—Aquí puedes aprender a volar. Resulta fácil, ¡hasta un gordo como yo lo consigue!
—¡Tú no eres gordo, eres grande!
—¡Pesado, en cualquier caso! Mira, inflas los pulmones, contienes la respiración y abres los brazos…
—¿Así?
—Sí, perfecto… ¡Está bien, ya puedes respirar! Si pierdes altitud, vuelve a la apnea, pero despacio, no a bocanadas, de lo contrario hiperventilarás y te encontrarás clavado en un árbol.
Realmente tengo la impresión de ser un puto pájaro. Ni el menor ruido, solo el soplido del viento que me acaricia los oídos. Le hago un gesto al minúsculo fantasma, que aún es más minúsculo visto desde aquí. Pruebo: impulsión piernas dobladas, aleteo de muñecas, estiramiento del cuerpo, ¡vuelo hacia ti! ¡Esta vez es seguro!
El gigante, con pinta de viejo Boeing sin galvanizar, patrulla a cuarenta y cinco grados. A su lado, me siento un antiguo avioncillo de la guerra de 1914. La euforia me recorre el espinazo y me olvido por completo de que estoy en el país de los muertos. ¡Vuelo! Dejando a un lado algunos besos bien dados y media ola que cogí haciendo surf, jamás en mi vida he tenido una sensación tan agradable.
Trepo los estratos plateados de ese cielo lechoso y hago slalom entre las estrellas negras. Mil albas blancas se alzan sobre mis hombros, salto de la noche al día, de la sombra a la luz.
Esta vez ya está, descuelgo la luna de verdad, tengo la inconsciente y loca convicción de que te encontraré. Te encontraré curioseando por las nubes altas, eso seguro. En las estelas de los pájaros fantasmas, en los brazos del sol negro, que aquí, cansado de arder, se ha reconvertido en una máquina de sombras, ¡vuelo hacia ti! Tejo como una araña celeste el hilo que une los sueños y la realidad, y en la tela embarco la esperanza absoluta.