Capítulo 6

Corrado Archibugi tiró sobre el catre el bombín de Tremolaterra: Petrocchi se lo quedó mirando con los ojos incendiados de ira. Tenía el rostro cetrino, la camisa abierta y arrugada, el cabello y la barba eran una madeja de rabia, miedo y ansiedad.

Después, Archibugi le echó encima la chaqueta de Tremolaterra. El pollero dio un respingo, la cogió entre las manos y se le quedó mirando estupefacto. Un temblor nervioso se había apoderado de sus brazos.

—¿Reconoce estas prendas?

Fuera de la «salita» (nadie la llamaba celda porque oficialmente las personas encerradas allí dentro quedaban retenidas únicamente para profundizar en algún dato, o por su incolumidad, o por otros confusos pero caritativos motivos, nunca para someterlas a un interrogatorio sui generis ni para ablandarlas), De Matteis esperó a que llegara Scialoja y luego se llevó a su colega y le dijo que tenía una pista que quería verificar, que tardaría una horita, quizá dos: ¿podría encargarse Oreste de decírselo al inspector?

—¿Una pista? ¿Qué pista?

Terenzio Sabbatini, que estaba en el pasillo, paseando arriba y abajo a la espera de que su colega lo librara de toda sospecha, levantó la cabeza hacia los dos delegados, curioso.

—Me he acordado de una cosa que vi al ir con el inspector Archibugi… Bueno, ahora no tengo tiempo. Tú díselo y basta. Evidentemente, mis agentes están a tu disposición.

—Pero ¿dónde le digo que has ido?

—A la imprenta. Él lo entenderá. En cualquier caso, le gustan las adivinanzas.

De Matteis se fue a toda prisa, antes de que Sabbatini llegara a su altura, y dejó tras de sí dos pares de ojos que lo miraban perplejos.

—Pero ¿qué le ha dado? —preguntó Sabbatini.

—Dice que tiene una pista que seguir. Una imprenta.

—Aquí cada uno hace lo que le da la gana, ¿no te parece? Y yo, bailando sobre las brasas.

Scialoja se encogió de hombros, aunque estaba de acuerdo con el inspector, salvo en lo de las brasas, ya que en cualquier caso el fuego lo había prendido él mismo y, como se suele decir, quien juega con fuego, al final se quema. Pero luego ambos dieron un bote, cuando Archibugi cerró de golpe la puerta de la salita, que había quedado entreabierta, para dejar bien claro que estaban montando demasiado jaleo.

* * *

Petrocchi miraba ansioso al inspector, que tenía una expresión sombría.

—¿Por qué ha cerrado la puerta? —dijo, jadeando—. ¡Quiero ver a mi mujer!

—Dentro de poco la verá hasta el hastío. Por última vez: ¿reconoce estas prendas?

—No sé… ¿No serán del señor Tremolaterra?

—Exacto. Sólo que, cuando las hemos encontrado, dentro no estaba el señor Tremolaterra. ¿Entiende?

—¿Le ha pasado algo al señor Tremolaterra?

—¿Usted qué cree? —le exhortó Archibugi, que le dio un empujón.

Petrocchi cayó de culo sobre el chirriante jergón. Corrado hacía un esfuerzo para comportarse de aquel modo, pero había que vencer las últimas resistencias de aquel desgraciado lloricón que llamaba a su mujer como un niño a su madre.

—Y ahora quiero la verdad. Con toda probabilidad, Tremolaterra está muerto…

—¿Han avisado a Armida de que aún estoy aquí?

—… y usted, querido Petrocchi, es una de las piezas clave de esta investigación: quizá Tremolaterra esté muerto porque sabía demasiado sobre Doble W, o quizá… quién sabe. Pero usted ha encendido la mecha; tras su declaración, en los periódicos se ha hablado del niño muerto y de aquellas marcas, Tremolaterra ha desaparecido y, sin embargo antes ha tenido tiempo de pasarse por la Morte Desolata. ¿No le parece extraño?

Mientras hablaba, Archibugi reflexionaba: «Si tuviera el valor de soltarle un bofetón, estoy seguro de que hablaría. El hielo se quebraría y el agua manaría por todas partes —pensaba—. A lo mejor me diría incluso nombre y apellido de los cofrades y hasta del cardenal vicario. Si en mi lugar estuviera, qué se yo, por ejemplo, Quadraccia, lo que costaría es hacer callar a este estúpido, en vez de hacerle hablar».

Petrocchi, mientras tanto, agitaba las manos como para alejar un fantasma.

—Yo no lo sé. Yo he cumplido con mi deber, he hablado incluso con don Vincenzo, tenía dudas que pesaban en mi conciencia, señor inspector, pensaba que aquellas marcas estaban ahí, lo pensaba de verdad.

—¡Usted es imbécil! ¿Quién ha hablado con el Eco di Roma? ¿Quién?

—¿Y yo qué sé? Pregúnteselo a ellos, ¿no? Yo no, desde luego. ¡No podría distinguir siquiera a un periodista!

—Sin embargo, a Tremolaterra lo conoce bien.

—Se lo he dicho, es un cliente, sólo un cliente.

—¿Tremolaterra fue a su tienda y vio la vela que le había puesto al niño?

Petrocchi miró fijamente los ojos grises y profundos de Archibugi, clavados en él.

—Si quiere salir de aquí, tiene que decirme la verdad.

—Ustedes no pueden…

Archibugi le plantó las manos sobre los hombros, lo sacudió y lo miró fijamente a los ojos.

—Si resulta que Tremolaterra de verdad está muerto, y usted, ahora que puede, no me cuenta la verdad, nadie le creerá después, porque nadie podrá confirmar nada. ¿Lo entiende? Si Tremolaterra está muerto, nadie podrá sacarle del atolladero: así es como están las cosas. Tiene que hacerlo usted mismo. Ahora.

Los ojos de aquel hombretón, incapaz según su propia esposa de retorcerle el pescuezo siquiera a una gallina, se llenaron de lágrimas. Los labios le temblaban.

—¿Después podré irme a casa con Armida? ¿Está bien, Armida?

Las manos de Archibugi presionaron aquellos hombros robustos y temblorosos.

—¿Aunque a lo mejor haya liado las cosas?

¡Corrado le hubiera dado de bofetones! Un niño: tenía razón la mujer.

—Ahora llamo a un delegado para tomarle declaración. Después se irá a casa. Declarar en falso es delito, pero si se retracta puede salir de ésta bastante indemne. Siempre que no haya nada más, y que sus tonterías no hayan provocado la muerte de una persona.

Sin embargo, mientras Fabio Petrocchi modificaba su declaración, a Corrado Archibugi le asaltó una idea: que un niño es el mentiroso perfecto. El mejor que existe.

Archibugi fumaba su puro y al mismo tiempo pensaba en lo que le había dicho Sabbatini: sobre su escritorio, Tremolaterra tenía una pitillera de plata con un extraño rayazo. Y esa pitillera, que la mañana del miércoles de la disputa en cuestión estaba en su lugar de siempre, ya no estaba ahí: Sabbatini estaba seguro.

Una pitillera de plata… Mientras Petrocchi contaba en voz baja lo que él ya se imaginaba —y, sin embargo, curiosamente, a él aquellas palabras le sonaban a falso—, Archibugi intentaba recordar dónde había oído hablar últimamente de una pitillera de plata.