El hospital. Su pasillo interminablemente blanco que hay que escalar caminado en horizontal sin chocarse contra una pared. Está prohibido derrumbarse. No se puede. Es necesario articular los pulmones con movimientos normales de respiración. Todo está bloqueado, todo está vacío. Pero funciona, igual que una vieja barca cuyo timón fuese gobernado por un fantasma de emergencia. Siempre puedes aferrarte a unas perlitas de cocodrilo. Siempre puedes aferrarte a las paredes blancas de la habitación y a los ramilletes de fluorescentes vacíos. Siempre puedes, pero no pasa nada, ni nadie. Solo el tiempo. Los relojes siguen desgranando los segundos como si nada.

Fingimos caminar, imitamos a las personas que éramos antes, cuando aún estabas aquí. Hace pocos minutos te escurrías entre nuestros dedos, pero todavía estabas.

Entonces teníamos miedo, y nos hacía mucho daño. Pues aquello no era nada en comparación con el vacío que nos estalló silenciosamente delante de las narices con el breve «se acabó» de la enfermera. Todo el mundo tenía miedo. Miedo de que te fueras. Y ahora que te has ido, tenemos más miedo aún.

Todos nos aguantamos con el corazón clavado en la tripa y en la garganta. Sin hacer ruido. No queremos que lo oigas. Es espantoso el ruido de un corazón cuando se rompe. Como el de un huevo a punto de abrirse aplastado por un bulldozer de porcelana. No queremos que comprendas. ¿Sabías? Queremos seguir oyendo un poco del tú y del nosotros funcionando con normalidad, con palabras, y sin tubos de plástico. ¡Queremos «antes» y ahora!

«Señores, señoras, por favor, diríjanse a la salida». No pueden arrebatarte así a una madre. ¡Que quiero quedarme! La operaré, durmiendo pegadito a ella, veréis cómo se despierta. ¡El sol entre sus dedos, ya veréis, ya veréis! ¡Vamos!

Si las enfermeras, con sus ojos cubiertos de párpados, lo dicen, debe de ser cierto: se acabó. No he conseguido retorcer los relojes, cambiar el curso de nuestro destino, no he conseguido hacer magia, ni he conseguido el amor, ni la medicina, ni nada.

Lisa ha tirado su corazón contra la pared, papá va a recogerlo. Yo he tirado mi corazón contra la pared, papá va a recogerlo. Me tiro contra la pared, papá va a recogerme. Estrépito de bulldozers que se tiran uno contra otro.

Las enfermeras entran en la habitación lanzando una mirada que quiere decir «Hacéis mucho ruido». ¡No existen! Dime que no existen los pasitos de plástico de las enfermeras taconeando en el linóleo. Estás dormida, estás cansada, vas a descansar en paz. ¿Sí?

Hemos recogido los corazones, nos hemos agarrado unos a otros con el mecanismo de los brazos y nos hemos marchado de la habitación.

Reina un silencio que anula todo lo demás, denso como una losa. Salimos del edificio.