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La Via Monterone es una calle en forma de L. Quadraccia hizo que la carroza se parara en la esquina entre ambos tramos, donde la calle se vuelve más ancha, frente a una pequeña iglesia recargada, bajó y pagó al cochero. La carroza embocó la Via dei Redentoristi y se fue.

El inspector miró a su alrededor y adquirió una expresión severa. «Su» portal estaba aproximadamente en la mitad del tramo más largo, al fondo del cual se alzaba el tejado de San Eustaquio. Justo delante del portal esperaba un coche fúnebre. Por las ventanas del edificio asomaban ya algunas mujeres a la espera del féretro.

Quadraccia se puso en marcha con un mal presentimiento. ¿No le estaría jugando una mala pasada el destino? ¿Primero le ponía la miel en los labios y luego lo dejaba con las manos vacías? Era más que posible. Quadraccia tenía una pésima opinión del destino.

A pasos lentos, avanzó hacia el coche y el cochero, que esperaba de pie junto a los dos caballos, charlando con un chaval: ninguno de los dos lo había visto. Tanto el cochero como el muchacho estaban vestidos de enterradores; también el coche y los caballos estaban ataviados de luto. Mientras se acercaba, Quadraccia se rascó, considerando la situación.

El cochero tenía el brazo apoyado en la rueda del carro y decía:

—¿Y cuál es ése? ¿El del pepino en el ataúd?

—¡Qué dices! El del saliente de la pared —dijo el muchacho.

El cochero se rascó la cabeza.

—¿Y ése cuál es? Yo conozco todos los chistes sobre muertos, funerales y viudas, pero ése no me suena de nada…

—Escucha: don marido y mujer, dos viejos que han pasado la vida juntos, que aún se quieren, pero de pronto ella muere. Lágrimas, lamentos, etcétera. Llegan los de las pompas fúnebres, la meten en la caja y se la llevan. Bajan las escaleras con el ataúd a la espalda, seguidos por el marido, hecho un mar de lágrimas, pero en un momento dado el ataúd da contra un saliente de la pared…

El cochero levantó una mano para que se callara y se puso a escuchar, con la mirada en alto. Quadraccia, que se acercaba con cautela, hizo lo mismo.

«Luceat eis, requiescant in pacem, amen», se oyó desde el interior del portal. En un latín perfecto: era el cura. De hecho, luego llegó la respuesta distorsionada de los presentes: «Lusiattei requia e scantin pace, amen».

—Están bajando —concluyó el cochero—. Como en el chiste. Sigue.

—El ataúd choca contra el saliente. Se oye un quejido y luego un ruidito: ¡es la vieja, que ha resucitado, y golpea la madera con los nudillos! El marido llora de alegría, se abrazan y se vuelven a casa más felices que unas Pascuas. Pasan los años tranquilamente y al final la vieja vuelve a estirar la pata. De nuevo lloros, lamentos y demás. Vuelven los de pompas fúnebres, la meten en el ataúd, lo levantan a hombros y bajan las escaleras…

Quadraccia dijo en voz alta:

—Y el marido, entre lágrimas les avisa: «Por favor, tengan cuidado con el saliente».

Los dos se giraron a mirar al inspector que sonreía, socarrón. Como solía suceder cuando contaba un chiste, al final él era el único que se reía. El cochero comprendió enseguida con quién se había topado. Le dio un par de monedas al muchacho y le dijo que le fuera a comprar un cucurucho de castañas asadas, rápido, que estaban a punto de irse.

Cuando estuvieron solos, Quadraccia señaló el edificio con un gesto de la cabeza y preguntó:

—¿Están bajando?

—De un momento a otro. ¿Por qué?

—¿Cómo se llama?

—Bertali.

¡Bertali! Quadraccia lanzó un improperio.

—¿Qué Bertali? —Sentía que la presa se le escapaba justo cuando estaba a punto de echarle el guante—. ¡Venga! ¿Quién es el muerto?

—Francesca Bertali. La mujer de… —respondió el otro, pálido.

Quadraccia soltó un suspiro de alivio. Él buscaba a un Bertali, no a una Bertali. Se quedó un momento inmóvil, con la mano apoyada en uno de los caballos, como reflexionando sobre el sentido del humor del destino. Era el mejor narrador de chistes del mundo, el destino, cuando se lo ponían bien, claro.

Los de la funeraria salieron por el portal, seguidos del típico séquito compuesto por curas, familiares y vecinos agregados, en un murmullo de oraciones y lamentos. Colocaron la caja en el coche fúnebre. El cochero se subió al pescante. Volvió corriendo el muchacho con las castañas, y el inspector lo interceptó antes de que se subiera junto al conductor, confiscándole un puñado de castañas que se metió en el bolsillo de labrigo.

Quadraccia se llevó a la boca una castaña sin pelarla, mientras estudiaba el ataúd, casi como si se esperara oír a la muerta picando contra la madera, luego se fijó en un señor gordo vestido de luto con levita, sombrero de copa y zapatos brillantes, y de su brazo una joven que llevaba un vestido de paseo de crepé de lana y seda de color azul noche. Los dos tenían los ojos húmedos y el aspecto que da tener dinero, incluso en el luto. El hombre le dio algo al sacerdote, que asintió con la cabeza. Del patio del palacio salía lentamente un anticuado pero elegante coupé, ataviado de luto, sin duda el coche de la familia. Lo conducía un cochero que también iba de luto.

Quadraccia escupió la piel de la castaña y se acercó al hombre elegante.

—¿El señor Alfonso Bertali?

Aquellos ojos enrojecidos miraron a los del inspector, no sin esfuerzo. Luego le dio la mano y dijo, mecánicamente:

—Gracias, gracias…

—¿Gracias de qué? Soy inspector de Seguridad Pública y necesito hablar con usted urgentemente.

Bertali murmuró algo, mirando a su alrededor como para decir que no era el momento adecuado. Estaba desorientado, pero no tanto como para no ocultar enseguida el fogonazo de miedo que le había pasado por los ojos, y que Quadraccia había captado al vuelo.

—Entiendo, entiendo, pero necesito hablar con usted un minuto.

—Papá… —dijo la hija, con la misma mirada en los ojos.

Bertali no sabía qué hacer. Paseaba la mirada a derecha e izquierda en busca de ayuda o de inspiración. Un pequeño grupo de personas esperaba junto al portal, sin perderse la escena y preguntándose quién sería el hombre de la cicatriz. El cura lo miraba completamente estupefacto. El coupé estaba situado tras el coche fúnebre, a la espera.

Quadraccia se sentía del todo tranquilo. Había llegado: ahora sólo tenía que hacer su trabajo.

Cogió a Bertali por un brazo y lo guió hacia el portal. El hombre no protestó. Los murmullos aumentaron y la hija se echó a llorar. Quadraccia abrió la puerta de la portería, fulminó con una mirada a la portera, que se había separado del grupo de los asistentes para protestar, casi empujó a Bertali al interior y cerró la puerta a sus espaldas.

El hombre se dejó caer sobre una silla. Sobre la mesa de al lado había una jarra de agua y un vaso. Quadraccia lo llenó y se lo pasó a Bertali, que bebió mecánicamente, con la mirada fija en el suelo, sin fuerzas.