Los allegados están en casa, donde la familia ha organizado una especie de picnic surrealista. Hay sándwiches de jamón, bebidas con y sin gas, pistachos; casi podría decirse que eres tú quien ha preparado todo esto. Aquí están las bandejas que te gustaba utilizar llenas de aperitivos. Los rostros se relajan un poco, casi se oye a la gente suspirar, luego hablar. La vida no puede detenerse, por tanto hacemos como si continuara, comemos sándwiches mientras mantenemos conversaciones banales.
Y, al final, esta normalidad resulta apaciguante. El murmullo de las conversaciones discretas, los ligeros ruidos metálicos de los cubiertos y los pasitos desordenados de la gente en el jardín. Aquí y allá, salimos del caparazón bajando la mirada y sin hacer ruido cuando resurgimos. Dejamos que se desentumezca un poco el mecanismo, como un piloto automático, aunque muy humano, que dijese: «Id a descansar un poco, yo me pongo al volante, no os preocupéis».
Me dirijo al cuarto de baño. Y cuando paso delante de la puerta de tu habitación, tengo la impresión de que vas a salir, vas a hablar, con tus palabras y expresiones intactas. Me mojo la cara, me aliso los párpados y regreso con los demás.