2
Joe aprobó el examen de conducir justo después de cumplir los dieciocho años. La misma noche, con una mezcla de orgullo y nerviosismo, condujo hasta Childwall el pequeño Austin Seven negro, como al parecer se llamaba el coche, para contárselo a los Kavanagh.
Ellos se quedaron debidamente impresionados. Lily decidió asistir también a clases de conducir.
—Ahorraré y me compraré un coche. Algo más moderno que eso de ahí. Parece una antigualla.
—He pensado que podía practicar un poco con él. Louisa me dijo que podía usarlo cuando quisiera. Y ha aceptado ir conmigo de compras. La voy a llevar a Southport el viernes.
Louisa tardó varias horas en estar lista para salir de compras. Tenía la ropa en el antiguo dormitorio, y a Joe le dolían ya las piernas de tanto ir arriba y abajo a fin de llevarle cosas para que escogiera: trajes preciosos, caros, forrados de seda, cosidos a mano, con intrincados bordados, todo muy pasado de moda, pero no importaba porque iban a ir de compras y podría adquirir cosas más modernas. En el piso superior buscó medias, un cinturón, ropa interior, joyas...
—Hay un collar de perlas de tres vueltas y pendientes a juego en el cajón de la coqueta pequeña —gritó Louisa—. Y no olvides los polvos y el lápiz de labios. Y perfume. Oh, y zapatos, claro.
—Está usted guapísima —reconoció Joe admirativa cuando Louisa salió de su cuarto; había insistido en vestirse ella sola. Llevaba un traje de seda azul marino con un estampado de grandes orquídeas blancas, zapatos blancos de corte salón y un sombrerito blanco. A pesar de su edad y sus achaques, parecía sumamente elegante. Debió de ser una mujer deslumbrante en sus buenos tiempos.
—No me hagas la pelota. Estoy espantosa. Estos zapatos me están demasiado grandes, y necesito un imperdible en la falda. He intentado ponérmelo, pero no me lo puedo abrochar. —Frunció el ceño malhumorada; detestaba pedir ayuda.
Phoebe, que también trataba de tomar parte en el acontecimiento, abrochó el imperdible. Joe y ella iban detrás de Louise, haciéndose muecas una a otra mientras la anciana salía lenta pero decididamente por la puerta trasera hacia la brillante luz del sol de un día de finales de mayo. Observaron, deseando ofrecerle ayuda, cómo pugnaba por meterse en el asiento del pasajero del pequeño coche negro. Phoebe le recogió los zapatos cuando cayeron al suelo.
—No te envidio hoy, Joe —susurró.
Condujo con cautela, sin superar nunca los treinta kilómetros por hora, hasta Southport, ignorando la fila de coches impacientes que se iba acumulando tras ella. Consiguió aparcar en Lord Street, una calle elegante y ancha con un bulevar central arbolado, repleta de tiendas exclusivas y espantosamente caras. Louisa, que había estado muy silenciosa durante todo el trayecto, se dignó aceptar que le diese la mano cuando salió del coche.
Se quedó de pie en la acera, apoyada en su bastón, e hizo varias inspiraciones profundas, mientras sus ojos oscuros y brillantes examinaban los escaparates, los viandantes y el tráfico.
—¿Por qué no he hecho esto antes? —se preguntó sorprendida—. Tan cerca, y a la vez tan lejos. Debería haber venido hace siglos. De pronto, el mundo parece mucho más grande. Una noche tenemos que ir a cenar. Y al cine, y al teatro. —Enlazó a Joe del brazo, llorando—. Qué contenta estoy de que vinieras a trabajar para mí. Ven, querida, haremos algunas compras.
Durante las horas siguientes, Louisa enloqueció bastante con su talonario de cheques. Compró una llamativa bata escarlata y zapatillas a juego, un par de glamurosos camisones, un vestido de lino amarillo, un colgante de ámbar con una fina cadena de oro, dos pares de zapatos de horma estrecha —se calzó un par y se lo llevó puesto—, un sombrero de paja, unos guantes de piel, un bolso de piel de cocodrilo y dos pañuelos de vivos colores para el pelo.
—En casa hay infinidad de guantes y pañuelos en el piso de arriba —protestó Joe—, y como mínimo una docena de bolsos.
—Oh, sí, pero estos son nuevos —contestó Louisa con una alegría infantil—. Y una mujer nunca tiene demasiados bolsos. Oh, mira, todo esto, ¿no crees que es..., a ver, cómo decís por aquí..., no es la monda?
—No se exija demasiado a sí misma, Louisa.
—Y tú no me regañes. Me siento como la Bella Durmiente, recién despertada de un largo sueño. Aunque en mi caso —añadió con una risita—, los años han hecho lo suyo. Por cierto, esto es para ti. —Depositó la caja con el colgante de ámbar y la cadenita en la mano de Joe.
Ella trató de rechazar el presente.
—No esperaba de ningún modo que me fuera a hacer un regalo...
Pero Louisa se mostró implacable.
—Lo he comprado pensando en ti. Has comentado que era muy bonito. A mí me sentaría fatal una joya tan poco colorida.
—Muchas gracias, Louisa. Pero no tiene que volver a hacer una cosa así.
—Haré lo que quiera con mi dinero, querida —replicó la anciana altanera.
Se detuvieron a tomar un café en una encantadora calle cerrada con cristaleras, llena de minúsculas tiendas. Mientras comían un panecillo con queso, Louisa comentó:
—Por aquí había una librería muy pintoresca donde yo solía encargar libros publicados en Estados Unidos. Coqueteé bastante con el dueño, el señor Bernstein, pero debe de estar retirado hace mucho. Me pregunto si la tienda seguirá abierta. Me gustaría encargar ese libro del que ahora se habla tanto, El guardián entre el centeno.
Según la camarera, la librería estaba a tres manzanas de allí, demasiado lejos para que Louisa fuera caminando. Volvieron al coche, dejaron las compras en el maletero y Joe condujo las tres manzanas.
No hubo necesidad de encargar El guardián entre el centeno. El atractivo joven que estaba detrás del mostrador de la tienda, larga y estrecha, dijo que ya se había publicado en Gran Bretaña y que disponía de varios ejemplares. Louisa estaba extendiendo un cheque cuando una voz asombrada gritó:
—¡Señorita Chalcott! Es usted la señorita Louisa Chalcott, ¿verdad?
Un hombre bajito y muy anciano se acercaba hacia ellas, con los brazos dramáticamente cruzados sobre el pecho. La falta de pelo en su cabeza rosada quedaba compensada por una lustrosa barba plateada.
—¡Señor Bernstein! —exclamó Louisa emocionada—. Vaya, no sabe cuánto me alegro de verlo.
El señor Bernstein chasqueó los dedos.
—Ronald, trae una silla para la señorita Chalcott. —Resplandeció al añadir—: Esta hermosa dama es una famosa poeta. Siéntese, siéntese, señorita Chalcott. ¿Le apetece un jerez?
Fue como si Joe no existiera durante la excesiva y mutuamente halagadora conversación que siguió. Se retiró discretamente al mostrador, donde Ronald susurró:
—¿Quién es Louisa Chalcott? Nunca he oído hablar de ella...
Sus autores favoritos, según explicó, eran Dashiell Hammett y Raymond Chandler.
—Acabé hasta el gorro de la poesía en la escuela —confesó. Así que ya no quise volver a oír nunca más «El niño permaneció en la cubierta en llamas».
Joe dijo que por su parte pensaba lo mismo de «Los narcisos» de Wordsworth, y que le gustaban Agatha Christie y Dorothy L. Sayers. Agregó que había tratado de leer los poemas de Louisa una vez, pero no les encontró sentido.
La conversación derivó hacia el cine. Las películas preferidas de Ronald también eran los thrillers, y Joe reconoció que también a ella eran las que más le gustaban.
—Cuando era joven estaba enamorada de Humphrey Bogart.
—Bueno, no es que seas vieja precisamente.
Ronald tenía una sonrisa encantadora y unos ojos verdes preciosos. Joe, que no había conocido a ningún hombre que le pareciera ni remotamente atractivo después de haberse despedido de Griff, lo contempló con interés. Él se apoyó en el mostrador.
—Echan Cayo Largo al otro lado de la calle, protagonizada por tu antiguo amor. ¿Podría llevarte mañana por la noche? Puedo ir a recogerte. —Y añadió como sin darle importancia—: Tengo coche, ¿sabes?
—Yo también —contestó Joe con la misma actitud que él—. El caso es que he quedado con una amiga mañana, pero el lunes estoy libre.
—Aún mejor entonces. Ya habrán quitado Cayo Largo, pero tienen programada la última peli de Hitchcock, Extraños en un tren. Podemos quedar delante del cine a las siete. Si la sesión empieza más tarde, iremos a tomar un café.
Al otro lado de la tienda, el señor Bernstein estaba obsequiando a Louisa un ejemplar de los Poemas completos de Robert Frost.
—Un pequeño regalo, querida señorita. Recién salido de la imprenta. Ha llegado esta mañana.
—Siempre he considerado que Robert Frost es un autor sobrevalorado, pero muchas gracias de todos modos, señor Bernstein. Bueno, no olvide que lo aguardo el miércoles a las siete y media. Tendremos una pequeña charla sobre literatura, y espero que resulte agradable.
—Estoy deseando que llegue el día, señorita Chalcott. —Y a modo de despedida, con un gesto grandilocuente, el viejo librero Bernstein le besó la mano.
—Creo que ha sido una salida de compras de lo más satisfactoria —declaró Louisa de vuelta a casa—. ¡Qué ilusión que el señor Bernstein me reconociera después de todo este tiempo! Ha enviudado desde que lo vi por última vez. Creo que podría seducirlo. A mí, en el pasado nunca me detuvieron las esposas, pero creo que al señor Bernstein podría haberlo detenido la suya.
—¡Oh, Louisa...!
—No me hagas mucho caso, querida. Puedo soñar, ¿no? Bueno, dime, ¿a dónde iremos mañana en el coche?
Era verano. Los rayos de sol que entraban por la ventana despertaron a Joe, que oía los graznidos de las gaviotas y el murmullo del mar en la playa. Saltó de la cama y descendió hasta el agua descalza, contenta de vivir en un día tan hermoso; pensaba además en lo increíblemente afortunada que era en comparación con Lily y toda la gente que trabajaba en oficinas y fábricas cerradas y aburridas. Ser la acompañante de Louisa ya no le parecía un trabajo. Se sentía un tanto culpable cada vez que recibía su sueldo.
De vuelta en la casa, preparó dos tazas de café y se tomó la suya en compañía de Louisa, sentada con las piernas cruzadas a los pies de la cama de la vieja dama. Era la rutina cotidiana. A continuación repasaban el Echo de la noche anterior para ver qué películas proyectaban, o bien, comentaban una obra teatral que acababan de ver, lo cual llevaba a Louisa a recordar una aventura que había tenido en tiempos, o varias aventuras.
Veía a Ronald dos veces por semana. Era el novio perfecto: excelente conversador, parecía contentarse con unos cuantos besos gratos y apasionados al final de la velada. Lily estaba verde de envidia.
—¿Cómo te las arreglas, Joe? Yo solo salgo con los chicos una vez, porque luego no quieren volver a verme...
Lily había abandonado toda esperanza de casarse, y ya estaba resignada a ser una solterona de por vida.
Habría sido fácil sentirse superior por el modo tan favorable en que las cosas se habían desarrollado para ella, pero sabía muy bien lo rápido que puede cambiar todo en la vida. Cuando Lily anunció como al desgaire que su madre y ella se iban a Alemania a pasar una temporada con Stanley, Freya y el recién nacido, Joe, que esperaba haberse ido de vacaciones con su amiga, se encontró sin lugar a donde ir y sin nadie con quien ir. De nuevo fue consciente de lo solitaria que era su existencia. Tendría que pasar las vacaciones en Barefoot House y continuar con la vida de siempre. Cuando Marian y Hilary llegaran en septiembre a la casa para disfrutar de sus vacaciones anuales, ella se tomaría unos días de descanso.
Se hacía difícil creer que las dos gemelas, con su aspecto vulgar y sus ropas siempre tan serias, fueran hijas de la apasionada y extrovertida Louisa. Parecían algo molestas por el hecho de que su madre tuviera tan buen aspecto, hubiese engordado y fuera a todas luces más feliz que cuando la visitaron por última vez hacía ya un año. Louisa, como para demostrar lo acertada que fue su elección de acompañante, incrementó las sesiones de cine, la asistencia a funciones teatrales y las salidas de compras, para que las hermanas creyesen que se daban la gran vida y salían a diario.
Las dos arpías hicieron cuanto pudieron para ningunear a Joe. Preparaban la comida de Louisa, le llevaban la taza de café por la mañana y estaban todo el día alrededor de su madre de una manera que Joe sabía que ella odiaba. Phoebe decía que la historia siempre se repetía.
—Llaman al médico si estornuda, y no dejan de decirle lo enferma que está, lo vieja que es, no paran de recordarle que es una inválida. ¡Oh, cuánto me alegraré cuando esas dos se hayan largado de aquí!
Habría sido agradable marcharse, estar fuera una quincena entera, pero no se sintió capaz de hacerlo; en consecuencia, lo único que tenía a su alcance era tomarse más tiempo libre. Iba al centro casi todos los días y se encontraba con Lily a la hora de cenar.
Un día, su amiga salió de la oficina con un aspecto inusualmente serio. Agarró a Joe por el brazo para darle la noticia:
—Mamá me ha telefoneado esta mañana, Joe. Te llamó antes a ti, pero ya te habías ido. Dice que te haga saber que Vince Adams murió ayer de un ataque cardíaco.
La noticia dejó fría a Joe.
—Me pregunto si debería escribir a la tía Ivy...
—Yo en tu lugar no lo haría.
—Lo pensaré. ¿Dónde vamos a cenar? Estoy muerta de hambre.
—Probaremos un sitio nuevo en Whitechapel. Aceptan cupones de comida. ¿Estás bien, Joe? Te veo un aspecto un poco raro...
—Estoy perfectamente.
Pero no, no estaba bien. Por alguna extraña razón, cuando llegaron al restaurante ya no tenía apetito. En su cabeza bullían mil ideas sin sentido. Vincent Adams era su padre. Era su padre el que había muerto el día anterior. De no haber sido por Vince, ella no habría nacido. ¿Cómo podía fallecer tu padre y la noticia dejarte completamente fría e indiferente? Su vida había sido tan rara, tan distinta a la de todos los demás, que en su fuero interno no abrigaba ningún sentimiento hacia el hombre responsable de que hubiera venido al mundo.
Se despidió de Lily, pero no la acompañó hasta Victoria Street, tal como solía hacer. En lugar de ello, se marchó en dirección opuesta. De repente ardía en deseos de ver de nuevo Huskisson Street, echar un vistazo a la casa donde había vivido con su madre. No había visto el que fue su hogar desde la noche de la bomba. Su última conversación volvió a ella con tanta claridad como si hubiera tenido lugar el día anterior.
«Vaya, ha salido el sol, Pétalo», había gritado su madre alegremente durante los últimos minutos que pasaron en la habitación de la buhardilla. «Ahora hace un tiempo magnífico ahí fuera. No sé tú, pero a mí no me importaría en absoluto dar un paseíto.» ¡Si hubieran ido a Princes Park como sugirió mamá...!
«Sí, pero...», había dicho Joe.
«¿Sí, pero qué, mi preciosa, mi adorable Pétalo?» Su madre saltó de la silla, bailoteó por la habitación, levantó en brazos a Joe y bailó con ella un vals alrededor de la cama.
Joe se mordió el labio inferior. Oh, mamá, suspiró.
Había caminado tan rápido que llegó a Huskisson Street más pronto de lo que esperaba. Habían arreglado la casa. Los marcos de las ventanas estaban pintados y la puerta principal, abierta en aquel momento, era verde botella.
¿Se atrevería a entrar? ¿Sería posible que Maude, o cualquiera de las demás chicas, vivieran todavía allí? Ahora, si algo le hubiese gustado hacer por encima de todas las cosas, era hablar con Maude, contarle lo del tío Vince.
Subió las escaleras hacia el amplio vestíbulo, con las paredes pintadas de un tono crema claro y en el suelo, una alfombra de color ocre.
—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó con sequedad una voz femenina.
La voz procedía de una ventana en la pared, la pared de la habitación donde vivía Rose la irlandesa. Una mujer había abierto el cristal y estaba mirando de hito en hito a Joe.
—Siento molestarla, pero me preguntaba quién vive aquí ahora.
—Nadie. Es un despacho de abogados. —Era algo evidente, a tenor de la placa que figuraba en la puerta.
—¿Qué hay arriba? —Joe miró la escalera enmoquetada.
—Habitaciones. Ahora, si no le importa, me gustaría seguir con mi trabajo. —La ventana se cerró con un fuerte golpe.
—Gracias —dijo Joe al vacío.
Sentada en la ventana de cara al oeste —al menos ella pensaba que era el oeste, pero podía estar equivocada—, se veía cómo se iban encendiendo poco a poco las luces de Birkenhead y Wallasey.
Joe no sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero cuando se sentó era aún de día y la costa estaba repleta de gente. Luego, la gente comenzó a recoger toallas, sombrillas y juguetes playeros y se marchó a casa. Ahora la arena estaba vacía y había oscurecido; las luces del otro lado del Mersey parpadeaban brillantes allá a lo lejos.
Había estado reviviendo su niñez, cada una de las escenas de su infancia, algo que nunca hiciera antes. Se sentía inmensamente triste por todas las cosas que se había perdido: ir de vacaciones con su madre, por ejemplo, como haría pronto Lily, hablarle de sus novios... ¿Qué hubiera pensado de Ronald? ¿Y de Griff? ¿Le habría parecido una idea acertada si hubiese optado por casarse con Ben? Joe recordó que Tommy no le gustaba. Su hija le parecía demasiado buena para aquel chico, y pensaba que ella merecía algo mejor.
Aparte de los crujidos y gruñidos de la vieja casa, y el susurro de las olas, todo estaba en silencio. Marian y Hilary eran muy tempraneras. Recordaba vagamente haber oído subir a alguien hacía un rato. Louisa, tan diferente de sus hijas, solía permanecer despierta hasta altas horas de la noche, tiempo que dedicaba a escribir en el cuaderno rojo, o a conversar con ella; Joe también odiaba acostarse temprano. Además de los sonidos habituales, advirtió que se oían un débil susurro y unos golpecitos.
Ratones, pensó Joe. Bueno, le importaba un comino que la casa estuviera infestada de ratones. Que las gemelas se deshicieran de ellos. Pensó en prepararse una taza de té. Louisa, si estaba despierta, quizá quisiera un café.
Voy dentro de un minuto, se dijo a sí misma.
Los golpecitos y el susurro se aproximaban. Se sintió un poco alarmada cuando de repente se abrió la puerta y entró Louisa jadeante.
—¿Por qué estás sentada en la oscuridad? —Encendió la luz. Llevaba la bata y las zapatillas rojas y parecía encantada—. ¿Te das cuenta? ¡Esas escaleras! Es la primera vez que las subo en diez años. ¡Menuda hazaña! Claro que ahora, como no me siente enseguida, me desmayaré. —Se arrastró hasta la cama y se dejó caer en ella con un exagerado suspiro de alivio.
Joe no se movió.
—Creí que era un ratón —explicó.
—Oh, lo soy, lo soy —jadeó la anciana—. Ese es un insulto que suele reservarse a los hombres. La gente parece olvidar que hay ratones hembras y machos. Me pregunto por qué se dirá eso únicamente de los hombres. ¿Y por qué razón solo se llama a las mujeres «gatitas»?
—No tengo ni idea. Puede analizar esas contradicciones en su nuevo poema.
Louisa palmoteó encantada.
—¡Joe! Cómo me alegro de verte. Me tratas como a un ser humano normal. Estoy harta de que esas dos memas pululen en todo momento a mi alrededor. Estoy tachando en mi calendario abiertamente, sin ningún disimulo, los días que faltan para que se vayan, pero se niegan a darse por enteradas. Bueno —la miró muy seria—, te he oído entrar en casa. Eran las cuatro y media. Ha reinado un silencio total desde entonces. ¿Qué pasa, querida? ¿Tiene algo que ver con esa llamada telefónica? Phoebe dijo que alguien había llamado después de que te fueras.
No servía de nada andarse por las ramas con Louisa, así que le contó lo sucedido.
—Era la señora Kavanagh, la madre de Lily, para decirme que mi padre murió ayer.
—¡Oh, querida! Pero oye... —frunció las espesas cejas—, habría jurado que me dijiste que tu padre estaba muerto.
—Lo hice, sí. De hecho, le dije a todo el mundo que estaba muerto. La señora Kavanagh es la única que sabe la verdad. — Joe bajó las piernas del asiento de la ventana y apoyó la barbilla en las manos—. Es curioso, pero hasta hoy, ahora que ha muerto, no había pensado en él como en mi padre. Era mi tío Vince, ¿sabe? Es decir, el marido de mi tía Ivy. Le hablé también algo de ellos, de mis tíos, ¿recuerda? Bueno, pues mi padre y mi tío eran la misma persona.
—¡Qué cosa tan extraordinaria, tan interesante! —comentó Louisa. Encendió un cigarrillo—. Cuéntame más. Por ejemplo, ¿tu madre era cómplice voluntaria del engaño?
Joe sonrió. Era justo el tipo de respuesta que había esperado de Louisa, quien, al contrario de la demás gente, nunca recurriría a expresiones de comprensión y pena.
—No, Vince la obligó a ello. Trató de hacer lo mismo conmigo, pero yo le aticé una patada en la barriga.
—Bien hecho. Deberías haber apuntado a las pelotas, que es mucho más doloroso. —Dejó caer la ceniza del pitillo en la alfombra—. Bueno, entonces dime, ¿por qué estás tan entristecida porque ese individuo despreciable haya muerto? Diría que es algo para celebrar...
—Oh, no lo sé. —Volvió a contemplar las luces del otro lado del agua. En la ventana se reflejaba la imagen de Louisa, quien la observaba con interés—. No me parece natural no preocuparme de que mi padre haya muerto. Me siento como pillada en falta.
—Nunca podré entender por qué se espera que queramos automáticamente a nuestros parientes —rezongó Louisa irritada—. Yo respetaba a mi padre, pero jamás lo quise. Me sentí triste cuando falleció, eso es todo. Pero sigo echando de menos a mamá. —Se le arrugó la cara en un gesto de ternura—. Era mi mejor amiga. Yo fui hija única, de modo que ignoro qué habría sentido hacia mis hermanos. Respecto a mis hijas, esperaba quererlas, más aún, deseaba quererlas..., pero cuando nacieron eran un par de personillas tan feas que le pedí a la enfermera que se las llevase. —Sonrió pícara mientras intentaba levantarse de la cama—. He sentido no ser una madre cariñosa. Venga, vamos abajo y nos haremos un café. Podemos seguir allí la conversación.
Año y medio más tarde, Louisa sufrió otro ataque, leve en esta ocasión, pero se vio obligada a guardar cama durante semanas. Era una enferma terrible y maltrataba sin piedad a la paciente enfermera, la señorita Viney, que acudía a verla dos veces al día, pues era la única persona a la cual permitía que le colocase la cuña. Otras veces, Joe recibía la orden de que abandonara la habitación mientras Louisa se arrastraba hasta el orinal, que solo la señorita Viney estaba autorizada a vaciar.
El señor Bernstein y Lily tenían prohibidas las visitas. Los sábados, Phoebe y su marido, Alf, pasaban el día en Barefoot House para que Joe disfrutase de tiempo libre para ir a bailar o al cine con Lily. El resto del tiempo no se movía de la casa porque no se podía dejar sola a Louisa.
—Me pondré bien —farfullaba la enferma con dificultad, pues el ataque le había afectado ligeramente al habla—. Dile a esa estúpida enfermera que entre.
—No lo haré. Aterroriza usted a esa pobre mujer. No quiero contribuir a su desgracia. ¿Se siente mejor ahora que tiene el teléfono al lado de la cama? —Joe había encargado a la compañía telefónica que lo desplazara.
—Sí mientras sigas contestando tú. No quiero quedar atrapada por la cháchara de una de mis hijas. Pero es agradable hablar con el señor Bernstein o con Pulgarcita. ¿Te dije que se acaba de casar con su séptimo marido? Es un tipo que colecciona pozos de petróleo como otros coleccionan sellos.
Para tener algo que hacer, Joe decidió adecentar el jardín delantero. Arrancó los arbustos muertos y la hierba amarilla y seca, y cavó el suelo arcilloso. Alf cortó los árboles, serró la madera muerta e hizo con ella tarugos que luego apiló en el garaje.
—Arderán de maravilla —juzgó—. Era un hombre alto y robusto con la fuerza de un buey—. Este montón debería durarles todo el invierno.
Joe no sabía nada de jardines. Suponía que todo nacía de semillas, y le encantó descubrir que en un lugar llamado vivero se podían comprar plantas ya algo crecidas y pedazos de tierra con césped cortados en rectángulos preparados al efecto, a los que daban el nombre de «tepes». Según le informó Alf, no muy lejos de allí había uno de esos lugares mágicos.
El día que cumplió los veinte años se lo pasó ocupada con el oxidado rodillo de jardín que había encontrado en el garaje, dedicada a empujar aquel pesado armatoste y tirar de él sobre la dura tierra a fin de ablandarla lo suficiente como para sembrar césped; casi se dislocó los brazos en el duro proceso. En cuanto finalizó esta labor, fue en el coche hasta el vivero, adquirió docenas de plantas resistentes que cargó en el vehículo, y encargó tepes de césped y un banco de madera para que Louisa pudiera sentarse cuando el jardín estuviese acabado; al día siguiente le entregarían en casa el resto del pedido.
Aquella tarde plantó el parterre del borde y depositó un puñado de huesos molidos en el agujero de cada planta, tal como le había sugerido la mujer del vivero. El día era cálido y el sol le quemaba la espalda, así que cuando terminó se encontraba exhausta. A pesar de ello, a la mañana siguiente estaba muy temprano en el jardín, en impaciente espera de que llegase la camioneta, y ya había empezado a colocar los tepes antes incluso de que el conductor hubiera terminado siquiera de descargar. Aquella noche a las ocho, Barefoot House podía presumir de contar con un césped nuevo, rodeado de un parterre de arbustos y plantas de flor recién plantadas. Había un banco debajo de la ventana del cuarto de Louisa, en el que entró para decirle a la anciana que el jardín estaba terminado.
—Ya puede salir a verlo —anunció.
—¿Crees que no he mirado ya? Llevas semanas pasando arriba y abajo por delante de mi ventana, así que...
A Louisa le habían dado permiso para dejar la cama hacía unos días y estaba de un humor endiablado. Deseaba salir de compras o al cine, pero estaba demasiado débil y solo podía caminar unos pocos metros. Se negaba en redondo a salir de casa solo para dar un paseo en coche. «Sería aburridísimo», sostenía.
Joe la agarró por el brazo, y entonces tuvo plena conciencia de lo delgada que volvía a estar, lo encorvada que tenía la espalda, y lo despacio que recorría la casa; apenas era ya capaz de levantar los pies del suelo entre un paso y el siguiente. La acompañó hasta el banco y la ayudó a sentarse.
—¿Qué se supone que debo hacer ahora? —preguntó Louisa con acritud. Tenía la lengua tan afilada como de costumbre.
—Contemplar la vista, respirar el aire fresco, disfrutar del ambiente... La tarde es muy hermosa, Louisa.
Joe aspiró el aire vespertino con fruición. Aparte de dos niños que a lo lejos jugaban al fútbol, la playa estaba desierta. La marea empezaba a bajar con un rebullir de espuma blanca cremosa, y la cinta brillante de arena húmeda que dejaba a su paso se ensanchaba cada vez más. Ligeras como burbujas, las gaviotas sobrevolaban las olas.
—¿Le apetece un café?
—No, gracias. Lo que sí querría son mis cigarrillos.
—Pensé que encontraría usted agradable sentarse aquí por la mañana temprano —dijo Joe al volver—. O a última hora de la tarde, cuando ya ha oscurecido, allá por septiembre, digamos. Si pongo el banco bajo la otra ventana, puede ver cómo brillan las luces al otro lado del agua.
—¿Es eso todo lo que se te ha ocurrido? —inquirió Louisa con voz fría—. ¿Dónde me voy a sentar cuando llegue septiembre? —Encendió un cigarrillo—. A tu edad, deberías estar pensando en chicos, en ropa, en películas, en pasártelo bien. Yo no tenía otra cosa en la cabeza incluso a los sesenta años, así que figúrate a los veinte. Y la jardinería no podía estar más lejos de mi cerebro, junto con otras tareas igualmente idiotizantes.
—Pensé que le gustaría.
Louisa le dirigió una mirada desdeñosa.
—Oh, sí me gusta, claro que sí... Y Marian y Hilary estarán encantadas. No sabes cuánto has revalorizado la casa... ¿Qué harás la próxima vez para liberarte de tu exceso de energía? ¿Pintar las ventanas, la puerta, decorar el interior? A todo le vendría muy bien una manita de pintura, y las dos podemos sentarnos luego a ver cómo se va secando. ¿Dónde está Ronald? — preguntó inesperadamente, y miró hacia el jardín, como si esperase que Ronald fuera a aparecer detrás de un arbusto recién plantado.
—Lo he dejado.
—¿Por qué?
Joe se retorció las manos.
—No nos entendíamos.
—¡Mentirosa! Lo dejaste poco después de mi ataque. Según le dijiste, no podías seguir viéndolo por mi causa. Se ha quedado con el corazón destrozado, por lo que me ha contado el señor Bernstein. Esperaba que algún día os casarais...
—Nunca me habría casado con Ronald —afirmó Joe con sinceridad—. Pero bueno, ¿por qué se pone así? Pensé que eso también le agradaría.
—Tu lealtad y tu devoción te honran, Joe, pero están totalmente fuera de lugar. No las merezco. —Se quedó mirando al río—. Sabes, apenas puedo ver.
—Debería ponerse...
—Sí, sí, ya lo sé —la interrumpió Louisa, malhumorada—. Debería ponerme mis gafas de lejos. ¿O son las de cerca? Nunca me acuerdo. En cualquier momento necesitaré también un audífono. Me resulta cada vez más difícil oír. Me estoy derrumbando, Joe. Apenas puedo andar. No duermo. Lo único que aún me funciona perfectamente es el cerebro.
—Louisa... —empezó la joven amablemente.
—Oh, guárdate tu simpatía, niña, y métela por donde amargan los pepinos —replicó Louisa en un tono tan desagradable que Joe se ruborizó—. Tráeme el bolso de piel de cocodrilo. Está en el suelo, al lado de la cama.
Cuando Joe le entregó el enorme bolso, Louisa rebuscó en su interior, sacó un gran sobre marrón y luego otros dos blancos de pequeño tamaño. Le tendió a Joe uno de los blancos.
—Pensaba darte esto cuando cumplieras los veintiuno, pero las circunstancias han cambiado.
Era una carta, dirigida a ella, escrita con la enrevesada letra de Louisa. La leyó con dificultad y se quedó con la boca abierta cuando captó el mensaje que contenía.
—¡Me despide dentro de un mes! —exclamó asombrada.
—Lo has comprendido enseguida —rio Louisa. Le tendió el otro sobre—. Ahora, lee esto.
Al principio, la hoja que contenía, llena de cifras sin sentido, se le hizo harto difícil de entender.
—Es un billete de avión a Estados Unidos —resumió Joe al cabo de un momento—. A Nueva York. ¿Qué demonios es todo esto, Louisa?
La mujer estaba mirando de nuevo hacia el río. Ahora estaba casi oscuro, los niños se habían ido y el agua relucía con una tonalidad verde plateada. Había aparecido la luna, no llena del todo, y brillaba un puñado de estrellas titilantes. El silencio era total, quebrado tan solo por el rumor de la marea.
—Cuando vine a vivir aquí, solíamos bañarnos desnudos a la luz de la luna. ¿Sabes lo que eso significa?
—Lo supongo, pero este billete, Louisa... ¿Y por qué me tengo que marchar? —preguntó con voz temblorosa.
—Siempre he sido una persona muy egoísta —continuó Louisa, como si Joe no hubiera hablado—. Durante toda mi vida he utilizado a los demás, sobre todo a los hombres, pero también a las mujeres si me encontraba de humor. Luego, abandonaba a quien fuera en el instante en que había servido a mis propósitos, satisfecho mis necesidades. —Se removió inquieta en el banco—. Necesitaría un cojín para sentarme en esto... No, ahora no, querida. En otro momento —agregó cuando Joe hizo ademán de incorporarse—. Solo te tendré a mi lado un mes más, así que siéntate y dame la mano. —Joe así lo hizo, y la mano le pareció suave y brillante, como de seda antigua.
—Nunca debí haberte contratado —suspiró la anciana—. Las gemelas tenían razón en esto, pero se equivocaban en cuanto a las razones. Pensaban que no serías capaz de arreglártelas. Yo sabía que sí, pero no fue ese el motivo por el que insistí. Te quería por tu mirada brillante, por tu sangre fresca, por tu alma joven. Esperaba que se me pegase algo. —Sonrió astuta—. Soy como un jodido vampiro. Habría debido permitir que esas dos, Marian y Hilary, te pusieran en la puerta. Habrías acabado por encontrar algo mejor que hacer que danzar alrededor de una vieja egoísta durante tres años. No, Joe, no me discutas. —Agitó un dedo nudoso y prosiguió:
»Por primera vez en mi vida, estoy haciendo un sacrificio, así que considérate afortunada, porque no quiero en absoluto que te vayas. Deseo tanto que te quedes que me duele lo que hago. —Joe sintió que la mano frágil de la anciana apretaba la suya—. Pero debes irte —remachó Louisa con firmeza—. Es hora de que emprendas tu vida, querida. Te he retenido demasiado tiempo. En cuanto a mí, me estoy muriendo. —Rio con un poso de amargura en su risa—. Pero soy una zorra obstinada. Debería luchar. Podría durar años, cada vez más ciega, más sorda, y más y más insoportable y malhumorada cada día. No hay modo alguno, Joe, de que te permita sacrificar por mí más años aún de tu joven vida para verme morir.
—Pero yo quiero quedarme, Louisa... —gimió Joe, frase que fue acogida con una mirada de absoluto desprecio.
—Pues no puedes. Acabas de recibir el despido, y quiero que abandones esta casa a finales de junio. El billete de avión es un regalo de despedida. Puedes pedir que te lo reembolsen, si quieres, y usarlo como entrada para un piso, por ejemplo. Si no, Pulgarcita se marcha de luna de miel tardía en julio, y puedes quedarte en su estupenda mansión de Nueva York. No estarías sola, el servicio se queda allí. —Soltó una risita—. Le prometí que no eres de las que se dan el bote con la cubertería de plata. Hay un montón de dólares arriba, en alguna parte. Siempre pensé que volvería algún día, pero ahora no me parece probable que pueda hacerlo. —Retiró la mano—. Me gustaría tomar un café, querida, aunque mejor dentro, creo. Empieza a hacer frío aquí.
Mientras ayudaba a Louise a ponerse de pie, Joe sintió una oleada de gratitud mezclada con tristeza y algo más, quizá amor, hacia aquella anciana insoportable, arisca, sorprendentemente generosa.
—¿Pero quién cuidará de usted?
—Eso, querida, ya no es asunto tuyo —cortó Louisa con brusquedad, y se negó a seguir hablando del tema, aunque le alargó el gran sobre marrón.
—¿Qué es esto? —quiso saber Joe; para su sorpresa, comprobó que estaba sellado con lacre rojo.
—No gran cosa, solo unas cuantas notas que he escrito. — Louisa le dirigió una mirada enigmática—. No puedes abrirlo hasta mil novecientos setenta y cuatro.
—¿Por qué entonces y no antes?
—Lo entenderás en ese momento. —Se asió al alféizar de la ventana y comenzó a dirigirse hacia el interior de la casa—. Sabes, querida, ya puedo oler las flores en mi nuevo jardín.
—Todavía no han salido, son solo hojas. Necesitan mucho riego. Las regaré dentro de un momento. —Las plantas parecían un poco tristes, pensó, como si se dieran cuenta de que pronto se iría.
—Entonces huelo las hojas... —Louisa le apretó la mano.
—Vendré a verla en cuanto vuelva —prometió Joe cuando entraban en la casa.
—No harás tal cosa —ladró Louisa—. No quiero verte ni oír hablar de ti durante bastante tiempo. Para que lo sepas, eso me alteraría. Quizá dentro de un año a partir de hoy. —Rio alegremente—. Sí, dentro de un año. Ven a ver entonces cómo crece tu jardín, querida Joe.