hasta luego.
Los ligeros botines siguieron repiqueteando escaleras abajo y un instante después el inspector desaparecía por el portal, dejando tras él a un Corrado perplejo y un rastro de loción de categoría.
—¡Corrado!
Archibugi levantó la vista: el rostro barbudo de Scialoja lo miraba desde lo alto de las escaleras.
—Buenos días, Oreste. ¿Cómo…?
Scialoja lo cogió por debajo del brazo y lo escoltó a paso rápido hacia el pasillo que daba a los despachos de la Presidencia del Gobierno. Ujieres y empleados los miraron con cara de pocos amigos: la cohabitación entre aquellos altos funcionarios ministeriales y el pequeño núcleo de la comisaría era más bien difícil. Por el parqué desfilaba una sucesión de zapatos elegantes. Pliegos y dosieres viajaban de un despacho a otro como platos de alta cocina transportados por altivos camareros.
—Pero ¿qué hacemos aquí? —preguntó Archibugi susurrando.
—Pregúntaselo al Homilías.
—¿Quadraccia?
—No levantes la voz. Buenos días, señor secretario… El Homilías ha tomado declaración a Petrocchi, esta mañana…
—¡Lo sé muy bien! Nunca me había puesto en un compromiso así. Y ayer me había dicho que no me preocupara, que no se entrometería.
—… y ahora lo está interrogando.
—Me lo imaginaba —dijo entre dientes Corrado, lívido.
—Eso no es todo. Me ha dicho que te espere en la puerta y que te traiga con él, pero no contábamos con que pasaría el jefe. Que por cierto está al borde del infarto. Acaba de salir, con el director…
—Sí, ya lo sé. —Archibugi se detuvo y se quedó mirando fijamente a Scialoja—. ¿Llevarme con él? ¿Qué quiere decir?
—Venga, vamos, cuando menos llamemos la atención, mejor. Lo has entendido perfectamente. Quadraccia está interrogando a Petrocchi, sólo que ha querido hacerlo sin que le molesten… Ya sabes cómo es.
—¿Y lo está interrogando… en los despachos de la Presidencia del Gobierno?
Archibugi siguió a Scialoja hasta un lugar tranquilo de aquellas dependencias, la última planta, que tenía unos frescos en el techo.
—Esa puerta da a un despacho en fase de rehabilitación… No sé para qué servirá, seguro que es algo muy delicado. Las paredes están acolchadas. Quadraccia lo descubrió, no sé cómo, y desde entonces lo usa de vez en cuando para sus interrogatorios…
Scialoja estaba a punto de llamar a la puerta cuando Archibugi lo detuvo.
—Espera, Oreste, tenemos un trabajo de narices por delante, pero es importante y urgente… Tremolaterra aún no ha dado señales de vida, he…, hemos ido allí esta mañana. Había una secretaria, una especie de gallina clueca malcarada, ya a las seis y media. Eso es muy raro: debe de saber o temerse algo, ya lo veremos. Pero sobre todo hay que encontrar a ese desgraciado. Ésta es la agenda de direcciones de Tremolaterra. Mira si hay algún sitio donde pueda haberse escondido… Después, pide en las sucursales que comprueben si hay en algún hotel alguien que corresponda con la descripción de Tremolaterra… A propósito, ¿lo conoces personalmente?
—Lo conozco, sí. Solía presentarse en comisaría, antes de dedicarse a la literatura, en busca de alguna crónica sensacionalista.
—Bueno. Pues entonces obtén una descripción y veamos si ayer se metió en algún hotel. A ver si conseguimos descubrir algo antes de que acabe el día. Habría querido hablar con esos señores del Eco de Roma, pero el asunto está en manos de Panicacci y Tosetti.
—De todos modos, ésos no abren la boca.
—Lo sé bien —dijo Archibugi, que emitió un suspiro y luego se despidió con una sonrisa.
Apoyó la mano en la manilla de la puerta.
—Corra…
Archibugi se giró hacia Scialoja, que parecía violento.
—Lucrezia te envía saludos. Ayer no diste señales de vida…
Corrado sintió un arranque de afecto por aquel hombre, padre huraño y buen amigo. Un hombre dividido, un hombre bueno que de pronto se encontraba con que no sabía cómo repartir la bondad que llevaba en su interior.
—Acabé tarde de trabajar… Panicacci quiso que le ayudara a escribir un informe para el juez; ya sabes cómo es cuando trata con los tribunales.
Se miraron un momento, sin decirse nada. Al final, Scialoja apoyó una mano sobre el brazo de Archibugi y se lo apretó.
—Yo me voy. No te despistes con el Homilías.
* * *
Contra el acolchado de color burdeos de la habitación aparecieron, de pie, uno frente al otro, Petrocchi y Quadraccia. La habitación estaba vacía, a excepción de los dos hombres, y en un rincón había una simple mesa y dos sillas de respaldo alto y aspecto antiguo, recuperadas quizá de algún almacén.
Fabio Petrocchi era un hombretón alto con el estómago prominente, una gran barba oscura y los cabellos desaliñados: y no obstante, allí de pie, con la frente sudada y los hombros contra el acolchado, en mangas de camisa y con los ojos desorbitados mirando hacia Archibugi, parecía un condenado a fusilamiento viendo llegar en el último momento a un mensajero con la orden de absolución.
Archibugi escrutó a Petrocchi sin decir nada, entró y cerró la puerta a sus espaldas. El pollero volvió a suspirar: su última esperanza se había esfumado.
—¿Se ha caído de la cama esta mañana, Quadraccia?
El inspector estaba de pie, con aire tranquilo. Hacía girar alrededor del dedo un cordón que llevaba atado a la barriga y que acababa en un manojo de llaves. La masa de hierro giraba a gran velocidad, y su silbido hacía de contrapunto al tenso jadeo de Petrocchi.
—A quien madruga Dios le ayuda, querido inspector Archibugi.
Archibugi tenía la mirada fija en aquel manojo de llaves. Conocía las costumbres del inspector Quadraccia: no era la primera vez que, en pleno interrogatorio, aquella masa de hierro salía disparada hacia el rostro del interrogado, con efectos devastadores. Quadraccia normalmente sabía a quién debía y no debía aplicar el «método de la llave», como lo definía él, siempre con una sonrisa; en su mayoría, a chulos de barrio o navajeros de profesión. Gente que nunca lo denunciaría, que en todo caso podría esperarle en un callejón oscuro; y alguien debía de haberlo hecho, dada la fractura de la nariz y la cicatriz sobre el rostro del inspector. Pero el método era eficaz incluso como simple amenaza. ¿Se habrían acercado ya peligrosamente las llaves al rostro de Petrocchi? ¿Por eso utilizaba el Homilías aquella cámara acolchada en plenas dependencias de la Presidencia del Gobierno?
¿Y para qué le servía aquel lugar tan aislado y silencioso?
—¡Yo soy inocente! ¿Por qué me tratan así? ¿Qué he hecho? Mi mujer…
Era un espectáculo lamentable, oír a aquel hombre de aspecto fuerte, poderoso, a punto de estallar en lágrimas. Archibugi se acercó a Quadraccia.
—¿Qué dice? —le preguntó, sin dignarse a mirar a Petrocchi.
¡Llegados a aquel punto, más valía seguir así!
—No le he preguntado nada. Lo he cogido y lo he traído aquí. Ya te lo he dicho, ¿no? No quería estorbarte.
—Y, entonces, ¿por qué se declara inocente? ¿Inocente de qué? —prosiguió, dirigiéndose en todo momento a Quadraccia.
—¡Eh, no, perdonen! Vienen a buscarme a la tienda de madrugada, me meten aquí… Y mi mujer, pobrecilla…
A Archibugi le vino a la mente la imagen de aquel brazo que lanzaba el cuchillo carnicero contra los pollos con la fuerza de un verdugo: «pobrecilla» no era el adjetivo más indicado.
—No se preocupe por su mujer —intervino, sacando el otro medio toscano requisado en el estudio de Tremolaterra—. ¿Ha leído los periódicos?
—Perdone, no es por ofender, pero yo por la mañana trabajo.
—Pero Bellacuccia lo lee, ¿no? Es más, lo devora.
Los ojos redondos de Petrocchi miraron a los dos inspectores que, como si ejecutaran una figura de danza, se alejaban el uno del otro, acercándose al pollero en un movimiento de tenaza, mientras el cordón tenso, seguía cortando el aire.
—¿Usted conoce a Guido Tremolaterra? Personalmente, quiero decir.
—Sí, lo conozco, claro. Vive cerca de nosotros, en la Via delle Mercede…
—¿Es amigo suyo?
—Es un cliente, como tantos. Oiga, ¿puede decirle por favor a este señor que vaya con cuidado con esas llaves?
—No se preocupe, es sólo un pasatiempo, como el puro en mi caso. Usted ha declarado que vio señales sobre el cuerpo de aquel niño…
Petrocchi se acercó a Archibugi en busca de protección, sin dejar de mirar con el rabillo del ojo el torbellino que creaban las llaves.
—Sí…, pero, en realidad, he dicho que me parecía…
—No, usted ha dicho que ha visto señales, que le parecía que formaban una doble W. No que le «pareciera» haber visto señales.
—Sí, es decir, no. Quiero decir que…
—¿Sí o no? —preguntó Quadraccia.
Petrocchi se pasó una mano por entre el cabello.
—¡Yo ya no entiendo nada! ¡Esto me pasa por querer ser un ciudadano honesto! Yo he dicho que…
—¿Era o no era una doble W? —insistió Archibugi.
—¡Me parece que sí! No he dicho que estuviera seguro. Tanto es así que he estado rumiándolo una semana, antes de…
—Pero ¿podría no ser precisamente una doble W? ¿Puede ser que no fueran más que unos arañazos?
—¡Yo no lo sé! Quizá, sí…
—Pero las señales estaban ahí…
—¡Sí, sí que estaban! —gritó el pollero.
—Y, entonces, ¿dónde han ido a parar? —dijo Quadraccia.
—¿Cómo?
—Los arañazos. No están.
—¡No es posible! A lo mejor me equivoqué, a lo mejor no eran una doble W, pero…
Archibugi reflexionaba sobre el hecho de que el propio testigo no asegurara la ausencia de arañazos: sólo decía que probablemente no existieran. El niño llevaba muerto y enterrado más de una semana, no se podía excluir con seguridad la presencia de marcas superficiales. Aun así, estaba convencido de que la doble W no existía más que en la fantasía del pollero.
Mientras tanto, Quadraccia mantenía una actitud distante, concentrado únicamente en no perder el ritmo de la rotación.
—Durante la semana que se ha pasado rumiándolo, ¿no le habrá «rumiado» lo de la doble W a Tremolaterra, verdad? —preguntó Archibugi.
—¡No! ¿Por qué iba a hacerlo?
—No lo sé, al fin y al cabo, podía haber rumiado que Tremolaterra no se había inventado aquella historia, y quizá tuviera ganas de saber más de ello, aunque sólo fuera para quitarse la duda, para tranquilizarse…
—No, no lo he hecho. Además, Armida siempre está en la tienda, y si me pongo a hablar de estas cosas, ella…
—¿Le ha hablado a Armida de esta historia de la doble W?
—No, desgraciadamente. Ahora tendré que contárselo, y ya la imagino: me dirá que soy un tonto por buscarme problemas, y que…
Parecía un niño temeroso de confesarle una travesura a su madre, consciente del bofetón que podría acarrearle. Y estaba orgulloso de pertenecer a la Confraternidad, que le hacía sentirse importante. El tormento de aquel hombre, sumado a la opresión de la celda acolchada sin ventanas y quizás al humo del puro que le quemaba la garganta, le daba a Corrado una sensación de sofoco.
—No te preocupes por tu querida esposa y quédate un ratito más con nosotros.
Al oír aquellas palabras, Petrocchi se giró hacia Quadraccia, que aparentemente se había cansado del juego y había dejado de dar vueltas a las llaves. Se las metió en el bolsillo de los pantalones deformados y volvió a mirar a Archibugi en busca de ayuda.
—Pero ¿qué dice éste? ¿Qué he hecho yo? Sólo he cumplido con mí deber…, excelencia, usted no creerá…
—No soy «excelencia» y no creo en nada. Sólo que tendremos que repasar mejor su declaración de ayer por la mañana.
—Pero yo sólo he dicho…
—Ha dicho que había señales en el vientre de aquel niño, y que quizás eran una doble W. Y ahí las cuentas no salen. ¿Sabe que declarar en falso se castiga con la cárcel?
—¿Declarar en falso? Pero ¿quién ha declarado en falso? ¡Yo incluso he hablado antes con don Vincenzo…!
—No obstante, si la falsa declaración se corrigiera…
—Venga, vamos, ya estoy harto de esto.
Quadraccia cogió a Petrocchi por un brazo; éste intentó soltarse, pero Quadraccia apretó fuerte, sin apenas mover una ceja. Archibugi vio su mano seca y nudosa que se volvía blanca, vio a Petrocchi que hacía una mueca y se retorcía, un hombre grande como él, y, sin embargo, tan indefenso… Corrado abrió la puerta, miró afuera y luego le indicó a Quadraccia con un gesto que había vía libre. Se encaminó por aquellos pasillos aristocráticos, siempre un paso por delante de ellos.
Estaban a punto de salir de la zona de la presidencia cuando vieron venir a Scialoja en su dirección, a paso ligero.
—¡Aquí estáis! —dijo el delegado, que les lanzó sendas miradas y detuvo la vista en el brazo de Petrocchi, asido por Quadraccia. Se dirigió a Corrado—: Antes de salir hacia las sucursales, quería contaros las novedades… Me he enterado hace pocos minutos, por el agente de guardia frente al despacho de Panicacci —añadió. Bajó la voz—. Panicacci no ha ido a ver a Tosetti. Esta mañana el juez instructor ha desaparecido en sanitate róspite, y en su lugar…
—¿Eh? —reaccionó Archibugi. Luego comprendió—: ¡Ah! Insalutato hospite.
—¿Y yo qué he dicho? Sin previo aviso, vamos, así que Tosetti queda fuera y en su lugar entra el viejo Posapiano. ¿Lo has entendido?
Scialoja, Quadraccia y Archibugi intercambiaron una serie de miradas. Posapiano era el apodo del juez instructor Rolando Primicerio, muy formal, de decisiones meditadas y avaro en cuanto a las firmas de autorización, casi como si tuviera miedo de ejercer sus responsabilidades.
Archibugi hizo como los pelícanos: cogió aquella información, hizo un bolo y la almacenó en un rincón del cerebro, para repasarla en un futuro. Ahora había trabajo urgente que resolver.
Scialoja casi se molestó, ante el breve gesto de la cabeza con que liquidó la noticia Archibugi. En voz más alta, añadió:
—Otra cosa. También ha venido esa señora, la secretaria de Tremolaterra.
—Adele Ortolani. Pero no la llames secretaria, que se ofende.
—La he metido en el despacho de Sabbatini, que se ha escaqueado, como siempre. Ve a verla tú; yo me voy.
—Yo también me voy —dijo Quadraccia—. ¿Te quedas tú con el pollero?
—¿Y usted adónde va?
Quadraccia soltó a Petrocchi, que se puso a frotarse el brazo, y se acercó a Corrado.
—¿Por qué iba yo a tener que darte explicaciones de mis movimientos, inspector Archibugi?
—Para evitar que interfieran de nuevo con los míos, inspector Quadraccia.
Scialoja se quedó mirando a un inspector y luego al otro: luego decidió que era mejor salir de allí, por lo menos así aquellos dos llamarían menos la atención. Así pues, cogió a Petrocchi y se lo llevó al despacho de Archibugi, que era el mismo que el de Quadraccia.
—Yo sólo quería ser útil —continuó Quadraccia cuando estuvieron solos—. Petrocchi es importante en esta historia, y yo me levanto pronto. Y esta mañana se han precipitado los acontecimientos.
—Lo sé, por eso he ido yo también a ver a Petrocchi y a Tremolaterra, y no me ha gustado saber por otros, y además durante un interrogatorio, que las fuerzas de seguridad ya habían estado por ahí. No he quedado muy bien, ¿entiende? Panicacci lo ha enredado todo, muy bien, y a usted esta investigación le interesa, aunque no entiendo bien por qué: pero, por lo menos, pongámonos de acuerdo antes.
—Muy bien, entonces te informo de que tengo otros asuntos de los que ocuparme. Ahora, por ejemplo, me dispongo a seguir el rastro a la «vejiga», si no tienes nada en contra, y te dejo el campo libre. ¿Contento?
—La «vejiga»… Pero el asunto Doble W ha dejado en segundo plano la noticia —dijo Archibugi, que señaló un bolsillo del abrigo de Quadraccia, del que sobresalía una copia del periódico. ¿Cómo se las apañaría?
Habría querido morderse la lengua: había soltado aquello sólo para atacar a su colega, como un niño. Se había dejado llevar. De hecho, era evidente que la noticia sobre las consecuencias del informe sobre el «cadáver de Ripa Grande» la había pasado a los periódicos el propio Homilías, esperando obtener así alguna ayuda para la identificación; pero ningún voceador la había hecho pública; todos se dedicaban a gritar lo de Bellacuccia y el homicidio de un niño y lo de la doble W. Así que todos los analfabetos de la ciudad de Roma, es decir, la mayoría de los romanos, se quedarían sin saber nada de la «vejiga».
Contra toda previsión, Quadraccia permaneció en silencio, lo que hizo que Corrado se sintiera aún más incómodo. Entendió que el inspector estaba estudiando el modo de atacarle.
Se miraron un momento más a los ojos y luego Quadraccia hizo ademán de irse, pero se lo pensó mejor y se detuvo, se giró y dijo, subrayando bien cada palabra:
—Tú ten en cuenta que yo no he puesto el pie en casa del periodista, porque si daba con él, se me iban las manos. He ido directamente a la tienda de Petrocchi. Así que cuidado, inspector Archibugi: hay más de una mosca revoloteando alrededor de esta mierda.
Se giró con una sonrisa de satisfacción y dejó a Corrado Archibugi al inicio del ala reservada a la Presidencia del Gobierno.