Todo me da en la cara a la vez: la muerte, el frío, el miedo.
El cielo blanco se resquebraja. Ruido de alas magulladas, truenos de metal. Mi sombra se hace jirones, siento cómo se desgarra. Me produce la misma sensación que cuando me rompí el tobillo, toda mi alma se desliza hasta los talones.
En ocasiones, esto me ocurre al subir al escenario, estoy bien y de repente soy consciente de que hay varios centenares de personan pendientes de nosotros y me vengo abajo como una vieja cuerda de tender.
El walkman se me ha desenganchado, lo veo desaparecer entre las nubes; la cartera se la tragan las nubes; también las llaves: todo cae rodando.
—¿Qué coño haces con toda esa mierda en los bolsillos? —me grita Jack.
Empiezo a toser, pierdo altitud, tengo la cabeza hacia abajo y se me llena de sangre. Trato de mantener la sangre fría, pero no recupero el aliento. La nieve dispara contra mí, los copos me explotan en la frente y me nublan la vista, creo que también estoy llorando. La nieve se duplica y se pega a mi piel, se me pone la carne de gallina. Cada copo me hunde un poco más la cabeza hacia abajo. Me pesan las alas, parecen brazos. Aún vuelo, pero a ras de suelo. Esquivo un primer árbol por los pelos.
—¡Respira! —me grita Jack.
El segundo árbol resulta fatal. Me engancho los pies en las ramas y empiezo a dar vueltas alrededor de su cúspide como si me hubiera agarrado de los tirantes. No me da tiempo a sentir dolor ni miedo. Estoy colgado como una vieja figurilla en un árbol de Navidad. Esto me recuerda la sensación de humillación que viví hace veinte años, cuando el entrenador de judo me colgó del perchero por el cuello del quimono porque me sorprendió imitando cómo hacia las reverencias en el tatami delante de mis amigos: de manera que un cuarto de hora de perchero.
Me encuentro en medio del país de los muertos sin haber logrado aunque solo hubiera sido verte, y tengo un poco de ganas de vomitar, debido al vacío.
¡Aparece! En el cielo blanco con forma de estrella negra o justo aquí, en mi hombro. ¡Ven! Estoy cansado de que estés muerta, cansado de darme de golpes con el puto vacío, cansado…
Jack acude a descolgarme, exactamente igual que papá descuelga al viejo Papá Noel escuálido que domina en lo alto del abeto todos los años.
—Se ha agujereado tu sombra, ven a esconderte en la mía para el camino de vuelta —dice.
Dobla la rodilla izquierda, luego la derecha y se tumba de espaldas apoyado en los codos.
—Trepa a mi estómago y agárrate, pequeño koala, ¡regresamos a casa!
—Entonces, ya está, se acabó, ¿no encontraremos a mi madre?
—Son las cinco de la mañana, tenemos que regresar antes de que amanezca. Las puertas de las sombras se cierran al alba y no estoy seguro de poder abrirlas de nuevo antes de varios días.
—¿Y no podemos quedarnos varios días?
—¿Qué ibas a comer tú aquí? ¡Y tu padre se preguntaría dónde coño te has metido! Anda, vamos, volvemos a casa.