Aún me cuesta invocar los buenos recuerdos, los otros me caen encima de imprevisto. En la cocina, delante de tu encimera, las sombras siguen con su trabajo de zapa. Me pican los ojos y me vierten litros y litros de recuerdos muy recientes: aunque son los peores recuerdos.
Era un domingo. Tu último domingo. Nosotros regresamos de Lyon con papá. La tormenta rebotaba en el capó del coche. En la clínica dormías demasiado. Las enfermeras nos habían dicho cosas extrañas. Todas eran más o menos de Europa del Este, tenían un acento torcido, nosotros pensamos que por eso eran raras.
En el coche, fuimos conscientes sin decírnoslo de que, quizá, nunca más volveríamos a verte. La tormenta y la noche quedaron empaladas en los limpiaparabrisas.
Dos días más tarde, tú viniste a Valence. Te esperábamos en el pasillo del hospital. Las puertas se abrieron llenas de sonidos eléctricos y médicos. Pasaste delante de nosotros en la camilla. Intentaste sonreír, tus ojos estuvieron a punto de encenderse. Cada uno de nosotros teníamos una de tus manos entre las nuestras, nos aferrábamos a los fulgores, queríamos que aguantaras.
Tu sonrisa permaneció, pero tus ojos no.