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A la ceremonia solo estaban invitados los amigos íntimos y los parientes; Ben, obviamente, Colette, Jeremy y los gemelos, Marigold y Jonathan, Dottie Venables, Richard White de Barefoot House que había trabajado con Dinah, Francie O’Leary y sus hijos, las dos hijas de Lily, y Oliver, con pantalones cortos nuevos y su primera camisa de verdad. Joe llevaría a Christopher en brazos.

Todas las personas que conocían iban a acudir a la recepción, que se celebraría en Mosely Drive: el personal de Joe, los amigos de Jack y los vecinos de ambos lados para que no pudieran quejarse del ruido. Joe no se preocupó en contarlos. Encargó comida y bebida suficiente para ciento cincuenta personas, esperando que hubiera bastante y que el tiempo fuera bueno para que la gente pudiese estar en el jardín. Si todos tenían que quedarse dentro, no iban a poder ni respirar.

Iba a venir el grupo irlandés, así como Greg y su banda de jazz. Francie iba a traer sus discos de los sesenta, y Joe se aseguró de que hubiera una aguja de más para el tocadiscos.

Nunca había pasado una semana así en su vida. El aire zumbaba con una emoción agridulce. Su marido se estaba muriendo, su hija se iba a casar y a ella no se le quitaba el nudo de la garganta. El teléfono no paraba de sonar; la gente no dejaba de pasarse por la casa con regalos de boda. Había hecho probarse sus trajes a Jack y descubrió que todos eran demasiado grandes, así que convenció a un sastre para que fuera a la casa y le tomara las medidas para hacer cambios. Se llevó el traje de franela gris claro que a ella más le gustaba, y prometió tenerlo listo el viernes por la mañana. Era tan amable y colaborador que ella lo invitó a la boda.

Había que encargar un ramo para Dinah, flores para el ojal de los invitados, flores para la casa, preparar los dormitorios. Aún no se había comprado un traje. Surgió un problema en Barefoot House y ella les dijo que no quería saber nada. La empresa podía hundirse por lo que a ella respectaba. El viernes iba a representar un punto y aparte en su vida, y no le importaba un pimiento lo que pasara después.

Dinah llegó con Oliver y Christopher el martes, Dottie el miércoles para «echar una mano». Peter no estaría allí hasta el jueves por la tarde.

—¿Le diste la carta para que la echara? —dijo Joe a Dinah ansiosa—. Tiene que tener matasellos de Londres.

—La va a echar el jueves por la mañana.

Joe miró por la ventana al jardín, donde Jack estaba sentado con Oliver. El corazón le dio un vuelco. Apenas quedaba nada de él. Tenía el rostro en calma, como si estuviera en paz consigo mismo. Cada día que pasaba, ella sentía que se estaba alejando más y más, de ella, de todo el mundo, que estaba aguantando hasta el viernes.

Se llevó a Dinah y a los niños al Valle de las Hadas.

—Yo solía traerte en un gran cochecito de bebés cuando tenías la edad de Christopher —le dijo a su hija. El bebé estaba profundamente dormido en su sillita de ruedas, que le habría resultado practiquísima cuando vivía en Princes Avenue. Oliver persiguió a los patos y Joe enseñó a Dinah el banco donde había discutido con Ben, y donde Daisy Kavanagh estaba sentada la mañana que la había rescatado de un gran problema.

—¿Qué clase de problema? —quiso saber Dinah.

—Ahora no lo recuerdo —mintió su madre. Todo tuvo que ver con el tío Vince, y a Joe le resultaba difícil creer que seguía siendo la misma persona que vivió en Machin Street con el hombre que había sido a la vez su tío y su padre. O la niña de Huskisson Street cuya madre era del oficio. Apenas pensaba en ella en aquellos días, aunque hubo una época en que la recordaba a diario.

—Mamá, ¿qué pasa? Parece como si fueras a echarte a llorar.

—No sé, cariño. Es el paso del tiempo, el hacerte viejo. Es todo tan terriblemente triste... ¡Oh! —gritó enfadada—, ¡me gustaría que la gente no tuviera que morirse!

—Pero entonces no habría sitio para que nacieran niños. — Dinah parecía muy práctica—. Un día de estos, Peter y yo moriremos, y por entonces nuestros hijos ya tendrán hijos. Hasta este de aquí. —Se palmeó la tripa—. Así es el mundo, mamá.

—Sigue sin haber una razón para que sea tan horriblemente triste.

Se fue de compras sola y se compró un vestido de terciopelo labrado color marfil, muy fino. La tela se le pegaba a las caderas y flotaba alrededor de sus tobillos en suaves pliegues. Su vestido de novia había sido de terciopelo rosa, recordó, y lo había comprado en una tienda de segunda mano. Cuando la boda de Dinah acabase, guardaría el vestido y nunca se lo volvería a poner, ni las delicadas sandalias de tiras y tacón alto, ni el sombrero que era como una gran flor, con los pétalos enmarcándole la cara. Lo estaba comprando todo especialmente para Jack.

—Pareces más una novia que la de verdad —comentó Dottie cuando Joe llegó a casa y se lo enseñó todo.

—A Dinah no le importará. —Dinah se había decidido por un traje azul liso que le «volvería a servir»—. ¿Tú qué vas a llevar, Dottie? —Rezaba porque una de las mayores vendedoras de best sellers del país no fuese a aparecer en la boda con sus acostumbrados vaqueros y cazadora de cuero.

Dottie debía de haber adivinado sus pensamientos. Silbó ruidosamente.

—No te voy a fallar, Joe. Hay un elegante traje de cuadros colgado en el armario. —Guiñó un ojo—. Lo compré en Harrods. Por cierto, ¿te ha dicho Lynne que no esperes un libro mío el año que viene?

—No, pero he estado deliberadamente apartada de Barefoot House durante toda la semana. —Ese debía ser el problema del que querían hablarle el otro día. A Joe no le importaba nada si Dottie no volvía a escribir un libro en su vida.

—¿No quieres saber por qué? —Dottie hizo como que se sentía herida.

—Claro, Dottie. ¿Por qué no podemos esperar un libro tuyo el año que viene?

—Porque me voy a ir a hacer trekking alrededor del mundo, por eso. —Sus ojos pequeños brillaron pícaros.

—¡Trekking! —rio Joe—. ¿Con un casco de explorador y pantalones cortos caqui?

—Olvídate del casco, pero ya tengo los pantalones. Y no, en realidad no voy a hacer trekking, sino a visitar los lugares más apartados donde no tenga posibilidad de ser asesinada ni secuestrada, para que Barefoot House no tenga que preocuparse por pagar el rescate —suspiró Dottie soñadora—. Pretendo cruzar Norteamérica en Greyhound, viajar por Canadá en tren, aprender a tocar el didgeridoo en Australia. Tengo cincuenta y cinco años, Joe, y nunca he visto un iceberg de verdad, nunca he caminado por la selva, ni he cruzado el desierto en camello o navegado por el Nilo. Antes de ser demasiado vieja, quiero hacer todas esas cosas, y unas cuantas más que no he mencionado.

Joe dijo que le parecía maravilloso, y que estaba deseando recibir montones de postales, aunque era incapaz de imaginar nada más allá del viernes.

Se despertó a las seis y media el día en que Dinah iba a casarse con Peter Kavanagh. El resplandor de la luz que entraba entre las cortinas parecía amenazadoramente pobre. Cuando se levantó de la cama para mirar por la ventana, se confirmaron sus peores sospechas. Estaba lloviendo, no con fuerza pero seguido, y nubes oscuras corrían por el cielo plomizo.

—¿Qué día hace? —Jack luchaba por sentarse en la cama.

—¡Horrible!

—Es muy temprano. Queda mucho tiempo para que mejore.

Joe volvió a la cama y se acurrucó contra él.

—¿Cómo te encuentras?

—Estupendamente.

—¿Estás seguro de que puedes ir hasta el registro?

Él la miró, divertido.

—Acabo de decir que me encuentro estupendamente. Es verdad, Joe. Es un día que ni en mis más locos sueños pensé que llegara. Mi hija se casa y yo voy a ser el padrino. —La besó en la cabeza—. Gracias por los últimos cinco años, corazón.

—Gracias a ti, Jack. Han sido maravillosos.

Se quedaron apoyados en las almohadas durante un buen rato, sin hablar. En la cabeza de Joe, las preguntas se perseguían unas a otras. ¿Cuántas veces más haré esto? ¿Cuántas veces más me llamará corazón? Había preguntas para las que no quería respuestas.

Llegó el correo. Había una carta para Jack con matasellos de Londres. Joe había mecanografiado el sobre unos días antes. Él estaba en el baño, sin duda tomándose el primer trago del día. Por alguna razón, siempre se encerraba para tomar las copas de primera hora de la mañana. Ella llamó a la puerta y canturreó:

—¡Carta para ti! La pondré en tu escritorio.

A las nueve, el sol trataba de salir. A las diez era una reluciente bola dorada, y las nubes habían desaparecido milagrosamente. El jardín era como el de un cuento de hadas, sumido en una neblina a medida que todo empezaba a secarse con el calor. El ramo de Dinah y las flores para los ojales llegaron, junto con un montón de crisantemos anaranjados. Joe recogió todos los jarrones que tenía y los repartió por la casa. Los del catering iban a traer el bufé mientras se celebraba la boda y la vecina se encargaría de recibirlos. Jack seguía sin abrir su carta.

Fue con Dinah a la peluquería, y Dottie se quedó cuidando a los niños; nada en el mundo podría convencer a Dottie de que entrara en una peluquería. Peter había pasado la noche con su padre. Había sido idea de Joe.

—Da mala suerte que el novio vea a la novia antes de la boda —declaró. A Dinah le parecía una tontería. Llevaban años viviendo juntos y tenían dos niños y otro en camino—. No tientes al destino, cariño —le advirtió Joe.

—Oh, mamá —dijo Dinah impaciente, pero de todos modos, accedió.

Volvieron de la peluquería y vieron que el sastre había entregado el traje de Jack. Jack estaba en la ducha, y salió poco después, con los pantalones y una camisa blanca nueva, un cinturón de cuero alrededor de una cintura mucho más estrecha que antes. Parecía diez años más joven, y en mejor forma de lo que había estado desde hacía semanas. Tenía color en las mejillas y se mantenía muy derecho.

—¿Qué corbata te parece mejor? —Sostenía tres.

—Que escoja Dinah, que es su boda.

Dinah frunció el ceño mirando las corbatas.

—La gris clara, papá —decidió, y se fue a dar la toma de las doce a Christopher.

—Me ha llamado «papá». —La sonrisa de Jack era dulce y agradecida—. Qué bonito tienes el pelo.

—Pensé que me lo podía meter detrás de las orejas para variar. Quedará mejor con el sombrero.

—¿Cuándo voy a ver ese increíble sombrero?

—Más tarde, cuando esté totalmente lista. ¿De quién era la carta? —preguntó, sin darle importancia.

—Todavía no la he abierto. Probablemente un acuse de recibo de mi obra de uno de los teatros.

Joe miró el reloj y gritó. ¡La una y cuarto!

—Será mejor que me cambie.

Puso especial cuidado en su maquillaje, perfilándose los ojos con kohl negro, cosa que llevaba años sin hacer, aplicando sombra dorado claro en los párpados, dando a las pestañas varias capas de rímel. Se empolvó ligeramente la cara, se pasó el colorete por las mejillas, se pintó los labios de un tono parecido al de los crisantemos que llenaban la casa. Tenía unas medias nuevas, muy pálidas, compradas especialmente para que hicieran juego con el vestido color marfil. No necesitaba llevar bragas ya que el vestido estaba forrado. La fría tela estaba helada cuando se la puso, y se estremeció. Los zapatos de tiras eran incómodos, pero no le importaba porque iban perfectamente con el vestido. Rebuscó en su joyero para dar con el colgante de ámbar de Louisa, y los pendientes que Jack le había regalado a juego. Finalmente, el sombrero, que arrojaba sombras sobre su cara, haciéndola parecer enigmática y altiva, como Greta Garbo.

Estaba lista, y su reflejo de cuerpo entero la miró de vuelta desde el espejo del armario. Soy guapa, pensó, pero nunca volveré a estar tan guapa como hoy.

Jack estaba en su estudio. No había señal alguna de la carta que tantas ganas tenía ella de que abriera.

—¿Qué tal estoy? —Dio un pequeño giro.

Él se quedó sin habla, y la expresión de puro y tierno amor que había en su cara hizo que el corazón le diera un vuelco. Le temblaron los labios ligeramente cuando él sonrió.

—¿Eso que acabo de oír es acento de Liverpool?

Ella recordó el modo en que sus ojos oscuros habían sonreído a los suyos cuando le hizo la misma pregunta en los escalones del Best Cellar.

—Sí —contestó esta vez, como había hecho aquella.

—Por favor, ¿puedo besarte? Hace años que no beso a una chica de Liverpool. —La estrechó entre sus brazos, con suavidad infinita.

—No recuerdo lo que dije entonces. —Apoyó su mejilla contra la de él—. Hace treinta y cinco años de la noche en que nos conocimos.

—Te pregunté tu nombre y de dónde eras. Dijiste que eras Joe Flynn, de Penny Lane. Decidí allí y entonces cambiarte el nombre.

Ella no creía que eso fuera cierto.

—¿Te he dicho alguna vez que llevaba siglos observándote? —Observando al joven guapo y vital que estaba unas mesas más allá en el café de un sótano de Nueva York.

—Hmmm. Nos conocimos porque yo olvidé mi abrigo.

¡Y si no lo hubiera olvidado! Oh, ¿qué hubiera pasado entonces? Las cosas no habrían podido ser más trágicas si se hubieran casado con otras personas. Pero no había nadie en el mundo con quien prefiriera estar en ese momento que en los brazos de Jack Coltrane.

Él parecía haber encontrado una misteriosa fuerza interior. Su voz en el registro fue firme cuando entregó a su hija a Peter Kavanagh. Sujetó el brazo de Joe con firmeza para las fotografías, besó a Dinah, estrechó la mano de Peter y de Ben y compartió un chiste con Dottie y Francie.

Volvieron a Mosely Drive. Los invitados ya habían empezado a llegar. Se abrió el champán, se hicieron brindis, la comida empezó a desaparecer rápidamente. Mona, Liam y Dave tocaron canciones irlandesas y animaron a los presentes a unirse al coro. Greg y su grupo de músicos de cabello gris tocaron «Sidewalk Blues», «Beale Street Blues», «Snake Rag»... Francie puso sus discos de los Beatles, Dottie hizo una imitación de la señora Thatcher, el sastre, que se llamaba Maurice Cohen, cantó una cautivadora balada yiddish, y bastante gente lloró.

El día fue acabando. Joe se había quitado el sombrero y los zapatos, Dinah se había soltado el pelo y se había cambiado el traje azul por algo lila muy fino. Estaba absolutamente encantadora.

Empezó a caer la noche, la música siguió sonando, los niños se fueron a la cama y todo el mundo encendió los cientos de velas que se habían colocado dentro de la casa y en el jardín, y era como caminar entre estrellas.

Pero ninguna de las estrellas brillaba tanto como Jack. Joe no podía dejar de mirar al hombre con el que se había casado. Parecía flotar entre los invitados, con un vaso en la mano, y todos querían hablar con él, o llamar su atención. Quizá ella había bebido demasiado, quizá el tiempo estaba yendo hacia atrás, pero cuanto más lo miraba, más joven parecía volverse él, como si estuviera ocurriendo un milagro.

—Está bien. —Ben apareció a su lado, algo piripi. Hizo un gesto hacia Jack—. Está bien.

—Ya lo sé, Ben. —Lo tomó del brazo—. ¿Podemos ser amigos?

—Siempre, Joe. Siempre.

Medianoche. La gente empezó a marcharse. Estrecharon la mano de Jack, le apretaron el hombro, incluso lo abrazaron, como si los hombres supieran que era la última vez que iban a ver a esa persona tan especial al que consideraban su mejor amigo, y las mujeres, el amante con el que siempre habían soñado.

Francie puso un disco de Frank Sinatra, y su vibrante y tierna voz empezó a cantar «Smoke Gets in Your Eyes». Las pocas personas que quedaban estaban en el cuarto de estar, donde las puertas ventanas se abrían hacia una alfombra de velas, que ya empezaban a apagarse una a una.

Dinah y Peter bailaban abrazados estrechamente. Oh, cómo le alegraba que su hija fuera feliz. Entonces Jack le dio la mano y Joe se cobijó entre sus brazos. Apenas podía pensar. Había demasiada emoción en la sala, y ella no podía soportarlo.

—No quiero dejarte, corazón —susurró Jack.

—Cariño mío, yo no quiero que te vayas. —Por encima de su hombro pudo ver cómo se apagaba la última vela y el jardín se hundió en las tinieblas. «Me preguntaban cómo sabía que nuestro amor era sincero», cantaba Frank Sinatra.

Jack estaba empezando a venirse abajo. Debía de haberle ocurrido de repente. Sintió su cuerpo pesado contra el de ella. Prácticamente lo estaba sosteniendo.

—Vete a la cama —le dijo en voz baja—. Me reuniré contigo dentro de un momento.

—Puede que no sea mala idea. —Se enderezó e hizo un esfuerzo final para acabar el día de la boda de su hija. La música terminó y Jack dio las buenas noches.

—Buenas noches, amigo. —Francie le estrechó vigorosamente la mano. Asentía sin saber por qué, sin parar.

Dottie lo besó.

—Duerme bien, Jack.

Ben le estrechó la mano, Peter abrazó a su suegro, Dinah le rodeó el cuello con los brazos.

—Buenas noches, papá.

Jack le tocó la barbilla. Dijo algo que Joe no pudo oír y se marchó de la habitación.

Dinah tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Me ha llamado Laura —dijo.

—¿Te importa? —le preguntó Joe, preocupada.

—No. —Dinah negó con la cabeza—. De eso va todo lo de la bebida, ¿no? Mató a Laura y nunca pudo superarlo.

—Probablemente, cariño. —Por alguna razón pensó en los otros hijos que habrían podido tener si Jack y ella hubieran permanecido juntos. Dio las buenas noches a su vez y se disculpó por si parecía de mala educación, pero quería estar con Jack.

Él ya estaba en la cama cuando ella entró. Se dio cuenta de que había conseguido colocar el traje de franela gris pulcramente sobre una silla.

—Buen truco, corazón —dijo.

—¿Qué?

—Buen truco, lo de la obra, digo. —Rio—. El Royal Court escribió el lunes pasado y la rechazó. Unos días más tarde, escriben con un encabezamiento completamente diferente, diciendo que estarán encantados de representarla.

—Lo siento. —Joe se quitó la ropa y se deslizó desnuda en la cama. Se apretó contra él. Uno de esos días leería la obra—. ¿Estás enfadado conmigo?

—Estoy loco por ti, corazón, siempre lo he estado. —Bostezó. Creo que ahora dormiré. ¿Has disfrutado del día?

—Ha sido maravilloso, Jack.

Él ya estaba dormido. Joe se despertó durante la noche y él le estaba haciendo el amor con toda la energía de un hombre joven. Sus ojos castaños sonreían cálidamente a los suyos, el pelo le flotaba en la frente. Ella podía sentir que se corría... Oh, fue lo mejor que había conocido nunca, exquisito. Su cuerpo estaba ardiendo, y Jack se vertía en ella, amándola...

Debió de ser un sueño, porque cuando se despertó, Jack estaba apenas consciente y no volvió a levantarse de la cama.

Durante los días siguientes, él estuvo entrando y saliendo de la realidad. De vez en cuando mantenía una conversación perfectamente lúcida, y luego se le cerraban los ojos y nada podía despertarlo.

—Ben sería un buen marido —dijo un día. Incluso consiguió emitir una risa ronca—. Te cortaría la carne cuando fueras vieja. Francie te haría reír. ¿Sabías que eras la primera chica que lo excitó?

—¿Te lo dijo?

Pero él ya se había adormilado. La siguiente vez que despertó, horas más tarde, preguntó por Laura.

—No está aquí, cariño. ¿Voy a buscar a Dinah?

Se había ido de nuevo. Joe llamó al médico cuando empezó a tener alucinaciones, y el médico le inyectó un sedante.

—Es una pena que no nos conociéramos antes —dijo el médico, un hombre mayor, escuetamente—. Le habría contado lo mucho que mi difunta esposa y yo disfrutábamos de aquella serie suya de la televisión. ¿Cómo se llamaba?

- Di Marco del Met.

—Eso es. No podíamos mandar a la cama a nuestro hijo pequeño cuando la ponían. —Prometió volver aquella noche.

—Debería haberle inyectado un whisky doble —dijo Dottie. Como Dinah y Peter, Dottie se había quedado en Mosely Drive. Francie y Ben acudían todos los días. La gente no dejaba de llamar por teléfono—. Está completamente sobrio por primera vez desde hace años.

—¿Qué puedo hacer? —gritó Joe, frenética.

—Nada. Solo reza para que el fin sea rápido. —Dottie no era de las que se andan por las ramas.

Jack Coltrane murió cuando su hija estaba con él y su yerno le sujetaba la mano. Eran las dos y diez de la madrugada. Joe estaba durmiendo unas horas en el sofá del estudio cuando Dinah la despertó.

—Se ha ido, mamá. Fue muy apacible. En un instante estaba respirando y de pronto, se detuvo.

Se abrazaron y Joe entró en el dormitorio. Apretó el hombro de Peter. Él la besó y salió de la habitación. Ella se quedó con Jack. Se arrodilló junto a la cama, apoyó la cabeza en su pecho y lloró.

De algún modo consiguió pasar los días hasta el funeral. Jack quiso ser incinerado, y el servicio se celebró en la misma capilla en que se celebró el de Lily. No hubo misa, ni himnos, ni oraciones, ni sacerdotes, solo gente que se turnaba diciendo unas palabras sobre su amigo. Los compases un tanto roncos de Louis Armstrong, Jelly Roll Morton y King Oliver salían del altavoz, pero Joe no mencionó que él quería que sonara Ella Fitzgerald, porque escuchar «Every Time We Say Goodbye» le resultaba imposible. Se habría venido abajo, junto con todos los demás.

No miró cuando se cerraron las cortinas sobre el ataúd y este se deslizó hacia las llamas. Jack no quería flores, así que no hubo coronas que admirar cuando salieron al pálido sol de un día de mediados de septiembre. Todo el mundo se quedó por allí desconcertado, hablando en voz baja. Dinah dijo:

—¿Te importa que Peter y yo nos marchemos, mamá? Me preocupa dejar a los niños con la vecina. Francie o Ben te llevarán a casa. —Apretó la mano de su madre—. Tendré el té preparado.

—He invitado a algunas personas a casa. —Solo a unos pocos. Sería un gran contraste con la boda de la semana anterior.

Estrechó docenas de manos, dio las gracias a la gente por venir, con la voz fría de dolor. ¿Volvería a sentirse normal alguna vez?

Casi todo el mundo se había ido y solo quedaban unos pocos viejos amigos. Marigold y Jonathan la besaron y se despidieron, y después Terence y Muriel Dunnet, ambos muy mayores ya, Cathy Connors y Lynne Goode de Barefoot House, Richard White, todos sumamente tristes.

Joe se quedó con Dottie y los dos hombres que tanto la habían acompañado durante toda su vida, Ben Kavanagh y Francie O’Leary. Ellos se acercaron a sus coches, abrieron las puertas y se quedaron expectantes, esperando a que ella escogiera.

Dottie dijo:

—Te veo en casa, Joe. —Dio por hecho que Joe no querría que la llevara en el decrépito Mini de puertas oxidadas y un motor que sonaba un poco como la gruñona voz de su propietaria.

¡No me queda nada!, pensó Joe, descorazonada al pasar la vista de Ben a Francie, de Francie a Ben. Entonces, de repente, le llegó una visión de junglas frondosas, cálidos desiertos áridos, trenes y autobuses que iban a lugares muy lejanos, extranjeros que hablaban lenguas que ella no entendía.

Contuvo el aliento. Dottie estaba a punto de cerrar la puerta del Mini.

—¡Dottie! —gritó.

—¿Sí, Joe?

—¿Puedo ir contigo?