Capítulo 9
—Hoy los calendarios lunares sirven de bien poco —pensó Corrado Archibugi mirando por la ventana a los faroleros que, bajo un cielo denso y un viento tibio que torcía los chorros de la fuente de los Ríos, empezaban a iluminar la Piazza Navona.
Consultó el reloj, eran casi las cinco.
Abrió la puerta del despacho y echó una ojeada fuera: en el pasillo no había nadie. En la mesa, el agente de guardia dormitaba con la cabeza apoyada en la repisa. Salió y miró en el patio; un par de personas bien vestidas caminaban hacia la salida, charlando. Levantó la vista: alguna ventana iluminada, rectángulos cálidos en la semioscuridad en la que se había sumido el edificio. Volvió al despacho con una sensación de hastío y malestar.
Encendió otro puro y miró a su alrededor, con las manos tras la espalda y la pitillera en el bolsillo de la chaqueta.
¿Cuánto más tendría que esperar? ¿Habría provocado el informe una reacción inmediata, tal como esperaba? «Habría podido usar otras estrategias más sutiles», pensaba, mientras caminaba adelante y atrás. Pero la sutileza no parecía estar muy en boga en la Italia unida; al menos no tanto como lo estaba en la Italia fragmentada de Maquiavelo, por ejemplo. Es más, las estrategias eran lineales como el avance de un elefante en una cacharrería. Quizás el Príncipe no hubiera sido nada más que un personaje literario, como revancha contra la estupidez de la realeza.
¿Acaso en Sicilia no habían trasladado a altos funcionarios justo antes de la constitución de la temida comisión parlamentaria sobre la criminalidad en la isla, por orden de eminentes y arrogantes personalidades que trabajaban en el mismo Palazzo Braschi donde estaba él?
Archibugi sacudió la cabeza, cogió una hoja de papel y, metódicamente, fue sacando de la mesa de Quadraccia sus asquerosas virutas de uña, mientras le volvían a la mente otros recuerdos inquietantes.
El arresto arbitrario de republicanos en Villa Ruffi, por ejemplo, por orden del ministro Cantelli, coincidiendo con las elecciones en las que se habrían producido también los fraudes de Luciani, con la ayuda de un oficial de la Policía municipal. Cosas graves, que, sin embargo, se producían de modo natural.
Y luego se había registrado el atentado al diputado Cristiano Lobbia, en el asunto de la Regia Tabacchi, que había requerido una rápida reacción de los altos cargos directamente implicados para tapar el asunto.
E incluso en el caso Tremolaterra, un simple cura de campo, don Vincenzo, se aprestaba a dejar claro que en la Morte Desolara un senador siciliano les regala nada menos que una Virgen, macabra estatua cubierta de puñales y amenazas.
¡La Confraternidad de la Morte Desolata! Un bonito asunto. Un registro de miembros oculto en el Vaticano, vete tú a saber dónde, cofrades que se enfundan una túnica y una calavera llorosa en el pecho, apartados de todo el mundo, en el campo, en una iglesia que se aguanta en pie de milagro. Y aun así, un senador siciliano…
Seguía dándole vueltas a aquellos pensamientos, fumando, sin imaginar que muy pronto alguien le explicaría que no existía conjura alguna, porque las conjuras son montajes elaborados para las mentes débiles, que el asunto era mucho más sencillo y complejo a la vez.
Corrado rodeó el escritorio mellado por la navaja de Quadraccia, que se movía entre la delincuencia siguiendo la trayectoria de elefante de los modernos Maquiavelos en escala reducida, optando por los bajos fondos donde, tal como decía él mismo, al menos no disfrazan la mierda de chocolate.
Los cajones del escritorio estaban abiertos, se veía a simple vista. Archibugi se dejó llevar por la tentación y levantó la vista hacia la puerta cerrada, como un niño que acaba de descubrir dónde está escondida la mermelada.
¿Cuál era el secreto de Onorato Quadraccia? Había sido policía del Estado Pontificio junto a Scialoja, había sobrevivido, como él a la formación del Reino de Italia, de vez en cuando le daba vueltas a una alianza de bodas entre los dedos, odiaba a todo el mundo y a todos los trataba igual, había pasado meses hospitalizado entre la vida y la muerte y sólo él y Oreste habían ido a visitarlo. («¿Qué vienes a hacer aquí, viejo? ¿Quieres quedarte con mi escritorio?») Era un poco como Javert (Corrado tenía una copia de Los miserables en el cajón de su escritorio), que había perdido la noción de lo que es la ley, pero que desde luego no se había suicidado; se había limitado a trasladarse a Roma y trabajaba en su mismo edificio…
Venció la tentación de curiosear en los cajones de otro y, turbado, se alejó del escritorio. ¿Qué diablos le ocurría? Debía de estar agotado física y mentalmente. Se sentó en su escritorio, resopló y se puso a tamborilear con los dedos en la mesa. Pensaba en Lucrezia, en la tranquila salita de casa de los Scialoja, y sintió un dulce estremecimiento, una voluptuosa nostalgia.
Oyó unos débiles pasos que se acercaban. Llamaron a la puerta. Se aclaró la garganta, irguió la espalda, abrió una carpeta para adoptar una pose digna y dijo:
—¡Adelante!
Un minuto después se ponía en pie y farfullaba, irritado:
—¿Y usted qué hace aquí?
Arthur Barrington retrocedió hasta quedar pegado a la estrecha puerta, entre una pequeña bolsa para documentos que llevaba en la mano derecha y un lienzo envuelto en papel de embalar que tenía bajo el brazo izquierdo. En la mano llevaba un paraguas.
—Perdone. Pensaba… Me han dicho que… —balbució, con un acento inglés más marcado de lo habitual.
Corrado tuvo que tragarse su decepción y ofrecerle asiento a su visita. Al fin y al cabo, al menos tenía a alguien con quien hablar. No obstante, estaba preocupado: ¿y si, al oír que estaba hablando con alguien, el esperado visitante hubiera desistido?
Pero Barrington no se quedó mucho rato.
—He oído lo de la muerte de ese escritor… Los periódicos no hablan de otra cosa.
No, Archibugi aún no tenía novedades; confiaba en que llegaran pronto.
—¿Ha visto? En el fondo, no es un muerto en vida —dijo el inglés con una leve sonrisa.
Tenía el rostro consumido y los ojos hundidos.
—Estoy pensando en dejar la pensión de Il Tre Re —anunció, orgulloso.
A Archibugi le dio pena aquel hombre que se había traído una pesadilla desde Londres, la había alimentado durante años y que casi la había visto reencarnada en una ciudad que pintaba en secreto envuelta en una modernidad traducida en tubos, respiraderos y humo de carbón.
—¿Se vuelve a Londres?
—Sí y no. Me acerco a mis compatriotas. Estoy buscando algo por la Piazza di Spagna, ¡la Trafalgar Square de Roma!
Las frases se sucedían, incómodas, más formales cuanto menos había que decir. Corrado seguía escuchando, pendiente del pasillo, con una ansiedad que le cerraba la boca del estómago.
Por fin, Barrington arrancó el papel de embalar y dejó a la vista una acuarela enmarcada, una de sus puestas de sol sobre Roma, que había decidido regalarle. Tras las frases de rigor («No hacía falta», «Insisto», «¿Por qué motivo?»), que concluyeron con un apretón de manos, Barrington se puso a escrutar las paredes en busca de algún clavo, que por fin encontró y del que colgó el cuadro. Ambos se quedaron mirándolo un rato, haciendo ridículos movimientos a derecha e izquierda en busca del mejor punto de vista.
—Le diré, señor Barrington, que prefiero estos cuadros a los otros. —Se giró para mirarle—. Me refiero a sus extrañas acuarelas. Además, ¿qué significan?
—Vienen del fondo del pozo.
—Algunas, sin duda. Por ejemplo la que vendió en el Antico Bazar. Pero ¿cómo decirlo?, la fuente de la inspiración… Las estructuras metálicas, las chimeneas altísimas, los trenes que corren sobre los edificios, los hombres que parecen esqueletos, la luz grisácea…
—Inspector, yo vengo de una ciudad que representa el futuro.
—¿Y así ve el futuro de Roma?
El inglés se encogió de hombros. Se quedaron unos segundos más mirando el cuadro, la silueta de Roma contra un cielo que adquiría un tono melocotón. Y luego ya no tenían nada más que decirse.
Bueno, sí, una cosa. Algo patético que incomodó a Corrado y que, no obstante, consiguió responder con desparpajo.
Barrington sacó de la bolsa la cajita en la que rodaban alegremente las bolitas de opio y se la tendió a Corrado. La mano le temblaba ligeramente.
—Tenga… ¿Ve? Me doy cuenta de que… No obstante, querría… No sé…
¿No se daba cuenta el inglés de que aquel movimiento era absolutamente ridículo? Le daba el opio a él como muestra de compromiso formal, pero ¿de qué? ¡Él no era notario, qué diablos! Corrado se levantó y le pasó el brazo sobre los hombros, sin coger la caja, y lo acompañó lentamente hasta la puerta.
—Señor Barrington —dijo—. Dándome a mí sus provisiones de opio no se quitará el problema de encima. No creo que la complaciente farmacia donde lo compra, quizá con la excusa de algún dolor insoportable, haya cerrado. Así que quédese su caja, y pídale ayuda a un buen médico. Yo no soy más que un policía.
De nuevo alguna frase de circunstancias, de las que se pronuncian en el umbral. Corrado le dio por fin el paraguas a Barrington y le abrió la puerta con una sonrisa de ánimo.
—Pero, al final, esa historia de la doble W… —dijo en última instancia el inglés, ya en el pasillo, ante la mirada del agente de guardia—, ¿no tenía nada que ver?
—No, yo diría que no, señor Barrington —dijo Archibugi tras un breve momento de duda—. Hasta la vista.
¿Habría podido decirle que, sin la declaración de Arthur Barrington, las cosas habrían ido de otro modo? ¿O si Tremolaterra no hubiera pasado por el Antico Bazar y no hubiera visto la acuarela del inglés? Volvió al escritorio sacudiendo la cabeza. No, aquel tipo volvería a hundirse entre remordimientos, precisamente ahora que empezaba a levantar cabeza.