Capítulo 8

—¿Qué haces, viejo? ¿Le calientas la silla al inspector Archibugi?

Quadraccia había vuelto a la oficina y había visto a Scialoja sentado en el despacho de Corrado, mesándose la barba con aspecto pensativo, enfundado en su abrigo y con el sombrero puesto.

—Al menos podías encender la estufa —prosiguió Quadraccia.

Renunció a quitarse las prendas húmedas y encendió la lámpara de petróleo de su escritorio: con la luz, aparecieron sobre la mesa unas cuantas medias lunas blanquecinas, las uñas que el inspector se igualaba con la navaja en los momentos de aburrimiento. Después sacó del cajón una botella de vino y un vaso de taberna, probablemente propiedad del Pepp’er Tosto.

—¿Quieres un dedo?

—No, ahora me voy a casa. ¿Ya sabes que Panicacci te está buscando?

—No.

Quadraccia se sirvió el vino y le dio un largo trago; luego se pasó la manga del abrigo por la boca. El cristal de la ventana estaba surcado por la lluvia.

—Bueno, eso está mejor. Y además, hoy me lo he ganado. ¿Y por qué dices que me busca?

Scialoja sonrió.

—A lo mejor porque te lo has ganado.

—¿Y él qué sabe? Si todo va como creo, quizá mañana mismo atrape al que ha matado a la vieja. Se trata de patearse la zona de Ripetta. —Entrecerró los ojos y se quedó mirando a Scialoja—. Pero, obviamente, a Panicacci mi «vejiga» no le importa un bledo. ¿Así pues?

—El niño de la Morte Desolata.

—No me digas que los carabinieri han conseguido atrapar…

—Lo han conseguido, sí. Un vagabundo, una especie de animal. Aún no han entendido cómo se llama, sin duda acabará en el manicomio de Santa Maria della Pietà; ni siquiera se sabe si el niño era hijo suyo o sólo un compañero de desgracias…

Quadraccia sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa. Se dio cuenta de que con los dedos estaba dando vueltas al anillo en el bolsillo del chaleco, retiró la mano y miró a Scialoja como para asegurarse de que el delegado no hubiera intuido algo. Pero el otro seguía explicando.

—… No se entiende cómo ha sucedido. Quizás este desgraciado haya querido aprovecharse de él una vez más, se hayan peleado y el niño se haya golpeado la cabeza. O a lo mejor ha sido él mismo el que le ha dado una pedrada, quién sabe, ese tipo habla a trompicones, confunde los días… Sin embargo, una cosa sí que la ha dicho, yo estaba presente y te digo que es verdad: que lo echa de menos, al niño, quiero decir, y que después de huir ha vuelto allí abajo, a aquella zona, como para sentirlo cerca. Decía que no podía moverse de allí, como si estuviera encadenado. Ni siquiera él sabe por qué.

—Nadie lo sabe, casi nunca.

Scialoja fijó la mirada por un momento en Quadraccia, que, tras emitir aquella sentencia, bebía un nuevo trago de vino. Después siguió con su exposición.

—¿Sabes qué se le ha ocurrido al toscano? Ahora está hablando con cinco o seis periodistas. En su despacho. Los ha hecho subir; ellos están siempre aquí abajo tocando las narices, y él les está informando, o eso ha dicho. Una reunión con periodistas.

—Primero se inventa la reunión semanal con los inspectores, luego con los periodistas… Vete con cuidado; dentro de poco os tocará a los delegados. Así pues, ¿cómo está el asunto Doble W? Por lo que dices, ese tipo ni siquiera sabe qué es una W.

—Por una parte se simplifica; por la otra, se enreda. Tremolaterra sigue desaparecido; en cambio hemos encontrado su ropa.

—Entonces dentro de poco le encontraremos a él también. Tieso.

—Sí, pero eso no creo que se lo diga Panicacci a los periodistas. Lo que sí les está diciendo es que Tremolaterra había convencido al pollero de que se inventara la patraña de la doble W marcada en el cuerpo del niño. Le había convencido de que nadie sabría nunca que no era verdad, al haber pasado tanto tiempo desde la muerte. Bellacuccia habría obtenido una gran publicidad, sobre todo porque el periodista pensaba desaparecer unos días, para evitar preguntas incómodas y aumentar la curiosidad. Cuanta más publicidad, más ingresos: y parece ser que Tremolaterra los necesitaba; tenía la costumbre de gastar más de lo que tenía. Y a Patrocchi un dinerito extra tampoco le iría mal. Así que, sin decírselo a la arpía de la mujer (lo habrá repetido doscientas veces; ¡no se entiende qué es lo que tendrá ese hombre en la sesera!), se deja engatusar por Tremolaterra. Se inventan una doble W sobre el cuerpo de un niño muerto a manos de un energúmeno, y creen que les lloverá el dinero sin ningún problema porque, al fin y al cabo, ¿cómo se demuestra una cosa así? Y en todo caso, ¿qué es lo que han hecho? Sólo dejar volar la fantasía, ellos no tienen nada que ver con la muerte del pobre niño. Pero Petrocchi es medio tonto: un buen interrogatorio en tu salita insonorizada, una noche al baño María…

—Enseguida me di cuenta de que era un calzonazos.

Scialoja se levantó con un gruñido y se dirigió a la puerta.

—En fin, que casi todo queda claro. Pero, entonces, ¿dónde está Tremolaterra?

—Alguien lo habrá mondado como una mandarina. Se trata sólo de ir a ver dónde ha escupido las semillas: la piel ya la tenemos.

—Desde luego eres un poeta, Homilías. Bueno, yo me voy a casa.

—Espera. Sólo por curiosidad: ¿quién se lo ha dicho, a Tremolaterra, lo de la doble W? ¿Cómo es que conocía la historia? Ese bocazas de Sabbatini, supongo.

—Qué va, pobre Sabbatini. Ahora vaga por el segundo piso como un alma en pena; espera que Panicacci lo readmita. No, Sabbatini no tiene nada que ver. En cierto modo, a Tremolaterra la historia se la contó Barrington, el inglés. En cierto modo. —Se detuvo por un momento y luego prosiguió, con expresión de fastidio—: Parece ser que eso lo ha descubierto De Matteis. Ahora él y Corrado van de camino a casa de Barrington.

Quadraccia miró al delegado de arriba abajo, con un ojo entrecerrado, como si estudiara la calidad de una piedra preciosa.

—¿Qué pasa, viejo? ¿Ahora también tienes celos de De Matteis?

—Cuidadito, Homilías —le advirtió Scialoja sin abrir apenas la boca.

—Diantres, primero tienes celos de Corrado, que se compromete con tu hija, luego tienes celos de De Matteis, que le da en parte la solución del problema a Corrado… Lo próximo será que tengas celos de mí, si me llevo una palmadita en el hombro del jefe… Venga, no te cabrees, que hoy vengo contento.

Scialoja estaba encendido. Aquello podía aguantárselo a su mujer y a su hija, pero desde luego no a Quadraccia. Sobre todo, no soportaba que sus emociones estuvieran tan a la vista, tan claras. Y no obstante, la extraña ligereza en la actitud del inspector, absolutamente inédita, hizo que su rabia se desvaneciera. De modo que, cuando puso la mano sobre el pomo de la puerta, su ira se había convertido en simple irritación.

—¿Y qué te pasa para estar tan contento?

—Nadie lo sabe, viejo —dijo Quadraccia, y añadió—: Casi nunca.