Son las nueve de la mañana y todos se han levantado. Es la hora de un gran desayuno en la cocina. Hay anestesia en las tostadas. La hemos puesto por todas partes, para que nadie explote. Estamos bien aquí, la familia reunida, tratando de hablar y de comer. Papá, Lisa y yo empezamos nuestra larga jornada de logística funeraria.

Primero vamos al Ayuntamiento: hay que deletrear tu nombre y dejar claro que ya no existes. Luego llegamos al cementerio: hay que elegir la situación, como en el camping, sombreada, sin sombra, cerca de la salida, lejos de la carretera, al abrigo del viento… En este cementerio el viento llega hasta los rincones. Localizamos un lugar cerca de un grifo, parece un lugar práctico para regar las flores, y de una zona donde se dejan las flores mustias, una parcelita donde se tiran los esqueletos de las flores. El sitio menos triste del cementerio. Apretujar el corazón al fondo del cerebro para lograr pensar en estas irrisorias absurdidades y elegir, decir, «sí, aquí está bien». ¿A ti te parece bien? Hay una acacia, ya sé que solo da espinas y sombras cortantes, pero está viva, tendrás a tu lado algo vivo. Te dará de beber su sabia, te escaparás a través de sus raíces y florecerás desplegándote hacia el cielo.

Ahora, el ataúd. Entramos en un comercio de pompas fúnebres, solo falta el llavero de mármol y el pin «Rest in peace». Toda la colección «muerto otoño-invierno» ha llegado: ramos artificiales de mármol, tumbas escotadas o con grandes curvas, placas para grabar poesía: «a nuestro amigo, a nuestra tía»… a nuestra madre, esta también deben de tenerla. Un hombrecillo canoso, con una amabilidad algo impostada, nos enseña varios catálogos de ataúdes. Hemos de elegir el motivo y así lo hacemos. Y «¿qué color?» y «¿qué clase de madera?», ay sí, roble, no cabe duda, lo mejor es el roble, igual que si se tratara de un puto mueble. Cargamos con nuestros corazones como bolas de preso hechas de carne. Van arrastrando detrás de nosotros, se enredan los tres. Nos concentramos y tratamos de hacerlo lo mejor posible, de elegir tu ataúd. El cerebro envía su anestesia a borbotones, estamos medio idos. Escondo el corazón en el hueco de mi sombra. Me gustaría dar parte de la sombra del gigante a Lisa y a papá, pero no sé cómo hacerlo. Tal vez debería llamar de nuevo al gigante. No a pleno día, él pertenece al mundo de la noche. Es de los que «no se pueden ver».

Última etapa, reunirse con la santa dama que se encarga de la ceremonia de la iglesia. Elegir las músicas, los textos que leer. Otra vez al coche, con un papá teledirigido por no sé qué fuerza que sigue llevándonos de un punto a otro. La cosa es que la familia está un poco mosqueada con la santurronería. Todos hemos recibido una educación católica, pero en la herencia de padres a hijos, hemos preferido dar patadas a un balón, hacer el indio en los árboles, construir cabañas. Excepto hoy, que tratamos de hacer las cosas como es debido, para que tengas una bonita ceremonia. Esta señora, que nos recibe en su casa escondida en el bosque, no tiene nada que ver con los representantes comerciales que alaban los méritos del último modelo de lápida sepulcral barata. Tiene devoción. Tiene fe. Eso existe. Es impresionante.

Llegamos a casa de la encargada de la ceremonia y el olor que impregna toda la estancia es el característico de la casa de ancianos. Es un olor a cera vieja que se introduce en las gargantas. Mi hermana y yo nos miramos, «el mismo olor que perfumaba la casa de la abuela…». Hacía muchos años que no olíamos este perfume. Esto empieza a resultarnos gracioso de una manera nerviosa. Como si todo el día fuera demasiado negro oscuro y entonces esa ancianita llena de entusiasmo empezara a cantar «Jesús, la, la, la», con una convicción absoluta que ayuda a marcar el ritmo. La situación es especial, pero lo cierto es que nos libera un poco de tanta tensión. El viejo tapete en la mesa, las Biblias, las figuritas de las santas vírgenes, las panoplias del buen Dios y la mujer que no para con su «¡lalalá JeEEEsÚÚUs!». No es posible. De buena gana la habría abrazado y le habría dicho: necesitamos gente como usted, Iglesia o no, es usted formidable. Es lo que esa señora habría merecido oír. Pero no puedo estallar en carcajada como si fuera un pirado. De repente, los nervios han cambiado de manera de expresarse: error de apreciación. Todo el mundo, por poco malicioso que sea, ha tenido un amigo con el que la mínima mirada de complicidad podía desencadenar una risa floja irresistible, sobre todo en la típica situación en la que no había que reírse. Como en clase. Como ahora. Desde que éramos muy pequeños, mi hermana y yo hemos compartido la complicidad de la risa. Solo con notar que mi hermana tenía ganas de soltar una carcajada, yo ya sentía el cosquilleo. Y aquí está, resurgiendo de lo más recóndito del agujero negro. Nos ataca una risa floja imparable. Y cuanto más reímos, más pone la ancianita toda su alma en las canciones de «Jesús regresas a nosotros lalalalá», ¡ay, a este paso va a conseguir sacar el jarabe de anestesia!, esa especie de Coca-Cola sin burbujas con sabor a regaliz que siempre nos daba la abuela. Esto es una parodia. ¡Lalalá Jesús por aquí, Jesús por allá! Y ala, pone un disco en la pletina con una especie de coral de monjas, un góspel muy blanco y muy lánguido. ¡Ay, Dios mío! Resulta espantosamente cómica la manera que tiene de cantar por encima con esa voz de pinzón reivindicativo. ¡Lo da todo!

Trato de no cruzar la mirada con mi hermana, me da hipo de tanto aguantarme la risa. Y cuanto más se afana esa pequeña porción de señora en organizarnos los cantos de la ceremonia, más deseo sentimos de mostrarle nuestro agradecimiento y más imposible nos resulta contener la risa floja.

Regresamos a casa. Las risas espasmódicas ya se han calmado. El ceño se frunce y cada uno se sumerge de nuevo en los gestos más oscuros de su rostro. Entierro mi sombra de gigante en la fosa de mi corazón, una especie de lavadora con sangre en lugar de agua y piel en lugar de ropa. Tiempo de secado: toda una vida.

Cuando hablo, oigo latir mi corazón en la garganta y eso me desestabiliza igual que cuando oyes el eco de tu propia voz en el móvil. Con la sombra en la fosa de mi corazón, ese sonido se amortigua ligeramente. Tapono las brechas para aprender a no resquebrajarme continuamente y para ayudar a los demás. Solo funciona a medias.

Cuando me llegue el turno de morir, me gustaría evaporarme. No quiero que alguien al que amo tenga que elegir dónde enterrarme y en qué caja.

Me voy a mi habitación. Todo sigue igual. Me tumbo en la cama que cruje igual que siempre. El interruptor hace el mismo ruido que siempre. Pienso en el gigante sombrólogo, me da un poco de miedo pero prefiero pensar en él antes que en cualquier otra cosa. Siento que la sombra me une a él, me zarandea los sueños, necesitan ejercicio, eso me conviene. Hojeo de nuevo el libro pero sin concentrarme en la lectura.

Me pesa todo el cuerpo, creo que es porque un corazón roto se diluye por todas partes a través de las venas, se extiende y se infla. Y te vuelca como si acabaras de darte un buen porrazo al caerte de la bicicleta, desnudo. ¡Restregadme asfalto helado por la boca, arrojad las costras de gravilla cortante, clavad! Vamos, yo me largo de este cuerpo. ¡Sí! De todos modos, desde que era pequeño, me parece demasiado pequeño. El gigante ha sido muy considerado prestándome una sombra grande. ¡Ese tipo es un astuto psicólogo, aunque solo fuera por eso ya me compensa su visita!