2

Joe le había hablado a Dinah de Laura hacía años, cuando era aún demasiado pequeña para entenderlo, para asimilar el concepto de muerte, y el paso del tiempo, y las cosas que habían ocurrido antes de que ella naciera. A Joe aquella le había parecido la mejor manera de darle la información, en lugar de espetarle más adelante, de repente, que tenía una hermana muerta.

Tenía ocho años cuando Dinah empezó a asediar a su madre con preguntas sobre Laura, sobre Jack. Pedía fotos, descripciones. ¿Por qué no iba Jack a verla? ¿Laura era lista, era buena, era guapa?

—No tan lista como tú, cariño, pero igual de buena, e igual de guapa, aunque de otra manera. Era morena, como tu padre. Tú saliste a mi familia.

—Soy como la mamá de la tía Ivy. ¿Era mi abuela?

—No, hija, era la mía. Tu abuela... ¡madre mía! —Se le hacía imposible imaginar a su madre como una abuela—. Tu abuela era guapísima. Se llamaba Mabel. No tenía más que veintidós años cuando murió.

—¿Querías más a Laura que a mí?

Joe tragó saliva.

—Claro que no, cariño. La quería exactamente igual que te quiero a ti. —Extendió la mano para acariciarle la cabellera rubia, pero la niña apartó la cabeza.

El fuego crepitaba en la chimenea de metal con su bonito marco de azulejos. La lámpara Tiffany estaba encendida y repartía sombras del color de las joyas por las paredes y el techo de la pequeña habitación. Dinah tumbada boca abajo en la alfombra, dibujaba. Joe tenía un periódico dominical abierto sobre las rodillas. Era un día triste de diciembre, pero dentro se estaba muy a gusto. Podría poner los adornos más tarde. Solo faltaba una semana para Navidad.

—¿Qué estás dibujando, cariño?

—A Laura. Recuerdo cómo es por la foto que me enseñaste. La que se hizo en la escuela.

—Ah, sí. —Era una escuela pública, pero los niños llevaban uniforme. Laura tenía la corbata torcida y el pelo revuelto, pero lucía una sonrisa ancha de oreja a oreja. Había sido una niña tan feliz... La única vez que Joe la recordaba de otra manera fueron aquellos dos últimos días, cuando Jack desapareció.

Dinah la miró por encima de su hombro.

—¿Me enviará mi papá una tarjeta de Navidad de América?

—Lo dudo, Dinah. Nunca lo ha hecho antes. —No había habido respuesta a la carta que mandó hacía tres años, en la cual le decía a Jack que tenía una hija y que le incluía una foto.

—Creo que eso es muy grosero —sentenció Dinah, remilgada.

—Yo también.

—Creo que mi papá no es muy bueno.

—Oh, sí lo es. Pero ya te lo he dicho antes. Ahora tiene otra mujer, quizá más hijos. Supongo que tú y yo estamos muy lejos de sus pensamientos.

—Me sigue pareciendo un grosero. Si viene, no le hablaré.

—Bienvenida al club, cariño. Yo creo que tampoco hablaría con él. —Sabía que estaba diciendo una tontería. Apenas pasaba un día sin que pensara en Jack Coltrane. Continuaba tan enamorada como siempre.

Dinah se puso de pie.

—¿Puedo llamar a Samantha? La tía Lily la llevó ayer al centro a comprarle un vestido para Navidad. Apuesto a que no es tan bonito como el mío.

—Dile a la tía Lily que iré mañana después del trabajo. Dile que llegaré hacia la una.

—Vale, mamá.

Joe había encontrado empleo en la oficina de contabilidad, a unos minutos de casa a pie, pero era una ocupación aburridísima, pues solo consistía en escribir a máquina interminables columnas de números. Nunca se acostumbraría a los números, pero el sueldo era bueno, gracias a lo cual había podido pagar la instalación del teléfono y las subsiguientes facturas, que se esforzaba por mantener a raya. Lily se quedaba con Dinah durante las vacaciones escolares. Le gustaría tener un trabajo en el que poder involucrarse, algo estimulante. ¡Pero lo único que sabía hacer era escribir a máquina!

Se acercó a la ventana. La vista era de lo más triste: la parte trasera del seto de alguien y el camino, que acababa frente a su casa, por lo que nadie pasaba por allí. Aun así, era un lugar bonito en verano, cuando casi parecía como si viviesen en el campo en vez del bullicioso Woolton. Quizá fuera el tiempo, o el hecho de haber estado hablando de Laura y Jack, pero Joe se sentía particularmente infeliz. Habría deseado que la casa estuviese situada en otra parte, donde hubiera coches, gente a la vista, ruido. Deseaba que todo en su vida fuera diferente.

Con un suspiro, volvió al sofá. El dibujo de Laura que había hecho Dinah yacía olvidado en el suelo y le dio un vuelco el corazón cuando lo recogió para verlo. Dinah había dibujado con suma perfección a su hermana, sobre todo el pelo oscuro y revuelto y la bonita boca, pero ¿qué la había impulsado a estropearlo con una gran cruz negra que ocultaba por completo los ojos sonrientes de Laura?

—Caramba —se extrañó Lily al día siguiente cuando Joe le habló del dibujo—. Eso es muy raro, la verdad. ¿Te explicó por qué lo había hecho?

—Pensé que era mejor no hablar de ello.

—Yo le hubiera atizado a Samantha un sopapo si hubiera hecho eso a un dibujo de Gillian.

Joe hizo una mueca.

—Dudo que sea la mejor manera de enfocarlo, Lil. Solo empeoraría las cosas.

—¿Qué cosas?

—No sé. No soy psiquiatra. Sus sentimientos hacia Laura, supongo. Quizá debería haber hablado con ella del asunto —reflexionó pensativa—. Tal vez lo dejó en el suelo a propósito, para que lo viera. Lo dejé donde lo había encontrado y no comenté nada.

—Yo no me preocuparía, Joe —dijo Lily alegremente—. Los niños hacen cosas muy raras cuando son pequeños. Recuerdo que yo corté todos los botones del mejor traje de Stanley. No tengo ni idea de por qué lo hice.

—Yo lancé miles de conjuros contra mi tía Ivy, pero ninguno de ellos funcionó nunca.

—Bueno, no sé... Se casó con Vincent Adams, ¿no?

—Eso fue antes de que yo naciera. No tiene nada que ver conmigo.

—Trata de no pensar en el dibujo. Quizá hizo la cruz porque no le parecía bueno. Estás sacando demasiadas conclusiones. Por cierto, Joe, ¿te importaría poner tu taza de café en un posavasos, por favor? Están para eso.

La época navideña transcurrió de un modo bastante agradable. El día siguiente al de Navidad por la tarde, Joe hizo un guateque. Lily nunca había oído hablar de nada parecido, pero asistió encantada, con Neil y las niñas. La tía Ivy fue temprano para ayudar a preparar la comida, y Francie O’Leary apareció en compañía de una nueva novia, Kathleen, una divorciada con una larga melena negra espectacular y un tipo como un reloj de arena. Estuvieron también los Spencer y todos los Kavanagh y los mayores incluso bromearon con el hecho de que uno apenas podía ver y el otro a duras penas caminar. Stanley y Freya, Marigold y Jonathan, Robert y Julia, llegaron con sus hijos, de modo que la diminuta casa de Joe estaba llena a reventar. Ben fue el único Kavanagh ausente.

Fue el día que Daisy y Eunice anunciaron que se casaban.

—¿La una con la otra? —balbuceó Lily.

—No, tonta. —La risa de Daisy cascabeleó por toda la casa—. Eunice lleva años saliendo discretamente con alguien. Él es profesor, igual que ella. Yo conocí a Manos en Grecia el verano pasado, y nos hemos estado carteando desde entonces. Me pidió la mano por teléfono anoche.

Hubo un coro de felicitaciones y enhorabuenas.

—Nunca pensé que lo harías, chica —soltó Stanley.

La señora Kavanagh estaba a punto de llorar.

—Cómo me alegro por ti, Daisy, cariño. Cásate pronto, ¿quieres?

—Tan pronto como sea humanamente posible, mamá.

Los chicos Kavanagh se miraron temerosos entre sí. Su madre quería una boda rápida mientras tuviera vista para poder presenciarla.

Los Kavanagh al completo volvieron a Liverpool el día de San Valentín, cuando Daisy se casó con Manos Dimantidou. Parecía una diosa griega, con un sencillo vestido blanco con cordón plateado alrededor de su fina cintura. Manos era un hombre alto, tostado por el sol, que tenía una asombrosa cantidad de pelo negro y rizado con una pizca de plata en las patillas.

—Bueno, pues Daisy es la última de los hijos que se nos va —comentó el señor Kavanagh en la recepción del hotel—. Tuvimos seis y no nos queda ninguno.

Su mujer rio.

—Ya puedo morirme feliz. Aunque pronto empezarán las bodas de los nietos. Colin, el hijo de Marigold, cumplirá los veinte el año que viene. Ya sale con chicas.

Y Laura tendría quince, pensó Joe con una punzada. Sería ya lo bastante mayor como para pensar en chicos. Buscó a Dinah y vio que jugaba con Samantha en un rincón del salón del establecimiento. No le había hablado del dibujo de Laura, y desde Navidad la niña parecía haber perdido todo el interés tanto en Jack como en su hermana

Ben apareció junto a ella.

—Hola —saludó—. Parece que solo nos vemos en fiestas y bodas...

—Hola. Tienes buen aspecto. —No estaba tan tenso como la última vez que lo había visto, en la fiesta de Dinah—. ¿Ha venido Imelda?

—No quería venir. Dijo que estaba demasiado cansada. Le prometí estar en casa a las cuatro. Una lástima, porque Peter y Colette se lo están pasando fenomenal. —La miró muy serio, y ella captó en sus ojos un mensaje que hubiera preferido no ver. Estás preciosa, como siempre. Me gusta tu vestido. El azul te sienta muy bien. Hace juego con tus ojos.

—Es de C & A. —Era un traje, no un vestido, de lana azul claro con solapas y puños de satén en la chaqueta entallada y una falda con un poco de vuelo.

—Supongo que sabes lo que estoy pensando.

¿Que habrían podido ir juntos a la boda, en calidad de marido y mujer?

—Preferiría no saberlo, Ben —contestó tensa—. Mira, todos tomamos decisiones por voluntad propia. No es bueno mirar hacia atrás y desear una cosa diferente de la que decidimos.

Se alejó, pero lamentó durante el resto de su vida haberse mostrado desagradable. Ben se quedó en la recepción hasta las seis y media, hora a la que la pareja de recién casados se marchó de luna de miel. La familia decidió no decirles que, cuando Ben llegó a casa, encontró a Imelda muerta, tras haberse tomado lo que resultó ser una sobredosis fatal.

—Esperaba que Ben volviese a tiempo para salvarla —soltó Lily—. Me alegro de que llegara tarde a casa. No la echaremos de menos.

—Puedes ser durísima cuando te lo propones, Lil —comentó Joe.

—Oh, soy más dura que el granito. Creo en ponernos a mí, a mis hijos y a mi familia en primer lugar, y eso incluye a Ben. Siempre dije que era un bobo. Debió haberle dado el pasaporte a Imelda hace años. Bajo ningún concepto permitiría yo que alguien me arruinase la vida como Imelda se la arruinó a él.

Imelda llevaba enterrada un mes cuando Mollie Kavanagh se cayó por las escaleras de la casa de Childwall. Ya no recuperó la conciencia y falleció el mismo día, dos minutos antes de la medianoche, con su marido y cuatro de sus hijos junto a su cama, tras haber recibido la extremaunción justo a tiempo. Stanley y Robert llegaron demasiado tarde para estar a la cabecera de la madre a la que tan tiernamente habían amado.

Joe esperó ansiosa junto al teléfono. Lily la había llamado antes para explicarle lo ocurrido. Habría deseado estar allí, poder despedirse de aquella mujer amable, cariñosa y enormemente generosa que había sido una presencia tan significativa en su vida, pero hubiera sido consciente de que estorbaba.

El teléfono sonó a las doce y media.

—Se ha ido, Joe —le comunicó su amiga con voz quebrada. Ha sido hace media hora. Mi pobre padre está en un estado lamentable. Marigold se lo va a llevar a su casa. ¡Oh, Joe! ¿Por qué nunca pasa algo agradable? ¿Por qué es todo tan horriblemente triste?

El funeral se celebró el 1 de abril. Llovió intensamente todo el día. Francie O’Leary fue uno de los más de cien asistentes; la señora Kavanagh se había granjeado muchos amigos durante su vida. Joe agradeció la presencia de Francie junto a ella tanto en la misa de réquiem como más tarde en la casa de Childwall en la cual había vivido tantos momentos felices.

—¿Puedo ir a verte esta noche? —preguntó Francie cuando tuvo que marcharse a su imprenta, ahora ubicada en el local de una pequeña fábrica en Speke.

—¿Por qué tanta formalidad? No sueles preguntar. —Él aparecía a cualquier hora, y Joe siempre se alegraba de verlo. Francie conseguía hacer que todo pareciera más alegre de lo que era en realidad. Aquella noche sería más que bienvenido.

Le dirigió una sonrisa enigmática.

—Esta noche es distinto.

Acababan de dar las ocho cuando llegó, tras despojarse del traje «serio» y haberse puesto unos vaqueros, una camisa india suelta y una larga chaqueta de terciopelo guateada. Acababa de hacerse la permanente y su rostro estrecho estaba enmarcado por unas amplias ondas flotantes.

—¿Dónde está Dinah? —preguntó.

—Acostada. Se ha retirado temprano y se ha llevado un libro a la cama. Cada vez lee mejor, Francie. En la escuela dicen que va a pasar de curso y va a ir a secundaria.

—Bien. —Se arrellanó en una silla y la miró fijamente—. No voy a andarme con rodeos. ¿Te quieres casar conmigo?

Ella sonrió.

—No.

—No es una broma, Joe. Lo digo en serio. Creo que deberíamos casarnos, de verdad. Nos llevamos muy bien, nunca nos peleamos.

—Eso es porque no estamos casados. —Seguía pensando que él bromeaba—. ¿Qué ha pasado con Kathleen?

—La dejé.

—Pobre chica. Estaba loca por ti.

—Olvídate de Kathleen. De quien quiero hablar es de nosotros. —Se aclaró la garganta—. No estoy enamorado de ti, Joe.

—Tampoco yo lo estoy de ti, Francie.

—Aunque, por supuesto, me gustas muchísimo; siempre me has gustado.

—Tú a mí me gustas bastante —admitió ella—. Aunque la permanente no te va. Pareces un «Cavalier».* [2]

—Es una pena. —Sonrió de buen humor—. Yo habría estado del lado de los «Roundheads».*[3]

Nos estamos haciendo mayores, ya sabes, Joe. Tengo treinta y siete años y tú treinta y cinco. ¿Por qué pasar el resto de nuestras vidas solos cuando podemos hacerlo juntos? Es un tremendo desperdicio. Estoy hablando en serio, Joe. De verdad.

—¿Te apetece una taza de té?

—No cambies de tema. Me tomaré ese té cuando me digas que te casarás conmigo.

—Entonces, nunca volverás a tomar una taza, Francie O’Leary —gritó—. Ni soñaría siquiera en casarme contigo. Me gustas demasiado. —Lo miró de una forma curiosa—. Si lo dices realmente en serio, ¿por qué lo preguntas ahora, después de todo este tiempo?

—Porque quiero atraparte antes de que lo haga Ben Kavanagh —respondió de manera sorprendente Francie— Está loco por ti, Joe. Transcurrido un tiempo prudencial, te lo pedirá.

—Entonces le diré que no, igual que a ti.

—¿Estás segura?

Ella asintió con vehemencia.

—Segurísima.

—En ese caso, me tomaré la taza de té. Fuerte, con dos terrones, para templar los nervios.

—Tú no tienes nervios, Francie —declaró antes de irse a la cocina.

—¿Sigues enamorada de ese marido tuyo? —gritó él.

—Exmarido. —Volvió al salón—. Sí, aunque sé que sin esperanza. Y no deja de ser curioso, porque la mayor parte del tiempo no fuimos precisamente felices. —Incluso en Nueva York, que al mirar hacia atrás le había parecido un tiempo perfecto, recordaba que estuvo llena de dudas e incertidumbres.

Él la miró con curiosidad.

—¿Qué es estar enamorado? A mí no me ha sucedido nunca.

—Es..., es indescriptible, Francie. —Cruzó las manos sobre el pecho, sonriente, al recordar la noche en que conoció a Jack—. Todo parece diferente, el mundo entero. Es agonía y éxtasis al mismo tiempo.

—No me suena muy agradable, la verdad —dijo Francie secamente.

Joe pensó en Ivy y el tío Vince.

—No siempre lo es.

El agua hirvió y fue a hacer el té. Francie apareció en la puerta de la cocina.

—Decía en serio lo de antes. Lo de que debemos casarnos. No espero una respuesta ahora, pero piensa en ello, Joe. Ah, y otra cosa... —Le guiñó un ojo con picardía—. Creo que podríamos ser muy buenos juntos en la cama.

Joe lo pensó a fondo y decidió que después de todo no era mala idea. Cada vez que Francie tenía una nueva novia, no se sentía celosa, pero siempre le preocupaba perderlo como amigo. Se había convertido en parte de su vida, como Lily y la tía Ivy, como lo fue también la señora Kavanagh. Francie le tocaba un punto que ninguna otra persona tocaba. Hacía que el mundo fuera divertido y joven. Se reían juntos. ¿Era suficiente para formar un matrimonio? Bueno, nunca lo sabría si no lo intentaba. Y podían llegar a amarse el uno al otro algún día, nunca se sabe.

—¿Pero no te importaría que lo dejáramos hasta el año que viene? —le propuso la noche en que aceptó su propuesta—. Hasta ahora, este año ha sido horrible. Nos conocemos el uno al otro desde hace media vida, así que unos cuantos meses más no supondrán una diferencia. Y si no te importa, de momento preferiría que lo guardásemos entre nosotros.

—¿Por si te arrepientes?

Joe se mordió el labio inferior.

—No estoy segura, Francie, para serte franca. No es que sea precisamente una situación muy romántica, ¿no te parece? Es casi un acuerdo comercial. Puedes ser tú el que se arrepienta. Digamos que te enamoras locamente de una chica la semana que viene, por ejemplo.

—No creo que sea capaz de enamorarme —negó Francie lúgubre. Cruzó los brazos sobre su chaleco vistosamente bordado y la miró desafiante—. Vale, pues nos casamos el año que viene. Y hasta que llegue el día, ¿qué pasa con lo de la cama?

—¿Cómo que qué pasa con lo de la cama?

—¿Tenemos que esperar también para eso hasta el año que viene?

—Oh, no sé, Francie. Déjame que lo piense.

Hicieron el amor por primera vez en la nueva casa de Francie en Halewood, porque habría sido imposible en Baker’s Row con Dinah en la habitación contigua. Él era un amante fervoroso e imaginativo, que conseguía hacerla reír, hasta en el momento culminante de la pasión, y Joe se sentía felizmente exhausta cuando acabó. Descansaron en el lecho y se terminaron el vino que habían llevado consigo a la cama. Francie parecía aún más siniestro desnudo, con los huesos de sus costillas de un azul débil que se trasparentaban en un cuerpo para su sorpresa muy velludo.

—Ahora que hemos roto el hielo, debemos hacerlo más a menudo —decidió—. Dos veces cada noche sería perfecto.

—Qué más quisieras... —Observó a su alrededor, a la habitación vacía—. Te vendrían bien algunos cuadros, Francie. Y esas cortinas son de un soso... —Eran de un beis enfermizo, a juego con el color de la moqueta y las paredes.

—La casa necesita un toque femenino —sonrió Francie. Tiró de su mano bajo las sábanas—. Lo mismo que yo.

—Mil novecientos setenta —recitó Lily con tristeza—. Estaremos en mil novecientos setenta dentro de unas horas. ¿Dónde se han ido los años, Joe?

—No sé. —Durante todo el día, la mente de Joe volvía sin cesar a la Nochevieja del inicio de la década transcurrida. Echó un vistazo al reloj. Acababan de dar las seis. Diez años antes, a la misma hora se estaba poniendo el minivestido morado para ir a la fiesta de Maya, esperando a que llegara Elsie Forrest. Laura correteaba por la casa de Bingham Mews, emocionada porque le iban a permitir quedarse levantada hasta medianoche. Por entonces, Jack ya había empezado a beber.

—Ha sido la Navidad más triste que recuerdo —comentó Lily con los ojos húmedos.

—Lo sé, Lily. —Stanley se quedó en Alemania; Robert, en Londres. En cuanto a Daisy y Manos, se habían ido a Grecia a pasar las fiestas con la familia de él. Ben no dio señales de vida. Era como si la señora Kavanagh fuera el hilo conductor que mantenía juntos a sus hijos.

Era Nochevieja. Francie quiso sacar entradas para una cena con baile, pero Joe se sintió obligada a pasar la noche con Lily, que estaba muy deprimida desde la pérdida de su madre. Dinah se encontraba en el salón, viendo la televisión con Samantha y Gillian. Neil se había ido al pub, pero con la promesa de estar de vuelta antes de que el Big Ben diera las campanadas del Nuevo Año. Y Francie era Francie, así que no le importó que lo abandonara por la mujer a quien más odiaba. Había muchas fiestas a las que podía ir.

—Bueno —estaba diciendo Lily—, ¿para qué es todo esto? Nacemos, nos casamos, tenemos hijos, envejecemos y morimos. No me parece que merezca la pena, Joe.

—Si lo pones así, no. Se supone que debemos disfrutar mientras tanto, ser felices.

—¿Eres feliz, Joe?

Se encogió de hombros.

—Bueno, sí, creo que lo soy. Al menos un poco.

—Yo no, ni lo más mínimo, y no es solo por mamá. Es, es... —Buscó las palabras—. Es Neil. —El nombre le salió como un jadeo—. Oh, sé que es un tipo entre un millón, lo dijiste una vez, pero... —Pareció quedarse de nuevo sin palabras—. ¿Recuerdas aquel día en Haylands? Fue el día después de que estuvieras con Griff por primera vez. Tu cara, Joe... A menudo pienso en la cara que tenías aquel día. Estaba como iluminada; radiante, podría decirse. Y tenías los ojos muy brillantes, casi como si hubieras llorado, aunque en realidad estaban felices, relucientes. —Miró a su amiga y añadió con convicción—: Mi cara nunca ha tenido ese aspecto, Joe. De un tiempo a esta parte, hacer el amor con Neil supone casi una prueba para mí, y puede decirse que nunca me ha excitado. ¡Oh! —gritó—. ¡Me he perdido tantas cosas al casarme con él! Debería haber esperado. Mira a Daisy, locamente enamorada a los cuarenta.

—Lily, te habrías vuelto un ser insoportable si hubieras tenido que esperar a casarte hasta los cuarenta años. Estaríamos todos atacados de los nervios.

—Lo sé —suspiró Lily—. Soy demasiado impaciente. Me agarré al primer hombre que me lo pidió. Neil es bueno y honrado, pero debí haberlo rechazado. Se habría sentido herido, pero menos de lo que se va a sentir ahora.

Joe miró de reojo a su amiga.

—¿Qué quieres decir?

—Lo voy a echar, Joe —declaró Lily con voz temblorosa—. Le voy a pedir que se vaya. Le diré que vendamos la casa y nos quitemos de encima la hipoteca y yo compraré algo más pequeño para las niñas y para mí. Tampoco quiero que el pobre se quede en la calle. Después me buscaré un trabajo como tú. Cualquier cosa es mejor que estar prisionera en un matrimonio mortalmente aburrido durante el resto de mis días. Siempre dije que Ben era bobo al quedarse con Imelda. Bueno, la misma regla vale para mí. Estoy desperdiciando mi vida con Neil. —Observó fijamente a su amiga, con un rictus de determinación en su pequeño rostro—. ¿Y sabes qué más voy a hacer?

—¿Qué, Lily?

—Voy a perseguir a Francie O’Leary como nunca antes lo ha perseguido nadie. Lo llevaré al altar aunque sea lo último que haga en esta vida. Nunca pude entender cómo seguías enamorada de Jack hasta que me di cuenta de que yo lo había estado de Francie desde que tenía dieciséis años. Me casaré con él, Joe, o pereceré en el intento.

Algo pasaba en 1974, pero Joe no podía recordar qué era. No tenía que ver con cumplir cuarenta años, hecho que no consideraba significativo, sino con otra cosa. Hacía mucho, alguien había mencionado 1974 como un año en el que sucedería algo. Se había estrujado el cerebro cada día desde que empezó el año, pero no recordaba de qué se trataba.

Se preparó para ir a trabajar aquella fresca mañana de febrero, maquillándose el rostro de casi cuarenta años en el espejo de la cómoda. Ahora trabajaba para los contables de nueve a cuatro, con media hora libre para comer, casi con jornada intensiva. No dejaba de jurarse a sí misma que se marcharía, pero era cómodo y bien pagado.

Estoy desperdiciando mi vida, se dijo. Aunque quizá espero demasiado. Siempre tenía la sensación punzante de que se estaba perdiendo algo.

—¡Dinah! —chilló—. Son las ocho y media. Debías estar ya camino del colegio, no en la cama.

Hubo un golpe como respuesta. Joe bajó y se preparó un cuenco de cereales. Era inútil prepararle desayuno a su hija, que rara vez tenía tiempo para comer nada por las mañanas. Unos minutos más tarde apareció Dinah con su uniforme y un aspecto sorprendentemente pulcro, teniendo en cuenta el poco tiempo que había tenido para vestirse.

—No quiero desayunar, mamá. —Desapareció en el cuarto de baño. El agua corrió brevemente y la cisterna se vació. Dinah reapareció—. ¿Dónde está mi cartera?

—A mí no me preguntes, cariño. Estará donde la dejaste anoche.

—¿Dónde hice los deberes?

—No recuerdo que los hicieras.

—Leí un libro, ¿no? —Dinah la miró desafiante.

—No sabía que pusieran Confesiones verdaderas como deberes últimamente.

—Me leí un capítulo de La feria de las vanidades, que lo sepas.

Debía de haberlo leído rapidísimo. Joe se guardó el comentario y buscó y encontró la cartera en el suelo, junto al sofá.

Dinah se echó la bolsa al hombro.

—Gracias, mamá. Puede que llegue tarde del cole.

—¿A dónde vas luego, cariño? —preguntó Joe, nerviosa. Dinah llegaba tarde casi todas las noches. A veces eran ya más de las siete cuando aparecía.

—A casa de Charlie Flaherty.

—¡Un chico! Supongo que habrá allí otras chicas, ¿no es así, Dinah?

—Oh, mamá. No me fastidies. Charlie es una chica: Charlotte. Solo vamos a escuchar su tocadiscos. ¿Dónde está mi abrigo?

—Detrás de la puerta, donde siempre.

La trenca azul marino estaba en el suelo al otro lado del sofá. Dinah la recogió, murmuró un escueto «Adiós» y salió de casa a la carrera, con el abrigo a medio poner.

Joe se quedó junto a la ventana y observó cómo la figura alta y delgada de su hija corría por el camino, peleándose aún con el abrigo. Suspiró. Era un hecho triste: no se entendía con Dinah. Siempre fue así, pero las cosas habían ido de mal en peor desde que ella empezó a ir a la escuela local, hacía de ello tres años. No obtuvo una calificación alta en primaria, Joe sospechaba que a propósito, por pura cabezonería, porque todo el mundo, su madre la primera, esperaba que la sacara; o puede que fuese porque no le apeteciera hacer el largo viaje cotidiano necesario para asistir a la escuela secundaria más cercana. Fuera cual fuere la razón, Dinah no aprobó, y ahora parecían estar siempre a la greña.

Fue al comedor, se terminó los cereales y se bebió la taza de té. No podía evitar preguntarse cómo habría sido Laura a los catorce años. Estaba segura de que ella no le habría hablado como lo hacía Dinah, siempre tan impaciente, tan grosera. Hubieran hecho cosas juntas: ir de compras, al cine, contarse confidencias. Quizá Dinah habría sido distinta si hubiese tenido un padre. Bueno, tenía un padre, pero él optó por ignorar su existencia, lo cual empeoraba aún más las cosas. Seguro que eso no hizo ningún bien a la niña.

—Oh, bueno, no sirve de nada quedarse aquí sentada pensando en lo que pudo haber sido. Voy a llegar tarde al trabajo —le dijo a la habitación vacía.

Le habría pasado por alto si no hubiera sido por el señor Kavanagh, que aún vivía con Marigold, si bien estaba confinado en la cama la mayor parte del tiempo. La llamó por teléfono un domingo de julio por la mañana.

—¿Recibes el Sunday Times, querida?

—No, el News of the World.

—Bueno, yo en tu lugar me compraría el Times hoy. Publican un artículo sobre esa escritora para la que trabajabas, Louisa Chalcott. Es muy interesante. Es su centenario, ¿sabes? Este mes se cumplen cien años de su nacimiento.

¡Claro, 1974! Louisa le había entregado un sobre marrón sellado con lacre que no debía abrirse hasta 1974. Le dio las gracias al señor Kavanagh y empezó a buscar el sobre. No recordaba dónde lo había guardado. Recorrió la casa de arriba abajo, con lo cual despertó a una irritable Dinah a la que le gustaba dormir los domingos hasta tarde. Por fin lo encontró en el fondo del cajón del ropero, debajo de las mantas auxiliares. Se arrodilló en el suelo y sacó el sobre.

—¡Madre mía! —exclamó, y rememoró la tarde en que Louisa se lo había entregado. Acababa de terminar de arreglar el jardín y estaban sentadas en el banco exterior. El mar, el cielo, la arena, tenían un aspecto precioso, pacífico.

El sobre parecía muy nuevo. Rompió el lacre y sacó tres cuadernos de ejercicios de tapas de color rojo brillante. Los hojeó. Cada página estaba repleta de la indescifrable escritura de Louisa. No era poesía. Consiguió leer una página, pensó que podía ser una novela un tanto subida de tono y entonces se dio cuenta de que era la historia de Louisa, su autobiografía.

—¡Madre mía! —exclamó de nuevo. El amante de Lady Chatterley era probablemente un texto suave en comparación con lo que allí había. Advirtió que había caído una hoja de papel de uno de los cuadernos. «Este libro —leyó— está dedicado a mi querida amiga, la señorita Josephine Flynn, y es un regalo para ella, para que haga con él lo que le parezca conveniente.»

—Bueno, no lo voy a tirar, ¿verdad, Louisa? —dijo en voz alta—. Lo único que puedo hacer es leerlo, si es que consigo descifrar tu endemoniada escritura, claro.

—¿Con quién estás hablando, mamá? —Dinah, con un camisón mínimo, estaba en la puerta del dormitorio.

—Conmigo misma. Salgo a comprar el periódico del domingo.

—¿Qué es eso? —preguntó su hija cuando Joe devolvió los cuadernos y el papel al sobre.

—Algo escrito por una anciana para la que yo trabajé. Era poeta. Se llamaba Louisa Chalcott.

—¿Puedo echar una ojeada?

—Bueno —dijo Joe dubitativa—, no es adecuado para unos ojos jóvenes, cariño. Diría que es bastante fuerte.

Dinah hizo un puchero.

—En cambio, no te importa que lea Confesiones verdaderas....

—La verdad es que sí me importa. Y esto es como Confesiones verdaderas corregido y aumentado. Bueno toma. —Le tendió el sobre—. Posiblemente no puedas sacar nada en claro de su escritura. Ten cuidado con ello. Me gustaría poderlo leer a mí algún día.

El artículo del Sunday Times repetía gran parte de lo que se había dicho en la necrológica de Louisa veinte años antes. Que era una adelantada a su tiempo, que su escandaloso estilo de vida había causado furor en el Nueva York del cambio de siglo e incluso más tarde, en los años veinte, cuando tuvo gemelas pero se negó a revelar el nombre del padre. El redactor seguía diciendo que las gemelas, Marian Moorcroft e Hilary Mann, que ahora vivían en Croydon, Inglaterra, habían rehusado hablar de su madre. En los últimos años, la poesía cruda y terrenal de Louisa Chalcott había experimentado un renacimiento. El poder insospechado de su obra estaba empezando a ser reconocido, y dentro de poco se publicaría en su totalidad. Pero había una obra que el público no podría ver nunca. Según su agente, Leonard McGill, la señorita Chalcott escribió su autobiografía, pero por desgracia, al parecer se había perdido.

«Me aseguró varias veces, en los años anteriores a su muerte, que estaba escribiendo la historia de su vida— me confirmó el señor McGill—, pero aunque sus hijas y yo hicimos una búsqueda exhaustiva, el manuscrito nunca apareció.»

—Dinah —dijo Joe, nerviosa—, ¿dónde está la hoja que cayó de los cuadernos?

—Aquí. —Dinah estaba leyendo un cuaderno rojo, con la boca abierta y los ojos atónitos—. Joder, mamá. ¡Esta mujer era un ogro! ¡Un ogro ninfomaníaco! Debió de ser un verdadero infierno trabajar para ella.

—Bueno, lo era y no lo era —contestó Joe, que buscaba algún lugar seguro donde poder dejar el papel—. Puede que necesite esta hoja si tengo que pelearme con las gemelas. Y no digas palabrotas, cariño. No está bien.