3
El lunes, Joe se enfrascó en el trabajo con la esperanza de dejar de pensar en Jack. Funcionó hasta cierto punto. Leyó manuscritos mientras comía, en el baño, en la cama, en trenes. Hubo momentos inevitables en los que se abandonaba a sus pensamientos, y rogaba que Jessie Mae se casara pronto o emprendiese una carrera laboral y así Jack quedara libre para pasar el resto de su vida con ella. Hasta entonces, tendría que conformarse con sus frecuentes llamadas telefónicas, y con verlo en Navidad. Dinah ya estaba deseándolo, y Joe apenas podía esperar.
Mi asesino favorito era un relato vívido y veraz del conflicto en Irlanda del Norte. No había indicación alguna de si la joven narradora era católica o protestante. Se refería a «nuestro lado» o «el otro lado». El asesino era su padre terrorista, al que ella amaba, pero no podía entender por qué odiaba a otra gente por su religión. ¿Debía proteger a su padre, o traicionarlo, cuando se enteró de que era culpable de un terrible crimen?
—Tienes razón —le dijo a Cathy Connors—. Es brillante. Escribe a Lesley O’Rourke y ofrécele mil libras de anticipo. Creo que tenemos un best seller entre manos.
Lesley O’Rourke resultó ser un seudónimo, y la escritora se negó a revelar su verdadera identidad o dónde vivía. Mantenían correspondencia a través de un apartado de correos.
«Si se conoce mi dirección, también se conocerá mi religión —escribió a Cathy—. Preferiría no aparecer del lado de nadie.»
—Probablemente también esté protegiendo a su padre —comentó Cathy, enseñándole la carta a Joe—. Apuesto a que el relato es autobiográfico. ¿Meto la publicación en tapa dura para la programación de enero? Richard ya está preparando el catálogo del año que viene.
—Sí. Me gustaría que saliera lo antes posible. Tiene cosas interesantes que decir, aunque no vaya a servir de nada en el Ulster. No creo que nada sirva allí.
Muerte a hurtadillas, de William Friars, apareció en tapa dura en septiembre, y fue vapuleado por los críticos. Joe trató con todas sus fuerzas de no alegrarse.
Más adelante en el mismo mes llamó Val Morrissey desde Nueva York: Close-Up Productions había ofrecido cien mil dólares por los derechos cinematográficos de Los papeles de la señorita Middleton.
—¡Así que nuestra pequeña empresa se ve recompensada con creces, eh! —dijo exultante—. Ahora, Los asesinatos del apagón, de William Friars. No estoy seguro de que un thriller que transcurre durante el bombardeo de Liverpool se venda en Estados Unidos, pero me intriga el detective mojigato de ese tipo. Me gustaría probar con un par de miles de copias y ver cómo va la cosa. El anticipo sería el habitual.
—Me pondré en contacto con los dos autores. Por cierto, he comprado dos billetes de avión para Los Ángeles esta mañana. Mi hija y yo vamos a pasar la Navidad con mi exmarido. Lástima que Nueva York esté al otro extremo del país. Podríamos habernos conocido.
Él rio encantado.
—Resulta que yo voy a pasar la Navidad en Los Ángeles, en Long Island. ¿Dónde se alojará?
—En Venice. ¿Queda muy lejos?
—A unos cuarenta kilómetros. Nada. Estaré allí solo un par de días, pero podríamos vernos para tomar una copa. —Expresó su envidia por lo que obviamente era un divorcio amistoso—. Mi exmujer y yo seguimos con la Tercera Guerra Mundial en marcha.
Joe colgó y llamó a Julia Hedington, que estaba asombrada y parecía menos preocupada por el dinero que por el hecho de que conocidos actores fueran a pronunciar sus frases.
—¿Sabe quién participará?
—Todavía no se han escogido los actores. —Prometió hacérselo saber en cuanto se enterara.
—Espero que sean Meryl Streep y Al Pacino. Estarían perfectos.
Joe pidió a Esther que le mandara a Julia un ramo de rosas y dictó una carta para William Friars. Barefoot House todavía poseía los derechos de sus primeras obras. Él contestó a vuelta de correo con una carta escueta y condescendiente en la que comunicaba su disposición a ser publicado en América, pero expresaba su contrariedad ante la pequeña suma del anticipo.
—Se diría que nos está haciendo un favor —rezongó Joe con fastidio.
El comedor de abajo, sin usar hasta entonces, se convirtió en un despacho. Se encargaron tres nuevos escritorios y toda la parafernalia necesaria en una moderna oficina de los ochenta. Llegó una segunda secretaria para ayudar a la saturada Esther. Se contrató a otra editora, Lynne Goode, que estaba encantada de trasladarse desde su trabajo en una gran editorial londinense a Barefoot House, así como a una joven universitaria recién graduada cuyo primer trabajo sería encargarse de los derechos, porque afluían solicitudes de derechos para el extranjero, para clubes de libro, para audio y hasta para la televisión.
A veces, cuando se habían ido todos los de abajo y estaba sola, y el silencio mortal solo lo rompían los crujidos y gruñidos de la vieja casa, Joe se sentía literalmente aterrorizada ante lo que había creado. Se estaba convirtiendo en algo demasiado grande, con demasiado éxito. No iba a poder con todo. Se estremecía pensando en el edificio cayéndosele un día encima.
Pero a la mañana siguiente el cartero entregaba una montaña de correo y manuscritos, llegaba el personal, el teléfono sonaba por primera vez y probablemente sonaría cien veces más antes de que finalizase el día, y las llamadas podían proceder de cualquier parte del mundo.
Esto es mío, pensaba con otro estremecimiento, esta vez de orgullo. Todo mío. Nunca sería tan bueno como el sexo, pero se acercaba.
¡Navidad al fin! Los billetes de avión ya estaban dentro del bolso que se iba a llevar, había renovado el pasaporte y le había sacado uno a Dinah, y su maleta llevaba días hecha. Jack dijo que el tiempo en Los Ángeles era mágico: espléndidamente soleado y cálido.
—Compraremos allí ropa de verano —le dijo a Dinah. Se llamaban la una a la otra constantemente—. Te compraré lo que quieras. La ropa americana es elegante y baratísima.
—¡Imagínate, tomar el sol en diciembre! —suspiró Dinah, soñadora—. Ahora mismo está nevando en Londres.
—En Liverpool tenemos ventisca.
—¡Podemos nadar en la piscina de Jack!
—Podrás tú, cariño. Yo nunca aprendí a nadar. Me sentaré al sol y te miraré.
—¡Oh, mamá, estoy impaciente!
—Yo también. —Estaba deseando volver a ver a Jack y yacer en sus brazos. Hacía semanas que no servía para nada en la oficina. Tenía un nudo en el estómago de expectación y la mente a kilómetros de distancia en la soleada Los Ángeles.
Dos días antes de la partida, Joe sintió un picor amenazador en la garganta. Luego le empezaron a doler las articulaciones y tuvo un terrible dolor de cabeza. El día en que habría debido marcharse a Los Ángeles, estaba en cama con un virulento acceso gripal.
—Tomaré un vuelo a Londres esta noche —dijo Jack al instante cuando ella llamó y le dijo con voz quebrada que no podía ir.
—No harás nada de eso. Aquí el tiempo es horrible y te contagiaría los gérmenes. Dinah va a venir a cuidarme.
—¿Estás segura? ¿Segura del todo? Estaré ahí como un rayo si quieres.
—No, iremos nosotras en cuanto me ponga mejor.
—Si tú lo dices... —Parecía desilusionado, y ella siempre se arrepentiría de no haber aceptado su oferta de ir.
—¿Te dijo Jack que fui el día de Navidad tal como habíamos quedado? —preguntó Val Morrissey a comienzos de enero.
—Sí. Siento muchísimo no haber estado allí. No pensé en advertírtelo. Jack dijo que te explicaría lo que pasó.
—¿Estás mejor ya?
—Todavía un poco débil, eso es todo. —Joe sonrió al auricular—. Jack dijo que fuiste a tomar una copa de todos modos.
—Sí, así lo hice. Gran tipo, tu ex. Gran aguante, también. Bebió cien veces más que yo, pero no le hizo ningún efecto. — Hubo una pausa y Joe supuso que iba a ponerse a hablar de sus intereses de negocios, pero él continuó—: Esa chica, Jessie Mae... Es su hijastra, ¿verdad?
—Verdad.
—Espero que no te importe que te lo pregunte pero ¿qué edad tiene?
Jessie Mae había cumplido años recientemente.
—Veinte.
Val silbó.
—¡Caray! Aparenta catorce, pero actúa como si fuera mayor. ¿Crees que estaría bien que le hiciera proposiciones?
—¿Qué clase de proposiciones? —preguntó confundida—. Ah, ya veo. Quieres decir que te gusta.
—Es una manera agradable de decirlo —rio él—. Sí, me gusta. No encuentra uno chicas así tan a la antigua muy a menudo.
—Me temo que Jessie Mae y yo no nos conocemos, pero estoy segura de que a Jack no le importará en absoluto.
—Te encantaría —dijo entusiasmado Val Morrissey—. En ese caso, le mandaré unas flores, y estoy seguro de que encontraré alguna excusa para ir a L.A. en un futuro próximo.
Ella no le mencionó la conversación a Jack, quien dijo que el tipo de Nueva York, cuyo nombre había olvidado, estaba inundando a Jessie Mae de flores y llamadas de teléfono.
—Ella está encantada. Lo que necesita es una figura paterna, y ese tipo tiene cuarenta y pocos años. Estoy seguro de que a Coral le habría parecido bien.
Joe no dijo que por su parte, ella lo aprobaba de todo corazón. Si Val Morrissey se casaba con Jessie Mae, Jack no tendría excusa cuando ella le pidiese que se casara con ella. E insistiría, aunque eso significara ir a Los Ángeles y arrastrarlo hasta el altar.
Las críticas de Mi asesino favorito fueron brillantes. Un crítico escribió: «Se dice que “lo pequeño es bonito”. Barefoot House, la minúscula editorial con base en Liverpool, parece demostrar ese hecho con cada libro que publica, pero nunca hasta el punto en que lo ha hecho con esta atractiva historia de violencia en Irlanda del Norte de Lesley O’Rourke».
Tres compañías hicieron ofertas por los derechos para el cine, y rivalizaron unas con otras, aumentando sus ofertas hasta que la propuesta final alcanzó el medio millón de libras.
Lily llegó justo cuando Joe estaba leyendo la carta. Había llamado aquella mañana para preguntar si podían comer juntas.
—Por favor, di que sí. Es muy importante. Necesito alguien con quien hablar.
Joe le enseñó la carta.
—¡Mira esto! Me hace sentir de lo más rara. ¡Medio millón de libras!
—Impresionante —dijo Lily, aburrida. Se hundió en la silla que estaba delante del escritorio de su amiga.
—¿Qué pasa? No pareces nada impresionada.
—Estoy embarazada.
Joe tragó saliva.
—No puede ser. Tienes cuarenta y seis años. Es un error, Lil. Probablemente será la menopausia. Se pueden tener los mismos síntomas.
Lily hizo un gesto impaciente.
—Está confirmado. Estoy embarazadísima. De cinco meses, por si lo quieres saber. Caramba, si soy dos veces abuela, Joe. No es que esté precisamente emocionada ante la idea de darles un nuevo tío o una nueva tía a mis nietos. Y acabo de quitarme a los niños de encima. Simon va a la escuela y Alec a la guardería. Me voy a sentir como una idiota, comprando pañales y esas cosas a mi edad.
—¿Qué dice Francie?
—¡Oh, él! Bueno, ya lo conoces. Nada parece alterarlo. El caso es que todo es maldita culpa suya.
—¿Qué hizo?
—¿Qué demonios crees que hizo para dejarme embarazada?
—Quizá pensó que seguías tomando la píldora —contestó Joe razonable—. Yo lo creía.
Lily frunció el ceño.
—Dejé la píldora hace meses, ¿vale? No me parecía que tuviera sentido. Francie y yo no somos exactamente Romeo y Julieta últimamente. No sé qué le ocurrió la noche en que pasó esto. —Se señaló la tripa, que no abultaba más de lo que abultaba hacía seis meses. Las visitas al gimnasio no habían durado mucho—. Debía de estar borracho.
—¿Francie sabía que no estabas tomando la píldora?
—No se lo dije, no, pero podía haberse dado cuenta de que la caja ya no estaba sobre el alféizar de la cocina.
Sonó el teléfono. Joe fue a decirle a Esther que avisara a alguien para que respondiese. Volvió a su despacho.
—Vamos, Lil, vamos a comer y a emborracharnos un poco. Te vendrá bien.
—Se supone que no debo beber —dijo Lily lúgubre. Se levantó; era una figura abultada y sin forma con ojos decaídos y apáticos. Joe se sintió triste al recordar a la joven de ojos brillantes a quien había acompañado al campamento de vacaciones Haylands.
Lily amagó una patada a la silla.
—Oh, supongo que tendré que tenerlo, ¿no? Pero no lo estoy deseando, de eso puedes estar segura.
Tampoco lo estaba Joe, ni, sospechaba, Francie ni nadie que fuera a estar en contacto con Lily durante los próximos meses. Había montado auténticos números durante sus otros cuatro embarazos y este no iba a ser menos en absoluto.
Lily siempre había estado muy orgullosa de su casa, pero ahora aquello se convirtió en una obsesión. No se permitía que una sola mota de polvo permaneciera ni un segundo en la casa de Halewood. Las ventanas y los espejos se limpiaban a diario, así como el cuarto de baño, y se pasaba la aspiradora por las moquetas, se cambiaban las toallas y se lavaba la ropa.
—Creí que tenías fregona —dijo Joe cuando se acercó un día a la hora de comer y se encontró a su amiga arrodillada fregando el suelo de la cocina.
—No llega a los rincones —resopló Lily.
—¿Y qué hacen los platos en el fregadero, si tienes lavavajillas?
—No me fío de que los deje completamente limpios.
—Supongo que lo siguiente será hacer la colada a mano —dijo Joe lacónicamente.
—¿Qué quieres decir con eso? —Lily se puso de pie trabajosamente y se limpió el sudor de la frente. Abrió la puerta de la cocina y arrojó fuera el contenido del cubo.
—Vamos, Lil. A mí no me engañas. Estás agotándote deliberadamente para hacer sufrir a todo el mundo, sobre todo al pobre Francie. No hay necesidad alguna de esto. —Señaló con la cabeza el fregadero y el suelo húmedo—. Si estás tan preocupada con la limpieza, paga a alguien para que lo haga.
—¿Piensas en serio que voy a dejar que otra mujer limpie mi casa? —Lily le lanzó una mirada furiosa.
—No sé por qué no. Otra mujer limpia la mía; bueno, en realidad, dos. Vienen el sábado por la mañana y limpian los despachos y la casa.
—Eso es distinto.
—No, no lo es, Lil. —Joe llevó a su amiga hasta el impecable cuarto de estar y la sentó—. Deja de hacerte la mártir. Nos estás volviendo locos a todos.
Lily se levantó.
—Voy a hacer té.
Joe la empujó para que se volviera a sentar.
—Lo haré yo. ¿Quieres que recoja a Alec en la guardería?
—No, gracias, lo hará Samantha. Esas flores de la ventana están torcidas. —Hizo amago de levantarse. Joe la empujó de nuevo.
—Yo lo haré. Ahora quédate donde estás mientras hago té. Cuando vuelva, si descubro que te has movido un milímetro, te zurraré.
Mientras esperaba a que hirviera el agua, puso los platos sucios en el lavavajillas. De un modo perverso, Lily estaba disfrutando de sentirse agobiada y desgraciada. Francie decía que no podía más. «Lo único que puedo hacer para complacerla es dejar que me regañe sin parar. Grita a los niños hasta cuando tratan de ayudarla. Un día de estos la mato, con niño y todo.»
Lily se peleó con sus dos hermanas.
—Daisy ha tenido la cara dura de decirme que tenía suerte de tener un hijo a mi edad. Solo porque ella no pueda tenerlos, eso no quiere decir que yo tenga que estar contenta. Se lo dije, le dije: «No sabes lo que es estar embarazada, Daisy. Estás hablando por hablar». Ahora está ofendida. Aunque para lo que me importa... —terminó altanera.
Y Marigold había tenido el cuajo de reprender a Lily por hablar mal a sus propios hijos.
—«¿Perdona? —le dije—. ¿Perdona? ¿Quién te crees que eres? Son mis hijos y les hablo como me parece oportuno. Si no te gusta, lárgate.» ¡Y eso hizo! —Lily sonrió diabólicamente—. Me importa un pimiento. Menudas hermanas son.
Hasta Samantha encontraba razones para regañar a su madre, y Gillian, en la universidad, sin duda advertida por los demás, encontró otro sitio a donde ir durante las vacaciones de Pascua en lugar de volver a Liverpool. Francie se vio de pronto inundado de encargos, todos urgentes, y tenía que quedarse a trabajar hasta tarde. No quedaban más que Joe y los pequeños, pero ellos no tenían otra posibilidad. Ella iba todos los días a la hora de comer y la mayor parte de las veladas a sentarse con su amiga, porque tenía la milagrosa capacidad de aguantar los ataques de rabia de Lily, de no ofenderse nunca, de tener paciencia y de algún modo seguir queriendo a Lily a pesar de sus numerosos defectos.
La tensión de Lily subió alarmantemente a los ocho meses; se le hincharon los tobillos y le dolía la cabeza. El médico, que iba todos los días, le mandó descansar. Solo Lily podía convertir el descanso en una prueba para todo el mundo. Se aburría.
—Nunca me he podido concentrar en una novela, ya lo sabes —dijo cuando Joe le llevó un montón de libros para leer. No le gustaban las revistas, eran demasiado superficiales, anunció cuando Joe se las llevó en lugar de los libros. No sabía coser, no sabía hacer punto ni bordar—. Escribiría una carta pero, ¿a quién voy a escribir?
—Están Stanley y Robert —le recordó Joe colaboradora.
Por alguna razón, no servían.
—Escribiría a Ben si supiera dónde vive. Me pregunto a dónde se iría, Joe.
—No lo sé. Lil. —No habían sabido nada de Ben desde hacía años.
—Dame la dirección y escribiré a Jack Coltrane.
—¿A mi Jack? —Joe se quedó con la boca abierta—. ¿A Jack Coltrane?
—¿A cuántos Jacks conocemos?
—Vale, Lily. Estoy segura de que le encantará. —Jack probablemente se desmayaría de la impresión.
Jack telefoneó una semana más tarde.
—He recibido una carta muy rara de tu amiga embarazada, Lily. ¿Está bien?
—Tan bien como siempre. ¿Qué quería decirte?
—En resumen, que eres una santa, y que deberíamos volver a casarnos inmediatamente. Continúa con un estilo confuso diciendo que la vida es demasiado corta y que no se debe desperdiciar. Es bastante conmovedora en cierto modo.
Joe no dijo nada y Jack continuó:
—Supongo que tiene razón en lo de que la vida es corta y eso, aunque no me creo lo de la santa. Los santos no tiran al suelo las obras teatrales de otra persona y les dan patadas.
—Lo siento —dijo ella con mala idea.
—Me temo que es demasiado tarde. —Lo imaginó sonriendo y se sorprendió cuando su voz se volvió dura de pronto—. Joe, eres una mujer hermosa y vital. Deberías haberte casado hace muchos años.
Ella agarró el auricular con las dos manos.
—No estabas aquí para que me casara contigo, Jack.
—¡Olvídate de mí, maldita sea! —gritó él—. Fui un marido horrible la primera vez, y sería aún peor ahora. Tienes que conocer a un montón de hombres adecuados en tu trabajo. Cásate con uno de ellos, por amor de Dios. —Hubo una pausa y luego un ruido que pudo ser un sollozo—. Corazón, corazón mío — gimió—, te quiero demasiado para casarme contigo. Mereces algo mucho mejor que un viejo y exhausto fracasado como yo. Ya lo he dicho, Joe. Estoy acabado, totalmente acabado. Olvídame, amor mío, y encuentra a otra persona.
—¡Jack! —gritó ella, pero la línea se había cortado, y cuando trató de volver a llamar, oyó la señal de comunicando, y siguió haciéndolo el día siguiente y el otro. Una semana más tarde, el auricular seguía descolgado. Desesperada, llamó a Val Morrissey a Nueva York para preguntarle si pasaba algo malo. Él podría saberlo. Había estado viendo mucho a Jessie Mae.
—¿No te lo dijo Jack? —gorjeó él, feliz—. Jessie Mae y yo volamos hasta Las Vegas la semana pasada y nos casamos. Te he escrito para expresarte mi eterno agradecimiento. No nos habríamos conocido si no fuera ti. Todavía no habrás recibido la carta.
Ella era consciente de que el corazón le latía desbocado en el pecho.
—¿Fue Jack a la boda?
—No, pero Jessie Mae trajo consigo sus mejores deseos.
—Debería estar en casa entonces, ¿no es así?
—No veo por qué no. No dijo que se fuera a marchar.
Si no hubiera sido por Lily, habría volado a Los Ángeles en ese mismo instante. En cuanto nazca el bebé, se juró, iremos, Dinah y yo. Esperaban ir en Pascua, pero Dinah había cambiado de trabajo de nuevo, era editora junior en una importante editorial y no podía tomarse vacaciones. Joe no estaba dispuesta a abandonar alegremente a Jack Coltrane esta vez.
—¿Recibió Jack mi carta? —preguntó Lily. Era la última noche que Joe pasaría con su amiga embarazada en la casa de Halewood. El bebé no tenía que nacer hasta el catorce de mayo, dos semanas más tarde, pero Lily iba a ir al hospital al día siguiente para que le controlaran la tensión arterial. Seguía demasiado alta.
—Sí, cariño. Le gustó mucho.
—Espero que siga mi consejo. Me gustaría verte feliz, Joe.
—Ya soy bastante feliz.
—Pues más feliz, entonces.
Joe no dijo que la carta probablemente había llegado en el peor momento para Jack. Y para ella. Jessie Mae acababa de casarse y Lily hablando sin ton ni son de que la vida era corta, de que el tiempo se perdía, lo había alterado. Había dicho cosas que, sin la carta, quizá nunca se le hubieran ocurrido. Cambió de tema.
—Te he traído un regalo. Dos regalos, en realidad.
—¡Bien! Me encantan los regalos. ¿Qué son?
—Ábrelos y míralos. —Joe le tendió una bolsa de George Henry Lee—. Uno es para que estés maravillosa cuando tengas al bebé. El otro es para que huelas estupendamente.
—Oh, Joe. Es precioso. —Lily alzó un camisón muy fino de color rosa, con un ancho remate de encaje color marfil—. ¡Y Opium! Me encanta el Opium. Es mi favorito. —Se roció detrás de las orejas y el almizcle pesado y exótico perfumó el aire.
—Por eso lo compré.
Estaban sentadas juntas en el sofá y Lily le agarró la mano.
—Has sido la mejor amiga del mundo, Joe —dijo con la voz clara y amable que rara vez usaba—. Nadie podría haber tenido una amiga mejor que tú. Siempre has estado ahí para mí, desde que teníamos seis años.
—Y tú para mí, Lil.
—No. —Lily negó con la cabeza—. No, no he estado. Siempre he sido demasiado egoísta para pensar en nadie que no fuera yo misma. Pero todo va a cambiar cuando tenga el niño. Estas últimas semanas no he tenido nada que hacer más que pensar. — Emitió un enorme suspiro—. Pobre Francie, no podía esperar a ponerle las manos encima, pero le he dado una vida terrible. Pero es un marido como no hay dos. Neil también lo era. —Se le suavizó la expresión—. ¡Y mis hijos! Son encantadores, Joe. Nunca voy a volver a regañarlos. Marigold tenía razón al decirme que no lo hiciera, y por otra parte, me porté fatal con Daisy. Les escribiré desde el hospital y les diré lo mucho que lo siento. Voy a empezar una nueva página, Joe.
Joe había oído antes todo aquello y no se creyó ni una palabra.
—Eres estupenda tal como eres, Lil —mintió.
—Enciende la vela y trataré de relajarme. ¿Te importa ir primero a echar un vistazo arriba y asegurarte de que los chicos se han ido a la cama? Están un poco alterados porque me voy al hospital. Ah, y enciende la luz del descansillo. Se está haciendo de noche.
Los chicos estaban profundamente dormidos en sus literas. Las paredes estaban llenas de carteles de La guerra de las galaxias, y Simon agarraba contra su pecho un Darth Vader de plástico. Alec, más pequeño, dormía con un osito entre los brazos y le sobresalían los pies bajo el edredón. Se los cubrió, sintiéndose de pronto conmovida al ver los perfectos pies infantiles, los deditos aún redondeados. Hacía muchos años que no hacía aquello.
Cuando bajó, Lily ya había encendido la vela y había corrido las cortinas.
—No me parece nada relajante —dijo—. El médico me lo sugirió, dijo que me relajaría la mente, pero no dejo de preguntarme de dónde viene la corriente que hace temblar la mecha. Me recuerda a cuando encendíamos velas durante la guerra en aquella bodega que usábamos como refugio.
—La tía Ivy tenía una lámpara de aceite. Puf, apestaba. Solo usé el refugio una vez. Había una araña. —Joe se estremeció—. Era enorme.
Lily se embarcó en un largo y tortuoso viaje de recuerdos.
—¿Recuerdas el Valle de las Hadas, Joe...? ¿Recuerdas cuánto te gustaba Humphrey Bogart...? ¿Recuerdas aquel novio que tenía, Jimmy Noséqué? ¿O era Tommy...? ¡Oh, y las películas que veíamos! Estoy segura de que eran más divertidas en aquellos días, y los hombres eran mucho más guapos, ¡menos Humphrey Bogart! —Recuerda esto, recuerda aquello, cuando esto ocurrió, cuando pasó aquello.
»¿Recuerdas Haylands? ¡Oh, qué bien lo pasamos! ¿Verdad, Joe?
—De maravilla. —Joe se sentía hipnotizada por la vacilante llama de la vela. No podía apartar los ojos de ella. Las escenas, los recuerdos, parecían extrañamente reales. Podía oler las flores del Valle de las Hadas, el aire salado del mar en Haylands, el humo de los cigarrillos en los cines a los que iban, el penetrante olor de la niebla amarilla que colgaba pesada sobre las calles de Liverpool, a veces durante días enteros.
La voz de Lily empezaba a sonar adormilada.
—¿Recuerdas cuando fui a Bingham Mews? Conocí a Neil volviendo a casa en el tren. Laura era una niña tan dulce, Joe. Debes estar muy orgullosa de ella, ahora que tiene un trabajo de... tanta responsabilidad en... Londres. —La cabeza de Lily le cayó sobre el pecho. Estaba dormida.
—Laura murió, Lil. Dinah está en Londres —murmuró Joe en voz baja. Anhelaba una taza de té, pero se sentía demasiado perezosa para moverse, aún fascinada por el bailoteo de la llama que proyectaba sombras movedizas por toda la habitación. Trató de pensar razones por las que levantarse, pero si el té no la impulsaba, nada lo haría.
¡Llamaré a Jack! Sopló la vela y se puso de pie al instante, algo mareada porque se había levantado demasiado deprisa. Eran las diez y media, pero solo las dos y media en Los Ángeles. En el vestíbulo, marcó el número con dedos rígidos y sintió una oleada de alivio cuando oyó el tono de llamada, lo cual significaba que el auricular volvía a estar en su sitio. Contestó una mujer al tercer timbrazo.
—¡Hola! Mierda, no puedo leer el número. Lo siento. Hola de nuevo.
—Me gustaría hablar con Jack, por favor. Jack Coltrane. — Estaba demasiado aliviada como para pensar por qué una mujer respondía al teléfono.
—Lo siento, cielo. Ya no vive aquí. Soy Lonnie Geldhart, de la agencia inmobiliaria. Esta casa está en venta.
—¿A dónde ha ido? —gritó Joe frenética—. ¿Tiene su nueva dirección?
—No. Ni siquiera lo conozco.
—Pero cuando la casa se venda, tendrá que mandarle los papeles. Oh, por favor, tengo que saberlo.
—Ya, ya... Me encantaría ayudarla —dijo la mujer amablemente—, pero el dinero se va a repartir entre sus hijos; Tyler y Jessie Mae, creo que se llaman. Puedo darle sus direcciones, si quiere.
—Está bien, sé dónde está Jessie Mae. Gracias por su ayuda.
—Cuando quiera, cielo. Espero que consiga encontrarlo.
Colgó. «Lo has hecho otra vez. Has vuelto a desaparecer — susurró—. Val Morrissey dijo que no sabía dónde estabas.» Dio una patada al suelo, olvidando a los niños de arriba y a su madre embarazada al otro lado de la pared. «¡Qué cabrón eres, Jack Coltrane!»
Francie entró en la casa por la puerta trasera. Joe estaba en la cocina, con su tercera taza de té.
—He estado trabajando hasta tarde —dijo descaradamente.
—Has estado bebiendo. —Joe hizo una mueca sarcástica—. No lo niegues, Francie. Puedo olértelo en el aliento.
—Solo un par de cervezas después del trabajo, Joe. ¿Cómo está su señoría?
—Dormida, aunque no te importe.
—Me importa, de hecho, pero que me importe no me sirve de nada, Joe. —Sonrió—. El otro día me llamó violador.
—Probablemente lo seas, entre otras cosas.
—Al parecer, violé a mi propia esposa, aunque ella estaba perfectamente dispuesta en aquel momento. Pensé que esa maldita mujer estaba tomando la píldora, porque si no, no la habría tocado. Me sentiré como un pervertido cada vez que mire al nuevo bebé, aunque tenga veintiún años.
—Te gustará saber que va a empezar una vida nueva cuando lo tenga.
Se sonrieron mutuamente.
—Ya, y los cerdos vuelan —gruñó Francie.
Joe lavó su taza.
—Estoy muerta. Me voy a casa.
—Gracias, Joe.
—¿Por qué?
—Por todo. —La besó en la frente y le dio un breve abrazo—. Eres una chica estupenda, ¿sabes? Tengo mucha suerte de que Lily tenga una amiga como tú. Me has mantenido cuerdo durante los últimos meses.
—Ya no soy ninguna chica, Francie. Cumpliré cuarenta y siete la semana que viene.
Él le guiñó un ojo sugestivamente.
—Para mí siempre serás una chica.
—Oh, cállate. —Le dio un empujón—. Adiós, Francie. Iré a ver a Lily mañana al hospital.
Estaba subiendo al coche cuando oyó un grito y se detuvo, sin saber muy bien de dónde venía. Entonces Francie abrió la puerta principal.
—¡Es Lily! —gritó—. El bebé está llegando. La voy a llevar ahora mismo al hospital.
El grito había despertado a los niños, que bajaron las escaleras con cara de susto, mientras el coche de Francie se alejaba con un chirrido.
—¿Qué le pasa a mami? —preguntó preocupado Simon. Alec, con los ojos muy abiertos, se chupaba el dedo.
—Ha tenido que ir al hospital un poco pronto. A estas horas, mañana, tendréis una hermanita o un hermanito. ¿No es estupendo?
—¿Cuándo volverá a casa mami?
—Dentro de unos días. Vamos. —Joe tendió las manos y ellos le agarraron una cada uno—. ¿Queréis un poco de leche caliente? —Era mejor que no volvieran a la cama inmediatamente, con el grito de Lily resonándoles en los oídos—. ¿Queréis una galleta?
—Sí, por favor, tía Joe —dijeron a coro.
Se sentaron juntos en el sofá, con sus cuerpecillos pegados al de ella. Siempre se había llevado bien con todos los hijos de Lily.
—¿El nuevo bebé hará gritar a mamá otra vez?
—No, Simon.
—Será un estorbo. Mamá dijo que sería un estorbo.
—No quería decir eso. —Acarició el pálido cabello de Simon y deseó que Lily estuviera allí para poder decirle claramente lo que pensaba. ¡Cómo pudo decir una cosa así! Pensó en lo hermoso que era el amor que los niños pequeños sentían hacia sus madres, que podían hacer o decir las cosas más horribles y aun así el amor persistía, incondicional, leal, totalmente comprometido. «Los niños la quieren», había dicho Ben una vez de Imelda. Y ella había querido a su mamá, oh, tanto, tanto...
—De vuelta a la cama —canturreó cuando se acabaron la leche—. Mañana hay colegio y guardería.
Simon, evidentemente, era el que se preocupaba.
—¿Quién nos llevará si papá no está?
—Papá habrá vuelto sin duda para entonces. Si no, os llevaré yo.
Alec balbuceó:
—Mañana vamos a hacer pasteles con pasas.
—¿Queréis que le lleve uno a mamá al hospital? —se ofreció Joe.
—Por favor —dijo Alec de buena gana—. Y uno también para el bebé.
Después de que los arropara en la cama, Joe vagó por la casa, tratando de no pensar en Jack, sin conseguirlo, pensando en él, maldiciéndolo, odiándolo, amándolo. Te encontraré, juró. No vas a escapar de mí otra vez.
Estaba a punto de hacer té, pero sintió la necesidad de algo más fuerte, así que buscó alguna botella. Había cerveza en la nevera, pero odiaba la cerveza. Encontró una botella de ginebra en el aparador y se preguntó cuál sería el límite legal para cuando fuera conduciendo hasta casa. Una ginebra doble. Se arriesgaría a tomar una ginebra doble con naranjada.
Las horas fueron pasando. Bebió más ginebra, se acostó en el sofá y trató de dormir; no pudo, se levantó, se tomó otra ginebra, pensó en Lily, pensó en Jack, pensó que había oído a un ladrón, pero era el gato de la casa de al lado que arañaba la puerta, sin duda atraído por la luz. Le dio leche y lo dejó salir de nuevo. A Lily le habría dado un ataque si lo hubiera sabido. Odiaba a los gatos.
¡Las cuatro! Un niño empezó a llorar. Subió. Alec, en la litera de abajo, sollozaba inconsolable.
—¿Qué pasa, cariño? —Abrazó el pequeño cuerpo tembloroso entre sus brazos—. ¿Has tenido una pesadilla?
—Estoy triste, tía Joe. —Apenas podía hablar—. Tristísimo. Quiero estar con mamá.
Simon se dio la vuelta.
—Calla —murmuró.
Alec se durmió rápidamente y Joe se sentó en lo alto de las escaleras por si se despertaba de nuevo. Dios, todo estaba tan tranquilo y silencioso que daba miedo. El llanto de Alec la había perturbado. Deseaba estar en su propia casa, en su cama. Venga, Lil, ten a tu bebé, se dijo.
El teléfono sonó justo después de las cuatro y media. Voló escaleras abajo y descolgó antes de que despertara a los pequeños.
—¡Francie!
—Hola, Joe. —Su voz sonaba extrañamente tranquila.
—¿Cómo está Lily?
—Muerta, Joe. Lily está muerta. Le dio un ataque o algo así, tuvo una hemorragia y murió. El bebé también murió. Era una niña. Íbamos a llamarla Josephine, como tú. —Rio—. No puedo creerme que esté diciendo esto. Lily ha muerto.