Esta sombra empieza a picarme seriamente. Arrastra por el suelo, está agujereada, me irrita. A gusto iría a rascar detrás, a ver qué ocurre en el país de los muertos.

Venga, ya está decidido. Esta noche, nada de asomníferos, algún dulce y, alehop, corro al cementerio.

Mi madre era una buena compradora, no sé cómo se las apañaba para escoger los productos, pero debía de conocer la capacidad del frigorífico al centímetro cúbico porque siempre lo llenaba hasta los topes y nunca tenía dificultades para cerrarlo. Y además, estaba lleno de colores, podría decirse que solo compraba cosas para que hicieran bonito. Cosas serias, como jamón, latas de bonito, y también un montón de dulces.

Rebusco en los armarios del cuarto de la plancha. Encuentro un maravilloso superviviente: ¡un paquete de Pim’s! El crujiente del chocolate y la fina capa de naranja untada debajo siempre me han puesto de buen humor. Como una galleta en la cocina, otra en la escalera del garaje, luego me meto las demás en el bolsillo. Mi fiel caballo de batalla con ruedas está preparado. Don Quijote 2000 va a combatir contra la muerte.

Bajo por la urbanización, resulta agradable hacerlo en una tabla de skate, la pendiente permite una buena velocidad y el asfalto está correcto, pese a algunas terribles trampas en forma de gravilla. Es la hora en la que los perros imitan demasiado bien a los lobos. Mi sombra se infla y realizo dos o tres gestos de pájaro con los brazos, por si acaso, pero no funciona. La ventana de la vecina está iluminada. Dos ojos me miran coger la carretera del cementerio sobre la tabla de skate en plena noche, aleteando los brazos y doblando las rodillas. La vecina tiene dieciséis años y yo treinta, a lo mejor se imagina que por la noche me convierto en un pájaro con ruedas, a lo peor, que no debería fardar con las rodillas flexionadas y los movimientos de brazos, porque todos sus amigos de clase patinan mucho mejor que yo. ¿Qué coño hace mirando la carretera a estas horas? Tal vez sueña con un príncipe encantado, o espera a un amigo en mobilette que le llevará hachís.

—¡Eh, ahí va una fardela en skate! —me grita de pronto.

Yo me siento muy orgulloso de que me compare con una fardela: esos frailecillos, pájaros emblemáticos de Islandia, se comportan de un modo que me gusta mucho, en el sentido en que tienen el equipamiento físico de un pájaro, gestos de pájaro, y sin embargo, a la hora de despegar, su eficacia es la de un san Bernardo artrítico. Corren por el agua, aletean, a duras penas cogen unos centímetros de altura y encallan sobre la espuma como mierdas. Curiosamente poseen una especie de gracia en su manera rolliza de rasar la panza contra el mar. Casi te dan ganas de llevarlos en volandas para que se crean que vuelan un poco. Su modo de caerse es más bello que un despegue perfecto. Ultima acrobacia poética, que genera amor y risa en apenas unos pocos segundos. La versión en pájaro de Charlie Chaplin. Me gustaría mucho ser así, más que un súper Ícaro musculoso: bueno, tal vez diga eso porque no soy muy gordo.

—¡Eh, fardela en skate!

—Ah, ¿sí? ¡Uy, muchas gracias, señorita! Me encantaría llegar aunque fuera al tobillo de esos delicados pájaros!

—¿Cómo? ¿Qué pájaro? ¡Fardo! ¡He dicho fardo en skate! ¡Ve a acostarte!

No he oído a la vecina que, anda ya, no sabe nada de pájaros, ni de skate, ni de nada, y que tiene una mata de pelo tan gorda en su asquerosa lengua que cuando dice «fardo» pareciera que dijese «fardela», a menos que sea su aparato dental el que funciona mal.

Continúo el descenso sin utilizar demasiado los brazos. Atravieso el pueblo con las manos en los bolsillos como un miserable espectro, enjuto y lejos de las cosas de la dulzura. Tengo los pies atornillados a la tabla, ruedo a la velocidad ideal para hacer slalom entre las sombras y hacerme pasar por una de ellas. Cuando esté de vuelta, iré detrás de las sombras de la casa, a ver cómo va eso, si se abren o qué. Exhalo neblina fría, y esta se extiende bajo la luz blanca de las farolas.

Cuando llego a las cercanías del cementerio, empiezo a temblar. No porque tenga miedo de los fantasmas o cosas de ese estilo, ¡uy, no, no, no! Sencillamente porque me siento monstruosamente solo, yendo de este modo a rondar cerca de tu tumba en plena noche. Camino por las sendas con paso cuidadoso. La gravilla suena hueca. El sendero que lleva hasta donde reposas parece mucho más largo que a pleno día.

Por fin llego a tu tumba, que está decorada con esa acacia y sus sombras que conozco tan bien. Ahora que siempre es de noche sobre ti, esta vez literalmente pues hemos colocado una losa de mármol para depositar lágrimas, recuerdos y flores, soy consciente de tu muerte. No acepto nada, pero soy consciente.

Hay una jardinera, aunque no crece nada en ella. Para que quede un poco más bonito, hacemos trampas con las formas de colocar los ramos de flores, «así está bien, ¿no?», cuando lo único que nos preocupa en realidad es levantarte, decir ¡ya está, se acabó la muerte! La guerra ha terminado, despojémonos de nuestras ropas de material de noche, ¡que las estrellas vuelvan a brotar! ¡Quítate de encima la muerte!, ahora ya me estás cansando, se acabó, idos a paseo con vuestras estupideces de funerales y vuestros epitafios gratuitos con ese féretro último modelo.

—Pero bueno, esto es un cementerio, traemos flores, lloramos y nos marchamos solos, ¡no se admiten estrellas! —me dice una voz de anciana. Me pregunto de dónde sale, miro a mi alrededor, nada. Respondo:

—Mi madre volverá, la espero con estrellas y pasteles, se ha hartado de flores, se ha hartado de estar muerta, es demasiado tiempo…

—Señor, hay que aceptarlo.

—Eso es lo que dicen, sí. Eso va junto con la panoplia de crisantemos.

—No sirve da nada enfurecerse con la muerte, señor.

—Lo sé.

Entonces, vi aparecer al segundo fantasma. Delante de la tumba, sentado en la jardinera con el culo plantado en las rosas. La cosa más fea que haya visto en toda mi vida. Nada de ruido de viento, ni de manos gigantes golpeando la cúspide de los árboles, ni de imitación del cantante de voz grave de los Platters.

A primera vista, resulta menos amenazante que Jack el Gigante. Es un fantasma de talla menuda, chico o chica, no lo sé; sin embargo, tiene una voz metálica de anciana. Parece una documentalista agriada cruzada con un poli bigotudo, con traje gris y piel de pescado podrido. Los ojos de color blanco lechoso cuajado sobresalen de las gafas con gruesa montura. El pelo gris con una permanente al estilo de un taxidermista de ancianas. La boca de labios inexistentes, como hecha fundamentalmente para no besar jamás, rezuma. Los brazos cruzados parecen un pulpo muerto pegado al pecho, y la única nota de color, rojo, son las manchas de sangre fresca en la chaqueta. Su cuerpo se termina en unos espantosos pies de zampo que arrastran por el suelo.

¡Es de locos lo que ese bicho me recuerda a la madre de una chica que conocí! Esa mujer desprendía la misma suficiencia rancia y burguesa. Los rasgos de su rostro eran de una increíble fealdad. Nada lo bastante monstruoso para que se volviera atractivo o inquietante, justo la fealdad sucinta y mezquina de un mero cabo orgulloso de su triste galón.

—He arrancado unas cuantas estrellas y unos trozos de luna, quería dejárselos.

—No debe venir al cementerio en plena noche, señor, corre el riesgo de encontrase con la muerte.

—Usted ya se acerca a ella, ¿no?

—Yo no soy más que un funcionario de la muerte. Considere mi aparición una advertencia sin costes. No obstante, la próxima vez, tendrá que vérselas directamente con el jefe.

—¿El señor la muerte en jefe también se parece a una documentalista con traje gris cruzada con un poli bigotudo?

—No debe burlarse de la muerte, señor, sobre todo cuando la tiene delante.

—Qué oportuno, quiero luchar contra ella. Tengo una sólida sombra, me la dio un amigo gigante…

—Usted puede luchar contra su propia muerte, pero no contra la de quienquiera que descanse aquí. Hay que aceptarlo, señor.

Me miro en las enormes gotas de lluvia, ya no me reconozco. Me siento desdibujado, hasta las rodillas me tiemblan de rabia. Es un tambor lo que me golpea en el pecho. Lo arrancaré y lo tiraré al suelo, ya no aguanto más el ruido que hace.

Finjo marcharme del cementerio y me escondo detrás del panteón de la familia de Léon Thérémin. Espero a que se vaya el fantasma administrativo de traje gris con ojos grises, luego empiezo a tocar la armónica, enrollado en mi sombra. Actúa como una caja de resonancia. De pronto, la armónica tiene un bonito sonido de western. Me refugio contento en este pequeño instrumento. Mientras toco, tengo menos miedo.

Me cubro completamente con la sombra, en una posición que me permite ser invisible. Ser el Buster Keaton de las estrellas, volar de casa en casa para descolgar la luna, quizá no sea para mañana; sin embargo, hacerme pasar por una sombra cuando anochece es algo que ya domino.

He traído todo mi instrumental médico para los muertos, voy a probarlo sobre tu tumba. Miro detrás de mí: las sombras de las otras sepulturas me vigilan. Pero mientras se mantengan a distancia, continuaré con mis experimentos. Saco el walkman especial. Me coloco los cascos en las orejas para comprobar la música; una casete grabada especialmente para ti, con mucho flamenco y rock and roll de los años cincuenta. Tu música. He trabajado las mezclas para que sientas ganas de bailar y esto te recuerde a los buenos tiempos. Me quito los cascos y coloco los auriculares contra el mármol helado. Apenas percibo aún las canciones, el resto del sonido va hacia ti.

Vamos, baila, ven como un fantasma, como una sombra, como puedas, incluso como un hálito si quieres, pero ven ahora. ¡También tengo pasteles! Siete milhojas tiemblan de impaciencia esperando que los comas, y cuatro éclairs de chocolate con sabor a trueno. Los dejo junto a las flores, dispuestos como para que quede una mesa bonita. A ti te gustaba mucho poner mesas tan bonitas para comer como para mirar. Debes de estar harta de flores; toma, aquí tienes estrellas rotas recién cogidas del cielo y un trozo de luna.

Tengo la impresión de ser un extraño médico. El médico de mi madre muerta. Me pongo un auricular en la oreja derecha y el otro lo muevo por distintos lugares de la tumba. Te ausculto. Quiero oír algo, tu corazón creo. Muévete, golpea, aporrea, yo te ayudo, ¡allá voy! Vamos, arráncame este asqueroso mármol, escupe las flores, yo te daré palmadas en la espalda para que no te dé la tos, ¡ven, ahora!

No ocurre nada, excepto algunos restos de viento para recordarme que por aquí está el vacío. Nada, ni un hálito, ni una señal…

Tengo ganas de cavar a puñetazos, de mandar todo a paseo, de hundirme en la tierra.

Coloco de nuevo las flores de la tumba en su sitio, un poco como lo hace papá, porque además del viento que tira los jarrones casi todos los días, hoy, un guardián de la muerte ha plantificado su culo gordo en la jardinera y las rosas están todas aplastadas. Repentinamente, me siento incómodo con mis cosas desparramadas, así que guardo todo en la mochila.

Me tumbo junto a ti, al raso, para ver cómo amanece aquí. El espectáculo de las sombras que te cubren, el viento en las acacias, los fantasmas que se largan al alba. Me gustaría ver algo de lo que tú aún ves, cavo para encontrar otra cosa que no sean los recuerdos, cavo para conectar contigo.

Nuestra cita es aquí y ahora. ¡Intenta salir por la acacia! ¡Trepa por entre sus espinas, come las flores y ven a mis brazos, venga! Ahora ya hace mucho tiempo, y desgraciadamente es un largo tiempo que no dejará de aumentar.

De pronto, una enorme mano me amordaza mientras otra me levanta.

Es por la mañana, me despierto en mi cama. Veo un sobre negro en mi mesilla. Estiro el brazo izquierdo para cogerlo sin moverme, el resto de mi cuerpo está pegado al colchón. Lo abro y reconozco la letra de inmediato: la misma que la de la parte de atrás del reloj roto; es la letra de Jack el Gigante.

¡Eh!

Deja ya esas chorradas de ir a dormir al cementerio, o te quedarás allí de verdad. La próxima vez no iré a buscarte.

Jack