Entramos en el país de los muertos. El cielo es blanco como el interior de una nube, y las estrellas negras como agujeros de tinta. Noche en mitad del desierto, en negativo.

Efectivamente, hace un frío polar. Todo está helado y nieva sin parar. Los copos son negros, pesados, auténticas balas de revólver. Los fantasmas se pasean con murciélagos muertos a guisa de paraguas.

Algunos de ellos se parecen a los vivos, pero en versión translúcida, como cubitos de hielo sacados del frigorífico con esqueletos dentro. Jack me explica que se trata de muertos de «primera edad» que no han terminado la mutación. Otros recuerdan a pájaros sin patas. A fuerza de volar, han desarrollado las alas, al tiempo que han desaparecido los pies y las pantorrillas. Observo cómo pasan, justo por encima de mi cabeza, en manadas o en solitario. Parecen vestidos de novia flotantes que el viento hubiera esparcido. Después de todo, yo con mi sombra me asemejo bastante a ellos. Dejo el puño cerrado en la mano del gigante.

El suelo es inestable y nos cubre los pies. Nadie se preocupa de asfaltar, porque todo el mundo vuela.

La bruma es negra y los muertos la inhalan exactamente como me contó Jack. Podría decirse que la niebla está en danza y emite un sonido.

—Aquí no es necesario el sollófono para oír un bonito canto de fantasma —ironiza.

Le respondo con un «sí» muy breve pues estoy petrificado. El frío y el miedo, aun con un gigante para protegerse, no es lo ideal para charlar. Me gana la melancolía de los fantasmas y me brotan las lágrimas. El gigante me lo había advertido, por tanto cogí el walkman. Pongo a Jonathan Richman: efecto antilloro garantizado.

Creo reconocerte en el cuerpo de un pajarillo, con la pancita regordeta y las alas translúcidas como las de una mariposa, con frufrúes de vestidos de faralá en los extremos. Se me acelera el corazón y me tiemblan las piernas. Me gustaría tanto que fuera cierto, que fueras tú, que hubieras logrado resurgir en tu nuevo país. ¡Una mariposa andaluza, que baila volando e inventa mil y una maneras de cocinar la niebla!

No estoy seguro de que seas tú, no estoy acostumbrado a verte volar. Principalmente, porque no quisiste nunca subir a un avión. Aun así te llamo, tú no respondes. Empiezo a quitarme la sombra deprisa para que me reconozcas. ¡Podría desnudarme en una hoguera y daría lo mismo!

—Quizá no sea ella… Y no te quites la sombra así, ¡no estás preparado! —me dice con dureza el gigante—. No vuelvas a hacer eso, o te llevo de vuelta inmediatamente.

Me vuelvo; el pájaro ha desaparecido.