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—Hola, Pétalo. Ya estoy en casa.

—¡Mamá! —Joe alzó los brazos. La sacó de la cama y la abrazó con tanta fuerza que apenas podía respirar.

—He visto que te has bebido la leche y comido las galletas como una niña buena.

—Sí, mamá. —Apoyó la cabeza contra su cuello, en el espacio curvo que parecía hecho especialmente para ella. —Te he echado de menos, Pétalo. Ahora tengo una visita, así que quédate sentada un ratito en las escaleras. Llévate la chaqueta de mamá y no te olvides del osito. Saldré a recogerte en un abrir y cerrar de ojos. Luego, prepararé una taza de cacao para las dos y tostadas con mantequilla y mermelada, como siempre.

—Vale, mamá. —Joe se deslizó obediente al suelo y su madre le colocó suavemente la chaqueta azul marino sobre los hombros.

—¿Cuántos años tiene?

La voz ronca procedía de un rincón oscuro junto a la puerta de la habitación, iluminada por las velas. Un hombre muy alto, de nariz torcida y cabello negro rizado, avanzó un paso. Tenía el rostro duro, pero sus ojos reflejaban melancolía.

—Tres.

—Más bien pequeña para que la dejes sola tanto tiempo, ¿no? No es seguro.

—¿Cómo que no es seguro? —replicó la madre, coqueta. Se quitó el largo alfiler de perla del sombrero de fieltro marrón—. Hay un guardafuego, y le dejo algo para comer. Sabe que siempre vuelvo. En cualquier caso, no es asunto tuyo.

—No, no lo es. Bueno, déjala fuera para que yo pueda tener lo que he venido a buscar. Estás algo piripi y llevo esperando esto toda la noche.

—Es lo que iba a hacer justo cuando metiste las narices. —El tono de voz cambió cuando se volvió hacia la niña—. Vamos, nena —le dijo con cariño, empujándola por la puerta hacia el descansillo.

Joe se sentó en lo alto de las escaleras y sostuvo al osito Teddy en alto para que pudiera ver las estrellas que los contemplaban a través de la claraboya y de las telarañas, unas telarañas que flotaban fantasmales a la luz de la luna. Luego se envolvió el cuello con las mangas de la chaqueta y trató de meter los pies descalzos en el dobladillo ribeteado. Tenía frío allí en la escalera, sin más ropa que el camisón. Su buhardilla era el lugar más cálido del edificio según mamá, porque el calor subía, y ellas se aprovechaban del fuego de los demás, amén del suyo. La buhardilla era el lugar donde solían vivir las criadas antiguamente. Tenía una pequeña chimenea de hierro y un fregadero triangular en una esquina. Una ventana diminuta se abría justo debajo del pico del tejado.

Las escaleras de la alta casa de Huskisson Street, a tiro de piedra de la catedral protestante, emanaban su propio olor característico, una mezcla de toda clase de cosas interesantes: comida —sobre todo repollo hervido o cebolla frita—, perfume, humo, polvo y un olor peculiar, que mamá decía que era de moho seco. La casa había sido en otro tiempo una mansión, cuando era propiedad de alguien que importaba especias raras de Oriente. Las habitaciones estuvieron repletas de hermosos muebles; alfombras y moquetas exquisitas cubrían los suelos. Por todas partes, excepto en la buhardilla, había cableado eléctrico, algo muy avanzado pues no todo el mundo podía encender la luz sin más que pulsar un interruptor. La mayoría de la gente aún empleaba gas.

La madre de Joe se pasaba horas describiendo el aspecto que había tenido el lugar. «Pero ahora está hecho una ruina», suspiraba. Lo único que quedaba era el elegante papel de pared de las habitaciones del piso inferior. Hasta el cuarto de baño había perdido su grandeza: de las paredes se cayeron los azulejos y de los grifos fluía un hilillo de agua. La cadena de la cisterna era ahora una cuerda y nadie recordaba que hubiera tenido nunca tapa.

Abajo se celebraba una fiesta; se oían muchas voces, música; alguien tocaba una armónica. A Joe le parecía que nunca se encontraba despierta cuando la casa estaba en silencio. Quizá nunca lo estuviera. Quizá siempre había gente que daba fiestas, gritaba y chillaba, se peleaba o reía, lloraba o cantaba. A veces venían los guardias, que caminaban con ruido de botazas por la casa como si fuese suya, subían y bajaban las escaleras, aporreaban las puertas, y se colaban en las estancias sin esperar a que les permitieran entrar. Cuando esto ocurría, su madre la sentaba sobre sus rodillas, y fingía que le leía un cuento cuando un guardia entraba y le decía que lo acompañara a comisaría.

—¡Cómo se atreve! —respondía con la entonación fría y digna que reservaba para semejantes ocasiones—. Estoy aquí tranquilamente sentada, leyéndole un cuento a mi hija. ¿Desde cuándo es un delito leer?

—Lo siento, señora —se excusaba entonces el guardia llevándose la mano al grotesco casco en forma de huevo, y luego agregaba algo así como—: No estaba enterado de que aquí viven damas respetables.

En ese momento, ella se echaba hacia atrás su frondosa melena oscura y remataba:

—Pues sí, ya lo ve.

Los domingos, después de que su madre, ella y algunas de las chicas volvieran de misa, todas estaban de muy buen humor y se reunían en una de las habitaciones de abajo para tomar una taza de té y charlar. Había otras seis chicas aparte de mamá: la gorda Liz; Kate la alta; Gladys la dentona; Rita la negra; Rose la irlandesa y Maude la maloliente. Esta última era mucho mayor que las demás y se estaba quedando calva, pero la seguían llamando chica. Fumaba mucho, y tenía los dedos de la mano derecha de un curioso color amarillento. De todas ellas, era la que mejor le caía a su madre. Joe, con su mejor vestido, estaba en su elemento cuando le decían palabras cariñosas, la pasaban de unas rodillas a otras y la acariciaban casi hasta asfixiarla. Las chicas solían comprarle regalos: una chocolatina, un pasador para el cabello o un juguetito. Fue Maude quien le regaló a Teddy por su primer cumpleaños.

—Están muertas de envidia porque te tengo —le susurraba—. A todas les encantaría tener una niñita como mi Pétalo, aunque nunca lo admitirán.

Tenía diecinueve años, era casi la más joven, pero la única del grupo que era madre. Esto la hacía sentirse muy orgullosa, como si con ello superase a las demás.

Joe no era en modo alguno una carga ni una cruz, como sugerían algunas de las chicas. Sí, su madre podía haber ganado el doble o el triple de dinero si hubiera estado sola, pero conseguía lo suficiente para vivir, y con eso le bastaba. El domingo anterior, cuando se volvió a sacar el tema, se enfadó con Kate al decirle esta:

—Reconócelo, Mabel, las que trabajamos en lo nuestro nos arreglamos mucho mejor sin críos.

—¡Tonterías! —soltó su madre enojada—. Lo dices solo porque estás celosa. Nuestra Joe es para mí más importante que nada en el mundo.

—¿Por qué iba a estar celosa si ya me he deshecho de dos? — replicó Kate—. Si de verdad te preocuparas tanto por Joe, no estarías aquí. Este no es lugar para criar a un niño. Tienes educación, no como la mayoría de nosotras. Siempre estás hablando de aquella farmacia donde trabajabas. Si te lo propusieras, conseguirías un trabajo decente en un pispás.

Como sucedía con la mayor parte de las conversaciones de mayores que oía, Joe no entendió nada de lo que decían, pero se dio cuenta de que las mejillas sonrosadas de su madre palidecían.

—No, no podría —susurró—. Mientras la bebida me tenga atrapada...

La puerta de la buhardilla se abrió y salió el hombre de la nariz torcida.

—Vamos, nena, te llevaré dentro —le dijo amablemente.

Recogió a Joe, la acompañó a la habitación y la sentó sobre la cama. Mamá llevaba puesto el camisón rosado y se había hecho una trenza, lo que la hacía parecer una hermosa santa. Tropezó y casi se cae.

—Estás muy buena —masculló el hombre—, pero como madre eres penosa. Si no andas con cuidado, un día de estos te van a quitar a la niña.

—Lárgate, imbécil —replicó ella con voz bronca y temblorosa—. Tendrías que buscar mucho para encontrar una niña más bonita que Joe. Además, cumplirá cuatro años en mayo. —Se sentó en la cama y rodeó los hombros de su hija con el brazo. Eres feliz, ¿verdad, cariño?

La pequeña, que estaba arropando a Teddy, de modo que solo le sobresalían la cabeza y los brazos, alzó la mirada y dijo:

—Oh, sí, mamá.

—¿Lo ves? —dijo su madre, desafiante.

—Parece estar bien, sí —admitió el otro a regañadientes—. En cuanto a lo de ser feliz, bueno, no conoce otra cosa, ¿no? Probablemente ni siquiera sepa lo que significa ser feliz.

Una vez que se fue, su madre llenó el cazo en el fregadero del rincón y lo puso al fuego, mientras hablaba consigo misma.

—Me pregunto si deberíamos irnos, encontrar otro sitio —murmuraba—. Aunque me gusta esta casa, las chicas son estupendas (bueno, la mayoría) y el casero es más o menos majo. Pero tengo que pensar en cambiar e ir a otro pub. No quiero cruzarme otra vez esta noche con ese idiota; menudo metomentodo... Hablaré con Maude para ver qué opina. —De pronto atravesó el cuarto a toda prisa y agarró a Joe con sus delgados brazos—. No podría vivir sin ti, Pétalo. Me mataría y te mataría antes de permitir que se te llevaran.

—Sí, mamá —contestó la niña.

No tenía la menor idea de qué estaba diciendo su madre, aunque sabía lo que significaba ser feliz. Se quedó sentada en la amplia cama, viendo cómo la vela proyectaba sombras temblorosas hacia las oblicuas vigas de madera y las paredes de ladrillo visto. Su madre descolgó unas prendas de la cuerda colgada entre dos vigas y las colocó sobre el guardafuego. De las prendas empezó a brotar vapor y un olor cálido y familiar. Luego, su madre removió el cacao, cortó unas rebanadas de pan, las puso en la tostadora, las untó primero de margarina y extendió luego la mermelada. Joe se dijo que sería imposible ser más feliz de lo que lo era en aquel momento. Al cabo de un minuto, mamá se traería con ella las tostadas a la cama, dejaría el cacao en el suelo de momento, y luego se las comerían sentadas, apoyadas la una en la otra.

—¿Qué necesitamos, Pétalo? —preguntó su madre mientras se acercaba con las tostadas dispuestas en un plato agrietado.

—Una bandeja —respondió Joe al momento. Cada noche, indefectiblemente, la madre sacaba a colación la necesidad urgente que tenían de una bandeja.

—Eso es. Podríamos apoyárnosla en las rodillas, como si fuera una mesita. Te diré una cosa: mañana iremos al centro a ver si hay bandejas baratas en las ofertas de Blacker. Nos pondremos nuestra mejor ropa y pasaremos el día allí. Para acabar, nos tomaremos una taza de té en Lyon’s.

—Sí, mamá —asintió Joe encantada.

Su madre convertía cada día en una aventura. Según el tiempo que hiciera, iban a los columpios de Princes Park, o subían al ferry hasta Birkenhead o Seacome; a veces llegaban incluso a New Brighton y si mamá tenía dinero, iban al tiovivo y a los caballitos. Si llovía, daban una vuelta por John’s Market o por las tiendas elegantes como George Henry Lee y Bon Marché.

Al meterse en la cama junto a ella, su madre dijo:

—En casa teníamos una bandeja preciosa, de laca negra. Deberías haberla visto, Pétalo.

—Háblame de tu casa —murmuró la niña.

—¿Otra vez? A ver si crees que vivía en Buckingham Palace... y no en una casa corriente de Penny Lane.

—Es interesante.

Su madre rio.

—¡Interesante! ¡Vaya palabra más pomposa para una niña que aún no tiene cuatro años!

—¿Pomposa? Bueno... ¿Cómo era la bandeja? —Joe alcanzó una tostada y se refugió en el hueco del brazo de su madre, cuidando de no molestar a Teddy, que se había dormido profundamente.

—Ya te lo he dicho, de laca negra. Brillaba y tenía pintadas unas flores, como orquídeas. Eran naranja y rosa, con largas hojas verdes. Mi padre la trajo de Japón, creo. Nuestra casa de Machin Street estaba llena de cosas preciosas que mi padre había traído de todo el mundo. La mejor bandeja solo se sacaba los domingos. Los demás días usábamos una horrible, de madera. Bueno, no creas que me voy a poner muy exquisita si resulta que mañana en la planta baja de Blacker solo encontramos una bandeja de madera.

—¿Qué aspecto tenía tu padre, mamá?

—Sabes tanto de él como yo misma, y lo que es más, tú sabes que lo sabes. —Le hizo cosquillas en la barriga y Joe cayó hacia atrás entre risas—. Era un irlandés del condado de Kildare, capitán de la marina mercante, y murió el último año de la Primera Guerra Mundial, aunque fue el mal tiempo, una tormenta espantosa, lo que lo mató, no la guerra. Yo no tenía más que un mes, así que nunca llegué a verlo, y él tampoco me vio a mí. No nos conocimos, como suele decirse.

—Pero viste su foto... —apuntó Joe.

—Así fue, Pétalo. —Su madre sonrió—. Lo recuerdas todo palabra por palabra, ¿verdad? Sí, su foto estaba sobre la repisa de la chimenea en Machin Street.

—¿Y era muy guapo?

—Sin duda que lo era, querida Pétalo. Alto, con buena planta, pelo castaño como el tuyo y el mío, y los mismos ojos azul oscuro. No es que se distinguieran los colores en la foto, pero eso fue lo que me dijo la pobre mamá.

—La pobre mamá que murió con el corazón roto —murmuró Joe con tristeza.

—Más o menos. —Su madre se encogió de hombros—. Ella también era irlandesa, del mismo pueblo, y lo conocía desde siempre. Seis años después, fue a reunirse con el Creador. Mi hermana Ivy tenía dieciocho años por entonces y ella fue quien me crio. Fue más una madre para mí que mi verdadera madre. Hasta que se casó con Vincent Adams, claro. Yo tenía doce años entonces. Tómate el cacao, cariño. Ten cuidado, no vayas a tirarlo. — Los ojos azules de su madre brillaron con enojo—. Tres años más tarde, me echó, aunque no tenía ningún derecho a hacerlo. Era una casa en propiedad, y tan mía como suya. Se trataba de la única casa en propiedad en Machin Street, y la primera que tuvo electricidad —siguió diciendo con orgullo—. Todas las demás eran alquiladas.

—¿Por qué te echó, mamá? —preguntó Joe con curiosidad. La historia siempre se volvía más bien vaga al llegar a ese punto.

—Creyó que había hecho algo malo, pero no era verdad. Lo malo lo había hecho otra persona, pero me echaron las culpas a mí. Yo fui la que vagó por las calles buscando un lugar donde vivir, expulsada de todas partes cuando se daban cuenta de mi estado.

—Fue cuando encontraste a Maude, la de abajo.

—No, cariño, fue Maude la de abajo la que me encontró a mí. Yo me dejé caer en un callejón no muy lejos de aquí, y esperé que ocurriera un milagro. Fue ella quien me trajo a su habitación en el piso de abajo, para que el milagro se produjese en un lugar agradable y cálido.

- Mí era el milagro —dijo Joe encantada.

—El milagro de los milagros, esa es mi Pétalo. Y se dice «yo», no «mí». Ahora, si te has terminado el cacao, es hora de acostarnos y dormir. Parece que esa fiesta de abajo va a durar toda la noche. ¿Quieres usar el orinal?

—No, mamá. Lo he usado justo antes de que entraras.

—Bueno, yo sí lo haré. —Su madre bajó de la cama y sacó el orinal de debajo—. Espero que Teddy tenga los ojos cerrados. No es apropiado que un caballero vea a una dama mientras utiliza el orinal.

—Está muy dormido, pero le taparé los ojos para asegurarnos.

—Bien, Pétalo, pero ten cuidado, no vayas a ahogarlo.

Su madre sopló para apagar la vela y se metió en la cama.

—Date la vuelta, cariño. Apóyate sobre mi rodilla. Es la postura más cómoda.

Se quedaron así tumbadas un rato, y Joe tuvo la sensación de que se habían convertido en una sola persona mientras el corazón de su madre latía junto al suyo, y podía sentir su aliento cálido contra el cuello. Notaba que aún estaba despierta.

—¿Mamá? —susurró.

—¿Sí, cariño?

—Ocurrirá otro milagro un día, ¿verdad?

—Así es —murmuró la madre con voz ronca—. Como te dije, cuando estés preparada para ir al colegio, mamá dejará la bebida. Lo juro. Buscaré un trabajo como es debido, y nos conseguiremos una casita para las dos. Tú y yo estaremos juntas por la noche, no como ahora. Me alegro de que fuera Maude la que me encontró en aquel callejón, no una esnob santurrona como mi hermana Ivy, que habría hecho que te apartaran de mí. Pero Maude no era precisamente una buena influencia para una chica de quince años. Me trajo a esta habitación y me hizo seguir un camino que no habría seguido nunca de haber sido las cosas de otra manera; el único camino que conocía, por otra parte... Aun así, no me arrepiento del giro que tomaron las cosas. —Su voz se hizo más ronca y al fin se convirtió en un sollozo. Joe sintió cómo el brazo de su madre se tensaba alrededor de su cintura. Bueno, digamos que no me arrepiento mucho.

El sótano de Blacker era una cueva de Aladino con sorprendentes y tentadoras gangas. Mamá se quedó prendada de una tetera de porcelana de flores con la tapa ligeramente deformada y de un mantel de lino de Irlanda bordado a mano sin ningún defecto aparente. La bandeja más barata que encontraron era de baquelita marrón y bastante fea, pero solo costaba once peniques y medio. Mamá dijo que recortaría una rosa de su libro de flores y la pegaría en el centro.

—Entonces quedará preciosa —comentó.

Le encantaba decorar cosas con flores de su libro.

—¿Sabes, Pétalo? —reflexionó pensativa mientras se detenía delante de las cuberterías—, no nos vendría mal un cuchillo nuevo para el pan. El nuestro está tan poco afilado que convierte el pan en migas. Solo vale seis peniques porque la madera del mango está un poco astillada. —Tomó del montón varios cuchillos hasta que encontró el que tenía el mango menos astillado. No se puede decir que comprarlo sea ninguna extravagancia.

La dependienta metió los objetos en una bolsa de papel, y ambas se encaminaban a toda prisa a la puerta, porque a su madre le preocupaba gastarse un dinero del que tan escasa andaba, cuando una voz dijo:

—Vaya, si es Mabel Flynn...

Su madre se puso muy colorada y casi deja caer al suelo la bandeja.

—Señora Kavanagh... Hola —saludó con torpeza.

—Tienes buen aspecto, cariño.

—Gracias —balbuceó la madre.

La señora Kavanagh parecía sumamente amable, y Joe no podía entender por qué su madre parecía estar tan violenta. Era bajita y regordeta, de rostro redondo y amable, rosado, mejillas carnosas y ojos castaños que brillaban con buen humor. Su abrigo azul era de lo más elegante, con el cuello y los botones de piel. Llevaba un sombrerito azul con velo, hecho del mismo tejido que el abrigo, y lo lucía graciosamente inclinado sobre el ojo derecho. Tenía el pelo castaño y muy ondulado. Joe esperó a ser presentada. Era lo primero que hacía su madre cuando se encontraban a alguien nuevo. «Es Joe, mi hija», decía muy orgullosa. Pero aquel día su madre no actuó como de costumbre.

—¿Cómo va el trabajo, niña? —preguntó amablemente la señora Kavanagh.

—¿El..., el trabajo? —farfulló ella. Sujetaba a Joe de la mano y apretaba con tal fuerza que le hacía daño—. Bien, supongo que bien...

—Me sorprendió oír que habías dejado la farmacia Bailey para convertirte en niñera interna. ¿No estaba la señora Bailey enseñándote a despachar las recetas? Y me sorprendió porque, según Ivy, estabas muy a gusto en ese trabajo. ¿Dónde está la casa, cariño? Lo he olvidado.

—Esto..., en Greasby.

—Y supongo que esta será una de tus pequeñas pupilas, ¿no? —La mujer dirigió una sonrisa luminosa a Joe.

—¿Esta...? Ah, sí, sí, es Joe.

—Eres muy guapa, Joe. —Se inclinó y tomó la mano de la pequeña—. ¿Cuántos años tienes?

—Cumpliré cuatro en mayo.

—Yo tengo una niña que también cumplirá cuatro la semana que viene. Se llama Lily y debería estar aquí, a mi lado, pero se ha escapado, como siempre. ¡Lily! —gritó— ¡Lily! ¿Dónde estás?

Su madre recuperó la voz finalmente.

—No sabía que hubiese tenido otra hija, señora Kavanagh.

—Bueno, cinco es un número muy desigual, Joe, cariño. Eddie y yo decidimos que fueran seis, pero hasta aquí hemos llegado. Pensé que te lo habría comentado Ivy en una de sus visitas. Oh, aquí está nuestra Lily. Ven, cariño, saluda a Joe.

Una niña un poco más bajita que Joe se acercó dando saltitos. Se parecía mucho a su madre, con brillantes mejillas rosadas y ojos resplandecientes. Su cabello, algo más oscuro, le caía hasta la cintura en una masa de minúsculas ondas. Para sorpresa de Joe, su abrigo era idéntico al de su madre, azul con botones y cuello de piel. Pero no llevaba sombrero, sino un gorrito atado bajo la barbilla.

—Hola, Joe —dijo la niña obediente. Tenía la cara vivaz y traviesa.

—Hola —saludó Joe con timidez. No estaba acostumbrada a ver niños, y nunca había tenido una amiga. Su madre era la única amiga que deseaba, pero le hubiera gustado llegar a conocer a Lily Kavanagh.

En cualquier caso, eso no sucedería, porque su madre se apresuró a decir:

—Será mejor que volvamos ya a Greasby. Solo he venido a hacer algunas compras, aprovechando que hace tan buen día. Vamos, Joe.

La señora Kavanagh pareció desilusionada.

—Había pensado que podríamos charlar un poco mientras tomábamos una taza de té y un bollo. Te he echado de menos desde que te fuiste de nuestra calle, Mabel. Todo el mundo te ha echado de menos.

—Habría sido estupendo, señora Kavanagh, pero tengo que irme, de veras.

—Bueno, pues entonces, otra vez será. Adiós, cariño. Adiós, Joe. ¿Dónde están tus modales, Lily? Despídete...

Los ojos de la niña brillaron con picardía al mirar a Joe.

—Adiós.

—No es justo. Oh, no, no es justo en absoluto —se enfureció su madre mientras salían rápidamente de Blacker a la calle, donde brillaba el sol de primavera. Tenía el rostro enrojecido. Joe tuvo que correr para mantenerse a su altura, y no dejaba de tropezar con gente en las concurridas aceras. Una cesta de la compra casi la hace caer—. ¿Cómo demonios iba a dejar mi trabajo en Bailey para ser niñera? ¡Por Dios...! Pero supongo que la pobre Ivy algo tuvo que inventarse para explicar por qué su hermanita ya no seguía en la farmacia. Después de todo, yo misma me he visto obligada a inventar toda una sarta de mentiras, porque la verdad la habría matado. Bueno, tampoco pensé nunca que fuera a volverse contra mí como lo hizo. Al fin y al cabo, es mi hermana. Creí que me apoyaría.

—¡Mamá! —jadeó Joe. Notaba una punzada en el costado y se sentía confusa. ¿De qué estaba hablando mamá? ¿A quién habría matado la verdad?

—Lo siento, Pétalo. Voy demasiado rápido para ti, ¿verdad? Soy la peor madre del mundo entero. —Caminó más despacio, pero seguía igual de enfadada—. Me alegro de que lleváramos nuestra mejor ropa y yo la boina, en vez de esa horrible cosa marrón. ¿Has visto qué abrigos más bonitos llevaban? Se los habrá hecho Mollie, lo mismo que el sombrero de ella y el gorrito de la niña, tan elegantes. Mollie hace toda la ropa a sus hijos; e incluso la de los chicos... El señor Kavanagh, es decir, Eddie, es dueño de la mercería de Woolworth en Penny Lane, así que a ella la tela le saldrá barata. Era muy buena amiga mía cuando yo era pequeña. Me invitaba a merendar en su casa hasta que Ivy regresaba del trabajo. Su hijo Stanley solo tiene tres años menos que yo. —Se detuvo en seco en medio de la calle—. Me habría gustado tomar una taza de té y charlar un poco, la verdad, pero me daba miedo que adivinase lo que hay.

—¿Qué es lo que hay, mamá?

—No importa —suspiró su madre—. Tú deberías llevar abrigos como el de Lily, no lo que desechan otros niños del mercado de Paddy. Quedó dinero, centenares de libras, y la mitad era mío. Mollie Kavanagh me confeccionó el vestido de la primera comunión, algo que también necesitarás tú en un futuro no muy lejano. Me gustaría saber de dónde vamos a sacar el dinero.

Joe no tenía ni idea. Tampoco sabía por qué el día, que prometía ser tan agradable, se había estropeado de aquel modo, y todo porque habían encontrado a la amable señora Kavanagh y a su hija Lily.

Luego, el día empeoró aún más. Su madre se dio cuenta de que estaban delante de un pub. Dijo:

—Espera un momento, Pétalo. Si no tomo algo para tranquilizarme, se me va a reventar una vena. Siéntate en el peldaño, cielo. Saldré en un abrir y cerrar de ojos.

Fiel a lo prometido, solo estuvo un momentito en el pub. Parecía mucho más tranquila cuando salió, pero dijo que beber era una maldición, que estaba decidida a dejarlo para poder conseguir un trabajo y una casita. Era la primera vez que Joe la veía beber durante el día.