Capítulo 2

Desde el principio, Onorato Quadraccia había tenido la esperanza de no tener que hacer lo que estaba a punto de hacer.

Desde el principio había comprendido que el niño muerto era como un piojo, que se te mete entre los pelos y te planta millones de huevos que ya no te quitas de encima, y te quedas ahí rascándote hasta que empieza a sangrarte la piel.

En el cementerio de la Morte Desolata: aquél había sido el peor momento. Habría preferido no ver siquiera al niño, aunque sabía perfectamente que no verlo significaba otros tantos millones de huevos entre los pelos, que le darían que rascar durante mucho tiempo. Al final la estúpida conmoción de Scialoja había sido la que había marcado los acontecimientos: él lo había visto; sin embargo, aquello tampoco había cambiado nada. Tampoco habría podido cambiar. Lo viera o no, tenía las de perder.

Desde el principio sabía que aquél era un juego al que no podía ganar.

La noche anterior, después de perder el tiempo en el local de Pepp’er Tosto, había ido a la posada de siempre en el Trastevere: pero no había cenado; tenía el estómago hecho un nudo, enredado como los pelos de una bruja. El posadero se había quedado de piedra al ver que se dirigía hacia él en vez de sentarse en la mesa de siempre —que nadie pensaba siquiera en ocupar desde hacía años— y esperar la llegada del plato del día y el vino tinto. Y más de piedra se quedó cuando le dijo que tenía que hablar con la cocinera, que además era la esposa del posadero. Así que había pasado por delante de él y había entrado en una gruta de paredes oscuras y resbaladizas, llena de humeantes cazuelas requemadas.

A la cocinera, una mujerona con un delantal salpicado y dos brazos como jamones, casi le dio un espasmo.

—¡Onorato! —dijo.

Lo conocía desde que eran jóvenes, cuando él no tenía aún la cicatriz ni la nariz rota, pero sí algunos cabellos blancos, cuando trabajaba para el Papa Rey en vez de para el Rey, aunque el resultado era siempre el mismo: huesos rotos y esposas.

Quadraccia fue enseguida al grano, sin saludar, con las manos metidas como siempre en los bolsillos del abrigo y la nariz arrufada ante aquellos olores que le atacaban al hígado. Un gato enorme comía restos en un rincón de la caverna, junto a una pila de verduras reblandecidas, asaduras, espinas de pescado y cortezas de queso.

—¿Has visto a Patrizia últimamente? ¿Sabes algo de ella?

Ella abrió los ojos como si el Papa hubiera soltado una maldición. ¡Patrizia! Aquel nombre estaba prohibido, no se podía mentar ante Onorato Quadraccia; y ahora el inspector lo soltaba con su habitual tono indiferente. ¿Patrizia?

—¿Te has vuelto sorda?

—No, no la había visto, no sabía nada. ¿Qué iba a saber? Sí, seguía allí, donde había estado siempre desde que…

Pero la cocinera se detuvo prudentemente y se quedó mirando al inspector con escepticismo.

Entonces Quadraccia se encogió de hombros y gruñó:

—Mejor así.

Un minuto más tarde ya estaba fuera y la puerta de la posada se cerraba a sus espaldas, ante la mirada sorprendida del posadero, que se precipitaba a la cocina para saber qué era loque había hecho su esposa.

* * *

Naturalmente —había pensado Quadraccia mientras se desnudaba en su pequeña y gélida habitación—, el hecho de que no hubiera novedades no significaba nada. Patrizia y la cocinera habían sido amigas, y aún lo eran, pero vivían lejos y, aunque hubiera ocurrido algo, desde luego Patrizia no habría venido a la ciudad para llorar sobre el hombro de aquella bruja de las cazuelas.

No obstante, aquella noche se metió en su cama hundida y chirriante con la sensación de que los piojos le picaban menos. Aunque a la mañana siguiente seguían ahí, rascándole el alma.

Se fue a comisaría a buena hora para que Panicacci le firmara una orden. El superintendente ya vociferaba reclamando la presencia de Archibugi, con un ridículo bombín sobre la mesa que parecía más importante que la corona de espinas de Jesucristo. Salió a toda prisa del edificio y en el portal se encontró con Archibugi.

—¡Ah! El inspector Archibugi.

—Llevo un día de perros, Quadraccia —le advirtió Corrado, con los ojos rojos por el viento, con ojeras por la noche pasada en la Morte Desolata y los músculos doloridos por la galopada.

—Ya me lo dirás dentro de un rato —dijo Quadraccia, que ya sabía del bombín que tenía tan interesado a Panicacci—. Sólo quería decirte que me voy a pedirles a los carabinieri que nos echen una mano. Llevo en el bolsillo una petición formal, firmada por el Toscano. Sólo por hacer las cosas bien: pensaba hacerles dar una batida por la zona de Lo Sprofondo, a ver si alguien conoce a aquel niño o está al corriente de alguna desaparición. Pensé que deberías saberlo.

Archibugi iba a responderle que era una buena idea (él mismo había pensado en ello el día anterior y llevaba en el bolsillo una carta que iba a darle a firmar a Panicacci, para poder realizar la solicitud al juez); pero Onorato Quadraccia se le había adelantado y era ya una figura enjuta y enfundada en aquel abrigo negro que se alejaba con los hombros gachos por entre el viento, pensando que ya era hora de quitarse de encima aquellos piojos, de un modo u otro.

* * *

Quadraccia llevó la solicitud formal de Panicacci a la legión de la benemérita, el cuerpo de los carabinieri de Roma, situada en la casa profesa expropiada a los jesuitas, no muy lejos del hotel en el que acababa de despertarse Arthur Barrington, tras un sueño agitado y dominado por el miedo —y quizá la esperanza— de que muy pronto le pudiera atrapar el fantasma de Doble W.

Desde la legión, y después de la consabida espera en el mostrador, mientras en la calle se oía a los vendedores de periódicos que voceaban la «misteriosa desaparición del creador de Bellacuccia», olvidándose completamente del cadáver de Ripa Grande, se puso en marcha, orden en mano, hacia el cuartel de los carabinieri de San Paolo, acompañado de un subteniente, a quien le explicó en breve la situación: el lugar donde habían encontrado al pequeño, las conclusiones del informe y, sobretodo, qué es lo que había que buscar y qué había que preguntar a los miserables habitantes de aquella zona desolada del campo romano asolada por la malaria.

—Realmente, ¿cree que tiene algo que ver ese tal Doble W? —le había preguntado el subteniente, que era de los que leían los periódicos.

—Los fantasmas no matan niños, subteniente. Esas patrañas se las dejo a los burócratas chochos y a los escritorzuelos de tres al cuarto.

—¿Burócratas? ¿Qué burócratas?

Pero Quadraccia ya había hablado demasiado, y no estaba de humor para charlar: nunca lo estaba, pero aquella mañana los piojos lo atormentaban como nunca: necesitaba librarse de ellos como fuera.

Cuando la calesa llegó al cuartel de San Paolo, el subteniente bajó y se giró hacia Quadraccia; pero el inspector se limitó a decir:

—Esta tarde volveré para saber qué han encontrado.

Y, ante la mirada sorprendida del carabiniere, hizo un gesto al cochero para que se pusiera en marcha hacia el campo, con un viento que arrastraba polvo y hojas muertas y curvaba las ramas secas de los árboles.