1

Joe había vuelto a Liverpool hacía una semana, estaba viviendo en casa de los Kavanagh y no tenía ni idea de qué hacer con su vida. Sentía como si su cuerpo se hubiera atascado, como las cañerías en invierno. No podía leer, no podía ver la televisión y la conversación era imposible. Lily había ido a verla, así como Daisy y Marigold. Las oía hablar, pero no entendía el significado de sus palabras.

Lamentaba su decisión impulsiva de haber roto su chequera, pues no tenía dinero. Cuando llamó al banco de Londres para pedir otra, la cuenta conjunta había sido cerrada. Aunque Jack era la última persona con la que quería hablar, llamó a Bingham Mews y sintió una contradictoria decepción cuando no hubo respuesta. Llamó varias veces más y finalmente respondió Elsie Forrester.

—Jack se ha ido, querida. —La voz de Elsie estaba ronca por la tristeza—. Firmó el contrato definitivo el otro día. Estoy dándole un último repaso al lugar. Los nuevos dueños vendrán mañana.

¡Se había ido! Le dio un vuelco el corazón, y supo que había cometido un terrible error.

—¿Dejó alguna dirección?

—No, querida. No sabía dónde iba a vivir. Dijo que podía no ser Nueva York. Habló de California.

—Ya veo. Bueno, gracias, Elsie. —Colgó antes de que Elsie pudiera preguntarle qué tal estaba, cómo se sentía, cómo se las arreglaba.

Todo el mundo pensaba que se las estaba arreglando extraordinariamente bien.

—Vaya, yo estaría deshecha —había dicho Lily. O algo así. Solo una pequeña parte del cerebro de Joe funcionaba, la que se ocupaba de que se vistiera, se lavara, fuera de una habitación a otra, y ahora, el dinero.

Era irónico, porque la semana anterior, disponía de cientos de libras y ahora solo le quedaban unas pocas. Casi estaba agradecida por tener algo importante en lo que concentrarse. Significaba que tendría que encontrar un trabajo y mantenerse, que era lo que siempre había pretendido, recordó.

—¿Estás segura de que no es demasiado pronto, cariño? —dijo cauta la señora Kavanagh cuando Joe sacó el tema del trabajo.

—Siempre será demasiado pronto, pero tengo que ocupar la mente.

La mujer mayor pareció dudosa.

—No te estás permitiendo a ti misma pasar un duelo como es debido, Joe. No te he oído llorar ni una vez. Tienes que dejarte ir, sacarlo todo. Cuando hayas hecho eso, descubrirás que el tiempo lo curará todo.

—No me atrevo a dejarme ir —dijo Joe con sencillez—. Me volvería loca si lo hiciera. Trato de hacer como que no ocurrió. No que Laura esté muerta, sino que nunca existió, que nunca la tuve, que nunca conocí a Jack. Me parece el modo más fácil.

—Eso no va a funcionar, cariño. Tienes que hacer duelo en algún momento.

—Hasta ahora ha funcionado.

Encontró trabajo con relativa facilidad, en una empresa de construcción, Spencer & Sons, que estaba en Toxteth, no muy lejos de Huskisson Street donde vivía con su madre. Querían a alguien enseguida.

—Mi señora suele ocuparse de los papeles.

Sid Spencer la había entrevistado en la oficina, un cobertizo de madera en la esquina del patio donde se guardaban los materiales de construcción. Tenía cincuenta y tantos años y un rostro fuerte, amable, curtido, y un gran bigote gris. A ella le gustó inmediatamente.

—Pero ahora mis tres chicos están conmigo y cada vez hay más trabajo. Chrissie se hace un lío. Solo sabe mecanografiar con dos dedos y tengo los libros hechos un desastre. No sé lo que se ha pagado y lo que no, ni siquiera si se ha mandado una factura, para empezar. —Señaló el escritorio, lleno de papeles hasta arriba—. No se ha archivado nada desde hace meses.

—Yo se lo ordenaré todo. —Ella agradeció algo en lo que pudiera concentrar su atención. La máquina de escribir era una Remington, relativamente moderna, y había una estufa de dos resistencias y un hervidor eléctrico. El cobertizo era cálido y confortable, y podía hacerse té cuando quisiera. Era mucho mejor que una oficina alfombrada, un jefe entrometido soplándole en el cogote y otras mujeres que quisieran charlar.

Sid tosió, incómodo.

—No esperaba que alguien tan fino como usted viniera a por el trabajo, guapa. Parece usted la secretaria de un millonario. Me temo que el lavabo está fuera. Solo hay uno y está en un estado desastroso. Mandaré a uno de los chicos a limpiarlo y pondré un cerrojo por dentro.

—Solo quiero un trabajo, cualquier trabajo —dijo Joe en voz baja—. Y la paga es buena. —Probablemente parecía demasiado bien vestida con el único abrigo que había traído consigo, beis con cuello de piel, que había comprado en King’s Road, y botas de ante marrón. El bolso valía más de lo que iba a cobrar en una semana.

—Bueno, si le aparece algo en una oficina agradable y bien amueblada, entenderé que se vaya, guapa.

—No me iré.

Puso toda su mente y toda su energía en el nuevo trabajo; hizo nuevos archivos, uno para cada uno de los trabajos que estaban en curso; mecanografió encargos, albaranes, facturas, cartas de vez en cuando, y se ocupó de las llamadas de los clientes que sobre todo querían saber por qué no había aparecido nadie tal como habían prometido para instalar un nuevo cuarto de baño o colocar un nuevo suelo, o cuándo demonios iban a acabar la obra empezada hacía semanas, y que no había habido señales de un maldito obrero desde hacía días.

Repasando los papeles, tratando de unir albaranes a facturas y pagos recibidos, Joe descubrió que a Sid le debían más de quinientas libras.

—Y ha pagado usted dos veces al proveedor esos paneles de contrachapado que pidió el pasado noviembre.

Sid estaba encantado.

—Eso es suficiente como para pagarle el sueldo de un año. Vale usted su peso en oro, Joe, guapa. —La miró con respeto. Joe a veces se sentía como la jefa, no como la empleada. Sus tres hijos de pelo rizado, Colin, Terry y Little Sid, la llamaban «señorita».

Chrissie Spencer fue a inspeccionar a aquella secretaria modelo que había contratado su marido. Fue durante la segunda semana de trabajo de Joe, justo antes de la hora de la comida. Era una mujer glamurosa con pelo rubio teñido y rostro agradable que llevaba un abrigo de castor sobre un elegante traje de tweed.

—Me he puesto mis mejores ropas para no ser menos —sonrió—. Sid dice que aparece usted con aspecto de modelo todos los días. No hace más que hablar de usted. Cada vez que dice «Joe», yo quiero gritar. ¿Le apetece una taza de té, querida? Fuera hace frío.

—Ya me he tomado cinco esta mañana, pero no me importaría tomar otra.

—¿Y dónde está el señor Coltrane? —preguntó Chrissie.

—En América. Estamos separados.

—¡De verdad! —Miró por encima de su hombro, con las cejas alzadas—. ¿Estaba casada con un yanqui?

Joe asintió, temiendo que la siguiente pregunta fuera sobre los hijos, porque no habría sabido qué responder. En lugar de ello, Chrissie dijo:

—¿Toma azúcar, querida?

—No, gracias.

Chrissie trajo el té.

—Aquí tiene, querida, una buena taza calentita. ¿Dónde vive? Sid dice que está en casa de unos amigos.

—En Childwall, pero estoy buscando un piso propio. —Se moría por vivir sola. Los Kavanagh no podían ser más amables y comprensivos, pero ella sentía que estorbaba. Quitaban la televisión si ponían algo gracioso, y Marigold no había llevado a sus hijos desde que ella había llegado. El embarazo de Lily no se mencionaba. Todo el mundo andaba como pisando huevos, todo por su culpa. Joe se sentía como si hubiera echado una maldición sobre su vida normalmente tan tranquila y feliz.

Y quería estar sola para no tener que fingir. Podría parecer tan desgraciada como se sentía, levantarse a mitad de la noche, hacer cosas, hacerse un té cuando no podía dormir, cosa que sucedía casi todas las noches, en lugar de andar de puntillas por miedo a despertar a alguien.

—Deberías preguntar a Sid, querida —dijo Chrissie para ayudarla—. Acaba de terminar esa gran casa en Princes Avenue para una empresa inmobiliaria y la ha convertido en pisos. Nunca se sabe, a lo mejor te vale alguno.

—Le preguntaré a Sid la próxima vez que lo vea.

Sid tenía llave de la casa de Princes Avenue.

—Eche un vistazo, que no está a más de cinco minutos andando. Está vacío. Aún quedan por terminar algunos remates. La llevaría yo mismo, pero si no me pongo con la cocina de la señora Ancram, se va a poner hecha un demonio.

Joe fue a la hora de comer. Princes Avenue era ancha y señorial, con una fila de árboles que recorría su centro. Como en Huskisson Street, las casas habían sido propiedad de los ricos de Liverpool, importadores y exportadores, dueños de compañías navieras y fábricas. Joe se dio cuenta por las diferentes cortinas que había en cada piso que la mayoría estaban convertidas en apartamentos.

La casa que buscaba era de ladrillo rojo oscuro, semiadosada, enorme, con un jardín salvaje y descuidado que mostraba signos de haber sido cuidadosamente cultivado en otros tiempos. La enorme puerta principal estaba recién pintada de negro, con tres paneles de cristal emplomado en la parte superior. Había una fila de timbres, siete en total, contó, con un espacio en blanco al lado de cada uno para los nombres. Encontró la cerradura dura y difícil de abrir cuando intentó girar la llave. Una vez dentro, deslizó el cerrojo por si no podía salir. Aunque el día de febrero era oscuro, el vestíbulo y la amplia escalera elegante estaban moteados de vívidos puntos de color procedentes de los cristales emplomados. La carpintería era color crema y las paredes de un café claro. Sid había dicho que los dueños pretendían enmoquetar las zonas comunes.

—No quieren que vaya cualquiera —dijo—. Es usted el tipo de persona que quieren. Hablaré con ellos si está interesada.

Había puertas a derecha e izquierda. Joe abrió una de la derecha. El piso consistía en dos inmensas habitaciones, una pequeña cocina y un baño. El de enfrente era idéntico. Sid había dejado las chimeneas originales y había pintado de blanco las elaboradas molduras de los techos. En el primer y el segundo piso las habitaciones eran igual de grandes y las chimeneas y las ventanas más pequeñas. Las paredes eran del mismo color café pálido que el vestíbulo y la carpintería color crema.

Sus pasos resonaban de manera extraña en las habitaciones vacías sin amueblar, y cuanto más subía, más estrechas se volvían las escaleras. Escalones empinados, no más anchos que los de una escalera de mano, conducían al tercer piso y a una puerta de casa de muñecas por la que tuvo que inclinarse para pasar y descubrir una buhardilla en la que habían puesto un suelo completamente nuevo y una ventana de techo en el fondo.

—Esto es para mí. —Joe revisó la larga habitación que corría a lo largo de la casa. El techo en pendiente bajaba hasta unas paredes que no tenían más de un metro de alto—. Apuesto a que este es el más barato —dijo en voz alta. Había muebles de cocina, fogones y un fregadero en el extremo delantero, y se había cerrado una pequeña parte cuadrada en la parte trasera. Abrió la puerta y vio un baño con ducha, retrete y un pequeño lavabo.

—No necesitaré moqueta, solo unas cuantas alfombras baratas. Puedo conseguir una cama y un sofá de alquiler. —Cerró los ojos y trató de imaginarse la habitación amueblada, pero sintió que se mareaba. Quizá fuera la casa vacía, el silencio, los ecos, o que estaba sola, completamente sola, por primera vez desde que había vuelto a Liverpool, pero su cerebro se precipitó de pronto en caída libre, como si estuviera en un rascacielos de Nueva York y el mecanismo ya no funcionara. Bajó más y más hasta que ya no pudo soportarlo. Cayó a cuatro patas. Hubo una explosión en su cerebro y Joe se puso como loca.

¡Laura estaba muerta y Jack se había ido!

Joe gritó. ¿Qué más le daba dónde vivir si por delante solo tenía una muerte en vida porque había perdido a su marido y a su hija? Gritó y golpeó el suelo con los puños.

—¡Laura, vuelve! —gimió, y alzó los brazos hacia el cielo, como si Dios tuviera el poder de devolverle a su hija en ellos. Volvió a golpear el suelo cuando Laura no llegó, porque estaba muerta, y Joe había estado en el funeral y había visto con sus propios ojos el diminuto ataúd que bajaban a la tierra, dejándola sin razón alguna por la que vivir. Maldijo a Dios usando palabras horribles que nunca habían cruzado antes sus labios, por haber sido tan cruel y haberse llevado primero a mamá y luego a Laura.

De pronto la rodearon unos brazos y una voz vagamente familiar le murmuraba:

—Suéltalo todo, cariño. Está bien, suéltalo. Llora todo lo que quieras. Estoy aquí. —Joe se apretó contra el pecho desconocido y sollozó hasta sentir que se le iba a romper el corazón, y la voz siguió murmurando—: Vamos, vamos, cariño. Llora todo el día si quieres. Te hará bien. Vamos, vamos.

Le dolía el pecho y las costillas, y Joe seguía llorando cuando la suave voz empezó a hacer ruiditos tranquilizadores. Una mano le acarició dulcemente el pelo. Finalmente, cuando no pudo llorar más porque se sentía completamente seca y vacía, Joe se detuvo. Estaba agotada y, por primera vez en semanas, deseaba dormir. Si hubiera habido allí una cama, estaba segura de haber podido dormir pacíficamente durante horas.

—¿Mejor ahora? —preguntó la voz.

Joe se dio cuenta de que aún estaba agarrada a la dueña de la voz, y de que no tenía ni idea de quién era. Se apartó de los brazos extraños y se quedó mirando los dulces ojos y el rostro sereno de Daisy Kavanagh, que parecía una tarjeta de Navidad vestida con orejeras blancas y un esponjoso abrigo rojo. Acarició la cara hinchada y manchada de lágrimas de Joe.

—¿Mejor ahora, Joe, cariño?

—No sé —dijo Joe con voz quebrada—. ¿Cómo entraste?

—Dejaste la puerta abierta. Fui al almacén para invitarte a comer, porque hoy tengo medio día libre. Un joven muy agradable me dijo dónde estarías, así que decidí hacerte compañía. —Sonrió dulcemente—. Oye, pensé que te estaban matando cuando entré.

—Siento haberte asustado. —Estaba avergonzada de que alguien hubiera sido testigo de su estallido, aunque fuera Daisy Kavanagh, tan buena y comprensiva—. Siempre pareces estar cerca cuando estoy fatal.

—Solo han sido dos veces, cariño. —Estaban sentadas en el suelo con las piernas cruzadas, una enfrente de la otra en la gran habitación. Daisy tomó las manos de Joe entre las suyas—. Te habrá hecho bien desahogarte, bueno, aunque sea un poco. No dudo que volverás a llorar. —Echó un vistazo a su alrededor—. Es bonito este sitio. ¿Vas a quedártelo?

Con un esfuerzo, Joe apartó su mente de la tragedia del pasado y volvió a lo práctico del presente, lo que quizá había sido la intención de Daisy. Suspiró.

—Si puedo permitirme el alquiler. Necesitaré muchos muebles.

—Tenemos algunas cosas en Machin Street que te puedes quedar. Eunice siempre dice que la casa está atestada.

—Gracias.

Daisy le soltó las manos y se puso de pie.

—Lo de la comida sigue en pie, Joe. Te invito. Iremos a algún sitio donde sirvan alcohol para que puedas tomarte una copa. Apuesto a que un whisky doble te vendrá de maravilla.

Sid Spencer se puso en contacto con la empresa dueña de la casa en Princes Avenue para preguntarles por cuánto alquilaban el piso de arriba. Estaba dentro de las posibilidades de Joe.

—Son muy legales. Puede trasladarse el uno de marzo, pero tiene que firmar un contrato de un año.

—Está bien —dijo enseguida Joe.

—Eso significa que puede irse a comer a casa. —La miró con ojos paternales—. No me gusta la idea de que esté todo el día aquí sin un descanso.

—Hace demasiado frío para ir a dar un paseo y Childwall está demasiado lejos.

—Lo sé. Princes Avenue le viene muy bien.

La señora Kavanagh entendió perfectamente que Joe quisiera estar sola. Fue con Lily a ver el piso el día que estaban poniendo la moqueta en la escalera. Joe había firmado el contrato el día antes.

Lily estaba embarazada de cinco meses y empezaba a verse mucho. Llevaba un voluminoso vestido premamá, como si quisiera que todo el mundo se enterara de que estaba en estado.

—Es muy agradable —admitió, caminando a lo largo de la habitación, sacando toda la tripa que podía—, pero no puedes compararlo con una casa. No hay privacidad.

—¡Francamente, Lily! —Su madre puso los ojos en blanco, impaciente—. A veces me pregunto si tienes la cabeza en tu sitio.

—No necesito privacidad, ¿no? —dijo Joe con una sonrisa torcida—. Viviré sola.

—Va a ser todo un trabajo subir a un bebé por esas escaleras tan estrechas.

—¡Lily! —gritó la señora Kavanagh.

—Me refiero a cuando traiga a Troy a ver a Joe, eso es todo. —Lily se palmeó la barriga y puso cara de ofendida—. ¿Puedo bautizar el retrete, Joe? Me muero por ir.

—Claro.

La puerta del retrete se cerró. Joe miró por la pequeña ventana del frente. Era curioso, pero el otro lado de Princes Avenue se llamaba Princes Road. Se preguntó si el cartero se confundiría alguna vez.

—Lily no lo hace con mala intención, cariño, pero estaba la última de la cola cuando Dios repartió tacto.

—Ni me he fijado. —Joe tenía de punta los pelos de la nuca. Por la mención de subir a un bebé por las escaleras algo hizo clic en su cansado cerebro. Había estado demasiado obsesionada con su propia miseria para darse cuenta de que no tenía el período desde diciembre y sabía, con absoluta seguridad, que estaba embarazada. Había ocurrido la última noche con Jack, igual que Laura había sido concebida la primera. Su cuerpo se estremeció, revuelto. No quería aquel hijo.