Papá continúa con las manos pegadas al volante, pero yo ya no tengo la impresión de que conduce. Podría decirse que el coche ha decidido por sí solo detenerse delante del portalón. Bajo para ir a abrir el garaje. Mi sombra de gigante se desliza por el asfalto, sin hacer ruido.
El vacío y su orquesta silenciosa se han apoderado de la casa. Doy unas cuantas vueltas por el pasillo. Siento las sombras por toda la casa. Cada recoveco está habitado. Aun así prefiero pasearme por entre esos fantasmas que ir a acostarme. Nunca más volveré a verte, y tú nunca más volverás a ver nada. Todo mi cuerpo rechaza el pensamiento y avanzo chocándome con las paredes.
Por primera vez me envuelvo en mi nueva sombra. Sé que supuestamente me ayudará, pero no sé cómo utilizarla. Bueno, esta es mi sombra, el gigante me la dio, me asusta un poco menos que todas las que surcan la casa, que se clavan como cuchillas en las puertas. Y en el lavabo del cuarto de baño, y en el cráneo de toda la familia que se lava allí los dientes. Vamos a acostarnos y parece que se nos clavan esas cuchillas en el cráneo. Hacen tanto daño como los rayos de sol en los ojos. Difunden dos productos muy tóxicos para nuestros corazones agujereados, corazones que se pasean sin rumbo fijo por esta casa: el primero es un vacío visible, y el segundo son tus recuerdos de vida en esta casa. Los dos juntos te parten el alma.
La sombra de la puerta de tu habitación se ha extendido aún más. Invade todo el pasillo, casi nos vemos obligados a agacharnos cuando queremos ir al cuarto de baño. Si no te agachas, te enredas la sombra hasta la cara. La sombra te oprime fuerte la garganta y parece que va a asfixiarte. He visto a papá, a Lisa, al tío Fico, a todo el mundo pasar por ahí. Sin embargo, nadie dice nada.
Decido irme a la cama. Me tomo el asomnífero y abro el primer libro que me dio el gigante. Parece un libro de magia en formato bolsillo. La cubierta es tan gruesa y rugosa como la corteza de un árbol. Lo manoseo tal y como me gusta hacer con mis libros fetiche. Le paso la palma de la mano por encima, lo abro, lo cierro, lo hojeo de manera acelerada con ayuda del pulgar, me detengo al azar en una página, leo un fragmento, saborear las palabras igual que si metieras el dedo en una salsa, y respirar el olor del papel totalmente nuevo o completamente viejo, y oler la cola que une las páginas.
El ruido que hago al hojear es ensordecedor. Es el sonido de la casa; ha cambiado.