3
Tommy había encontrado una colilla en la acera. Abordó a un hombre que se había detenido en la puerta del pub para fumar una pipa maloliente, le pidió una cerilla y la encendió contra los azulejos. Aspiró con fuerza la colilla hasta que la punta brilló roja.
—Qué bueno —suspiró, antes de exhalar el humo con aires de experto. Nora, junto a él, se sorbió los mocos sonoramente en el escalón.
—Estás presumiendo otra vez —anunció tranquilamente Joe. Nora, límpiate la nariz. —Miró hacia otro lado cuando Nora se limpió la nariz según su manera habitual. Hacía una semana que había ido por primera vez al Prince Albert, y se había encariñado con Tommy y Nora. Se sintió conmovida cuando la niña corrió a su encuentro y la agarró de la mano. El padre estaba en el ejército, era sargento. Tommy dijo que Joe era su novia y la besó dos veces. Joe se lo contó a su madre, ocultando lo de los besos. Su madre se rio.
—Cuando seas lo bastante mayor como para tener novios, esperemos que puedas aspirar a algo mejor, Pétalo.
Joe se sintió herida. Estaba deseando volver a la escuela la semana siguiente y tener un novio de los mayores. Miró a Tommy con afecto. Él dio tres caladas a la colilla y empezó a buscar más en la acera. A Joe le gustaba casi tanto como Maude, y sentía una preocupación maternal por Nora.
Del pub salió un hombre bajo y vivaracho de rostro alegre. Se llamaba Bert y solía intercambiar algunas palabras con los niños. Aquella noche, se acercó a la tienda de dulces y volvió con tres barritas Mars.
—Tomad, niños. Es viernes, día de paga, así que estoy forrado. Pero no os lo comáis todo de golpe. —Guiñó un ojo a Joe—. Apuesto a que vas a tener que llevarte a tu madre a casa esta noche, niña. Está ahí dentro metiéndose gin tonics en el cuerpo como una loca.
Joe abrió una de las puertas batientes todo lo que se atrevió a fin de no suscitar la ira del dueño, que no quería niños en su local por miedo a perder la licencia. Buscó con ojos intranquilos a su madre, y la vio sentada con dos jóvenes vestidos de verde caqui en uno de los compartimentos de madera con asientos a cada lado. Los tres reían a grandes carcajadas. Su madre llevaba el sombrero torcido, y cuando alcanzó el vaso, se le derramó líquido en la parte delantera del vestido. Los tres volvieron a reír. Uno de los hombres sonrió, le desabrochó los botones y le limpió los pechos con un pañuelo.
—Esos son oficiales —le dijo una voz al oído—. Lo sé por el uniforme. Tu madre es una fulana, ¿verdad? Va con tíos por dinero.
Tommy estaba de pie detrás de ella. Joe dejó que la puerta se cerrara, consciente de que la barrita Mars se le estaba derritiendo en la mano. Se sentía demasiado mal para comérsela. Asintió con tristeza y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Entonces, Tommy le deslizó su brazo encogido por la cintura.
—No te preocupes, oye. No se lo voy a decir a nadie en la escuela. Y cuando seamos mayores, me tendrás a mí para cuidar de ti, y así no acabarás como tu madre.
—Gracias, Tommy —susurró agradecida.
El cielo se oscureció pronto y empezó a lloviznar. Nora se puso a llorar cuando se terminó su Mars, por lo que Joe le dio el suyo. La pequeña se lo comió ansiosa, y volvió a llorar cuando lamió el papel para limpiarlo.
Se sentaron en fila en el escalón más alto; cuatro niños y un bebé; Shirl acababa de llegar y ya estaba profundamente dormida con su hermana en el regazo. Nora refunfuñaba. Joe no podía dejar de pensar en su madre y no estaba de humor para jugar. Hasta Tommy parecía deprimido por la lluvia. Observaron cómo la anciana cerraba la tienda de dulces y se alejaba bajo el cobijo de un paraguas.
Una mujer elegante con tacones muy altos subió los peldaños.
—Mira, pobres niños —le dijo al hombre que la acompañaba. Algunos padres son unos irresponsables. No merecerían tener hijos.
—Que te jodan —masculló Tommy.
El hombre lo amenazó con darle una paliza, y Tommy dijo que si le ponía un dedo encima, llamaría a su padre, que era boxeador de peso pesado.
—Oh, sí —se burló el hombre—. Y yo soy Clark Gable... — Déjalo, Geoff. Pobrecillos, ellos no tienen la culpa. Vamos a otro pub. No me gusta la pinta de este sitio.
—¿Qué pasará si suena la alarma antiaérea? —preguntó Joe a medida que el cielo se oscurecía cada vez más. Parecía haber perdido la noción del tiempo.
—Hay un refugio al final de la calle —le informó Tommy—. No te preocupes, Joe. Te enseñaré dónde está.
—¡Pero no puedo ir sin mamá!
Si iba al Prince Albert era precisamente para que mamá y ella no se separaran. El miedo le formó un nudo en la garganta al pensar en que debería esperar fuera del pub, sola, mientras caían las bombas.
Se sintió aliviada cuando vio abrirse las puertas del local y a su madre salir de él vacilante, acompañada por los dos militares, con gorras de plato y uniformes elegantes y bien cortados.
—Ya te dije que eran oficiales —murmuró Tommy.
Al alivio de Joe le siguió una sensación de horror, porque pronto se evidenció que su madre se había olvidado de que ella estaba allí. Lanzó una risa chillona cuando los hombres la agarraron del brazo para con su ayuda cruzar la calle en volandas, de modo que sus pies apenas tocaban el suelo. Doblaron la esquina antes de que Joe pudiera ir tras ellos. Sentía las piernas entumecidas, y olvidó despedirse de Tommy.
A mitad de Upper Parliament Street, uno de los soldados dijo con voz alta y educada:
—Parece que tenemos una sombra, una sombrita muy bonita.
Todos se giraron.
—¡Joe! ¡Oh, cariño! Me había olvidado de ti.
Tenía los ojos vidriosos y a duras penas podía ver. Se liberó de los brazos de los dos hombres. Uno de ellos consiguió atraparla antes de que cayera al suelo. Pasaban dos mujeres que la miraron con evidente rechazo.
Su madre hipó ruidosamente.
—Es Joe. Es mi hijita.
Por segunda vez aquella noche, los ojos de Joe se llenaron de lágrimas. Nunca había visto a su madre tan borracha. Como una cuba, esa era la frase de Maude. «Aquel tipo iba como una cuba —le oyó decir una vez—. Me largó un billete de una libra pensando que me daba diez chelines.»
Joe pensó orgullosa que ojalá fuera más alta; más alta, más fuerte y mayor. Alejaría a aquellos hombres, arrastraría a su madre a casa y la obligaría a no volver a probar nunca más una gota de alcohol.
—Vamos, Joe, te llevaré a caballito.
De pronto se sintió alzada en el aire y se vio agarrada al cuello del soldado. Le sorprendió advertir que olía a perfume. Llevaba el pelo, muy rubio, cortado a cepillo. Mientras caminaban hacia Huskisson Street, le dijo que se llamaba Roger y que tenía una hermana, Abigail, no mucho mayor que ella. Su amigo era Thomas; ni Tommy ni Tom, sino Thomas. El cabello de Thomas era oscuro, y lucía un bigotillo, como un guión en un libro. Los dos eran bastante guapos, afables y, tuvo que admitirlo, joviales. Eran muy distintos de las visitas que solía tener mamá, y la pequeña se preguntó si no estarían sencillamente acompañándolas a casa para que llegaran bien.
Una vez en Huskisson Street, Roger dejó a Joe en el suelo y ayudó a su amigo a subir a la buhardilla a su madre, a la que condujo medio a rastras. Mamá soltaba risitas, incapaz de hacer nada, y cuando llegaron al segundo piso, Joe se dio cuenta de que los hombres se estaban enfadando. Ya no eran joviales, no se mostraban en absoluto agradables y dijeron cosas horribles como «zorra» y «puta».
—Más vale que sea un buen polvo —rezongó Thomas.
Llegaron a la buhardilla. Empujaron dentro a su madre y la puerta se cerró de golpe.
Joe se sentó en lo alto de las escaleras y esperó. La lluvia le había empapado la ropa y el miedo le atravesaba el cuerpo como si se tratara de diminutas agujas. La casa estaba muy silenciosa, cosa rara. Bajó a llamar a la puerta de Maude, pero no hubo respuesta. Cuando volvió a subir, deseó tener consigo a Teddy para mirar juntos las estrellas, pálidas e inmóviles, que se veían por el ventanuco. Pasaron nubes grises, que ocultaron primero y luego revelaron los puntitos de luz.
Se abrió la puerta de la buhardilla. Salió Roger en mangas de camisa y la agarró con fuerza por el brazo. Le apretaba tanto que le dolía.
—Valdrás para un polvo mientras Thomas termina —murmuró.
Joe no lo entendió. El hombre tiró de ella hacia la habitación, y la niña entró de buen grado porque quería estar con su madre, asegurarse de que estuviera a salvo. Ya no se fiaba de aquellos hombres que le habían parecido tan agradables.
A través de la alta ventana, los restos de luz del día ofrecían iluminación suficiente como para que pudiera ver la figura desnuda de su madre, que yacía boca abajo en la cama y gemía débilmente. Thomas, medio vestido, la cabalgaba como si fuera un caballo, casi al galope. La pequeña sintió un latido de náusea en el estómago. Aún no muy segura de lo que estaba ocurriendo, la arrojaron sin miramientos a la cama y Roger se puso encima de ella. Sintió cómo le metía la mano bajo el vestido, pero la ignoró, preocupada solo por su madre, que tenía el rostro vuelto hacia ella, a unos pocos centímetros, con los ojos cerrados. ¿Le estaría haciendo daño Thomas? Joe se zafó de las manos ansiosas de Roger y le tocó la mejilla a su madre.
—¿Estás bien, mamá? —le preguntó tiernamente.
Su madre abrió los ojos, apenas una rendija. Luego, en rápida sucesión, parpadeó brevemente, cerró de nuevo los párpados, los abrió de par en par y se espabiló. La sangre de Joe se le heló en las venas cuando la garganta de su madre emitió un sonido que apenas era humano. Gruñó, y luego el gruñido se convirtió en aullido, y el aullido en rugido. Apretó los dientes, hizo una inspiración profunda y se alzó a cuatro patas como un animal salvaje.
Thomas salió despedido de la cama y aterrizó en el suelo. Su madre se giró, alzó los pies y pateó en el pecho a Roger, que fue a dar contra la pared con un ruido desagradable y después se deslizó al suelo junto a su amigo.
—¿Cómo te atreves a ponerle una mano encima a mi hija? — escupió mamá—. ¡Fuera de aquí! ¡Los dos! ¡Fuera!
Los hombres se quedaron momentáneamente inmóviles. Al cabo de un momento se recobraron y, jadeando, empezaron a ponerse la ropa. Thomas se incorporó, sonriente.
—¿Así que quieres jugar, zorra? Conozco un juego muy bueno.
Agarró el pie de su madre, pero ella le golpeó la barriga con el otro y el soldado cayó hacia atrás con un gruñido.
Roger estaba de pie. Alargó la mano para agarrar a Joe y la tumbó de espaldas.
—Sujeta a la madre mientras yo agarro a la niña.
—Oh, no, no lo harás mientras me quede una pizca de aliento en el cuerpo. —Su madre saltó de la cama, y al momento estaba sujetando el cuchillo del pan de la planta de ofertas de Blacker, lo sujetaba ante sí y apuntaba directamente a Roger—. Suéltala o te mato. Os mataré a los dos. Lo digo en serio. No me importa lo que me pase luego, cabrones.
Thomas vaciló. Roger soltó a Joe.
Se oyeron pasos en la escalera y Rose la irlandesa entró en tromba, acompañada por un gigante negro desnudo de cintura para arriba. Los músculos ondeaban como olas danzantes en su brillante espalda.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Rose.
Su madre dijo con voz temblorosa:
—Estos dos fulanos se marchan. —Agitó el cuchillo amenazadora—. ¿Verdad que sí?
El negro avanzó un paso. Sus ojos oscuros pasaron de la niña asustada a la mujer desnuda que empuñaba un cuchillo y a los jóvenes y guapos oficiales del ejército acurrucados contra la pared. Señaló con su gran cabeza hacia la puerta y dijo suavemente:
—Largo.
Los dos tipos se marcharon.
Pensaban regresar a Machin Street al día siguiente, domingo, justo después de misa. Volverían allí de punta en blanco. La madre iba a comprarle un vestido nuevo a Joe aquella tarde.
Maude estaba de acuerdo. Apareció envuelta en su bata después del desayuno para ver cómo estaban. Rose la irlandesa le había comentado lo sucedido la noche anterior y su madre anunció que se marchaban.
—Deberías haberte ido hace mucho tiempo, Mabel —dijo Maude—. No puedes correr el riesgo de que se dé otra noche como la de ayer, y cuanto mayor se haga Joe, más probable es que eso suceda. Es preciosa, una niña de anuncio, y cada día se parece más a ti. Eso, o hacerte profesional, conseguir un piso como es debido y una doncella que cuide de Joe. Lo he dicho antes y lo repito. Podrías hacer fortuna en este juego si te hicieras profesional.
—No tengo la menor intención de convertirme en una profesional —rechazó ella fríamente.
Parecía muy entera. Le brillaba la cara y tenía los labios apretados con determinación. La noche anterior, por terrible que hubiera sido, le había hecho darse cuenta de lo que ocurría, ver las cosas claramente, como había dicho con anterioridad.
—Para mí siempre fue una cosa temporal —le dijo a Maude. El problema radica en que me vi atrapada por la bebida, pero solo porque odiaba lo que estaba haciendo. Al final, se convirtió en un círculo vicioso. Ahora lo único que importa es Joe. ¿No es verdad, cariño? —Sonrió alegremente a su hija, que estaba muy ocupada vaciando los cajones donde guardaban sus gastadas ropas.
—Sí, mamá —asintió la niña, que aún no estaba muy segura de lo que pretendía hacer Roger cuando la arrojó sobre la cama. Después de todo no era más que una niña de seis años, no una mujer mayor.
—Voy a tirar la mayoría de nuestras cosas —dijo la madre—. Si hay algo decente, puede ir a la casa de empeños junto con la loza, la cubertería y la ropa de cama. No tengo intención de recuperar nada, solo quiero comprarle esta tarde a Joe un vestido y un par de zapatos en el mercado de Paddy, unos cuantos chelines más no nos vendrán mal. No quiero que Ivy vuelva la cara cuando nos vea.
—Menudo número se va a montar, Mabel —comentó Maude con cautela.
—Ya lo sé, pero tengo pensado lo que voy a decir. Tiene dos posibilidades: o me cree, nos acepta en su casa y larga a su señoría, o no me cree, en cuyo caso quiero la mitad de todo, incluido el dinero que quedó y el valor de la casa. —Cruzó los brazos sobre el pecho con ademán muy orgulloso. Le brillaban los ojos de furia—. Yo tenía quince años cuando me echó, embarazada. Ahora tengo veintidós y estoy en plena posesión de mis facultades mentales. Sé lo que es mío por derecho. Es más, pretendo hacerme con ello. Si es necesario, la amenazaré con denunciarla.
—¿No sería una buena idea que dejaras a ya-sabes-quién conmigo mientras todo esto sucede? —sugirió Maude tímidamente. Parecía algo asustada ante la actitud de su madre, que se estaba poniendo más firme y agresiva a cada minuto que pasaba. Incluso a ella le costaba creer que esa fuera la misma mujer borracha de Upper Parliament Street de la noche anterior.
—No, no lo sería —denegó la madre con viveza—. Dejaré a Joe en el número treinta. La señora Kavanagh puede intuir la verdad, aunque no sea toda, si es que no la ha adivinado ya. Cuando haya arreglado las cosas con Ivy, recogeré a Joe. Tendremos una casa en Machin Street o el dinero suficiente en el bolsillo, o al menos la posibilidad de tenerlo, para hacerme con la casita que hace tantos años quiero tener. Viviremos junto a una de las fábricas de municiones, ya sea en Kirkby o Speke. Kate dice que la paga es suficiente como para dejarte con la boca abierta. Ahora, si no te importa, Maude, me gustaría acabar. Joe y yo tenemos mucho que hacer hoy.
Fue el mejor día que Joe recordara nunca, un día que nunca olvidaría, pese a que estuvo lloviendo sin tregua. No fue solo el precioso vestido de terciopelo azul que le compró su madre en el mercado por un chelín, o los zapatos de charol que le apretaban un poco —pero no importaba, porque la semana siguiente comprarían un par que se ajustaría a la perfección en Freeman, Hardy & Willis— o los calcetines blancos de tres cuartos con un curioso dibujo en relieve, a estrenar, o el cucurucho de helado con un chorrito de jarabe de frambuesa por encima que se comió bajo la lluvia de camino a casa. Era saber que, a partir del día siguiente, no habría más visitantes ni —esta vez sabía que mamá lo decía en serio— más bebida. Podrían vivir en Machin Street, o tal vez no. Joe no entendía todo aquel galimatías. Sabía que iba a haber una discusión y que la dejarían en casa de la señora Kavanagh, algo que estaba deseando. Lo único que le importaba era que las cosas iban a cambiar muchísimo, y para mejor. Caminó a saltitos junto a su madre y tuvo la sensación de que fácilmente podría estallar de felicidad.
Incluso su madre se sentía así. De vez en cuando daba también ella un saltito, y aunque se daba cuenta de que había empeñado la ropa de cama y debían pasar otra noche en Huskisson Street, no importaba, lo mismo que en el caso de los zapatos.
—Si es necesario, Pétalo, nos pasaremos la noche sentadas y quemaré el resto del carbón —rio—. O dormiremos sobre el colchón sin sábanas, o bien, preguntaré a Maude si nos alquila el edredón, y espero que no apeste demasiado. Solo lo usa en invierno. Bueno, con el frío que hace hoy, podríamos estar en invierno, y no estamos más que en septiembre.
Cuando llegaron a casa, la madre limpió cada superficie de la habitación de la buhardilla. Cepilló las vigas, las paredes, el suelo, quitó el polvo al aparador, la mesa y las sillas. Dio la vuelta al colchón y pulió la pequeña rejilla. Después encendió el fuego, le pidió prestada una plancha a Maude, la puso en el fogón para calentarla y planchó cuidadosamente el traje de tweed marrón, la blusa de color crema y la boina blanca que llevaba cuando se fue de Machin Street; aquellas continuaban siendo sus mejores prendas después de todo el tiempo transcurrido. Por último, limpió lo mejor que pudo los zapatos de ante marrón con el cepillo del pelo.
—En Machin Street teníamos un cepillo especial para esto — recordó—. Era de alambre y lo llamábamos el cepillo del ante. Oh, allí hay tantas cosas, Pétalo... Espera a verlas.
Cuando la plancha se enfrió, dio la vuelta al vestido nuevo de Joe y le planchó unas cuantas arrugas.
—Ya está, todo listo. —Se puso las manos en las caderas y miró con satisfacción a su alrededor en la habitación: las superficies limpias de polvo; su traje y el vestido de Joe, colgados detrás de la puerta; sus zapatos colocados pulcramente junto al aparador; a Teddy sentado encima de sus máscaras antigás, junto a la bolsa de papel marrón que contenía los libros de Joe y el dinero de la lata de cacao, atado dentro de un pañuelo—. Ya solo nos queda lavarnos el pelo, lo que haremos más tarde, y secárnoslo junto al fuego.
Joe le recordó que no habían sacudido la alfombra, así que mamá se subió a una silla y abrió la ventana.
—Vaya, ha salido el sol, Pétalo —anunció alegremente—. Ahora hace un tiempo magnífico ahí fuera. No sé tú, pero a mí no me importaría en absoluto dar un paseíto. Tengo polvo hasta en las narices y la garganta, y el aire fresco lo limpiará. ¿Dónde quieres ir? ¿A Princes Park? Casi estamos en otoño, los árboles pueden haber empezado ya a ponerse dorados...
—Sí, pero... —vaciló Joe.
—¿Sí pero qué, mi preciosa, mi adorable Petalito? —Su madre saltó de la silla, bailoteó por la habitación y la levantó en brazos. Bailó con ella un vals alrededor de la cama—. ¿Pero qué, cariño?
—¿Puedo despedirme de Tommy y de Nora?
Había pensado que no volvería a verlos más. Nuestra Señora del Monte Carmelo estaba demasiado lejos de Penny Lane, y más lejos aún de Speke y Kirkby.
Mamá frunció la nariz.
—Ese Tommy es un sinvergüenza, cariño. No entiendo cómo puede caerte bien. Su mamá es una mujer horrible, les da unas palizas a los pobres niños... ¿Y te ha dicho que su padre está en la cárcel?
—No, mamá, pero Tommy es bueno. Es... —Joe se interrumpió, recordando cómo le había rodeado la cintura con el brazo la noche anterior, prometiendo cuidar de ella, y las diversas hazañas atléticas que llevó a cabo para impresionarla. No le importaba que su madre fuese horrible y su padre estuviera en la cárcel. Se encogió de hombros—. Es simpático, mamá.
—Muy bien, cariño —aceptó su madre, resignada—. Supongo que podemos ir hasta el centro y ver escaparates. Volveremos en tranvía a casa.
Fuera, el aire era fresco y limpio, y las dos aspiraron con agrado. Las aceras estaban llenas de charcos y el agua que corría por el arroyo arrastraba paquetes de tabaco vacíos y se precipitaba con ruido por las rejillas del alcantarillado.
Nora corrió a su encuentro cuando se acercaron al Prince Albert. Agarró a Joe de la mano y, por su parte, Tommy hizo un pino perfecto contra la pared. Su madre chasqueó la lengua, pero Joe no supo con certeza si fue a consecuencia de ver la nariz goteante de Nora o la exhibición de Tommy.
Luego, mamá dijo:
—Supongo que no pasará nada si entro y me despido de mis amigos. Todos se preguntarán qué ha sucedido si desaparezco de repente...
—¡Mamá! —protestó Joe alarmada, y de pronto deseó no haberse acercado siquiera al Prince Albert.
Mamá se limitó a reír y le apretó el hombro.
—No te preocupes, Pétalo. Solo me tomaré una limonada. Te doy mi palabra de honor.
Como era de esperar, Nora, que lloraba a la menor ocasión, se convirtió en un mar de lágrimas cuando supo que no volvería a ver a Joe.
—Quiero que Joe se quede —sollozó. Según manifestó Tommy lacónicamente, aquellas fueron sus primeras palabras. Se lo contaría más tarde a su madre, si se acordaba.
Al parecer, a Tommy no le importaba lo más mínimo que se fuera. Se subió a la farola, volvió hacia el lado opuesto su carita de mono y se negó a mirarla. Joe no se sintió herida. Esperaba que encontrase muy pronto otra novia. Se había preparado para comprarles a los dos, a él y a Nora, un regalo y llevaba el pañuelo con los dos chelines y tres peniques bien agarrado en la mano. Aprovechó para guardárselo un momento en que su madre no estaba mirando, porque no creía que a ella le pareciese bien. Le compraría a Nora una barrita Mars y a Tommy, diez cigarrillos Woodbine.
De repente sonó la alarma antiaérea pero fuera, al sol, con gente alrededor, no resultaba tan aterradora como en la oscuridad de la noche. No parecía real. Tommy, encaramado a la farola, no daba muestras de haberla oído. Joe miró nerviosa las puertas del Prince Albert, rezando porque su madre saliera. Aparecieron un hombre y dos mujeres, que se fueron a todo correr en dirección al refugio. Entonces su madre abrió la puerta y gritó:
—¡Joe, cariño, voy al lavabo! Salgo en un abrir y cerrar de ojos.
Joe cruzó la calle hasta la tienda de golosinas. Sonó una campanilla cuando abrió la puerta. Dentro estaba oscuro y olía a tabaco. Las paredes eran de color ocre. Dos de ellas estaban cubiertas de frascos de cristal que contenían un surtido de golosinas que solo con mirarlas se hacía la boca agua. No había señal alguna de cigarrillos en los estantes de detrás del mostrador, y solo entonces recordó que, al decir de Maude, era más fácil encontrar polvo de oro que cigarrillos.
La anciana salió de un cuarto al fondo; se estaba poniendo el abrigo.
—Me voy al refugio, chata. Estaba a punto de cerrar.
—¿Tiene cigarrillos?
—No, y tampoco te los vendería si los tuviera. Eres demasiado pequeña —negó la mujer, que le sonrió afablemente.
—¿Puedo llevarme unos dulces, entonces?
La mujer volvió a sonreír mientras se abrochaba el abrigo.
—Lo siento, chica, pero no puedo pesarlos. Está a punto de empezar el bombardeo. Estoy impaciente por llegar al refugio. —Torció la cabeza y escuchó—. De hecho, ya se oye un avión. Parece que hay más de uno. —Salió de detrás del mostrador y empezó a empujar a Joe hacia la puerta—. Ven conmigo, chata. Dame la mano. Puedes volver más tarde a por los dulces.
—Pero yo solo quería... —Joe se volvió hacia las chocolatinas que estaban en la parte delantera del mostrador, tras un cristal. Solo quería tres barritas Mars.
Serían una para ella, otra para Nora y la tercera para Tommy, aunque él hubiera preferido diez cigarrillos.
De pronto se oyó un silbido agudo, que sonó cada vez más fuerte y más alto. Entonces, la anciana, en lugar de empujarla hacia fuera, tiró de ella con fuerza, y Joe se vio arrastrada debajo del mostrador, donde cayó cuan larga era. La anciana cayó encima, casi aplastándola con su peso.
En ese momento el mundo entero estalló con un estruendo vibrante y ensordecedor; el suelo tembló, los cristales de las ventanas se rompieron, un potente viento cruzó con violencia la tienda y los frascos se cayeron de los estantes. Algo grande y pesado golpeó el mostrador, se rompió el cristal delantero, se partió la madera y todo el mostrador cayó hacia atrás con un crujido y fue proyectado contra los estantes donde deberían haber estado los cigarrillos. Joe y su protectora quedaron cubiertas de esquirlas de cristal.
El rugido cesó y el mundo quedó inmóvil. Por un instante reinó un silencio absoluto. En ese breve silencio que siguió, Joe estaba segura de que habría podido oír cómo caía un alfiler. Luego alguien chilló, alguien más gritó, resonó el llanto de un niño.
¡Nora! Rezó porque el niño fuese Nora. Si Nora estaba bien, también lo estaría su madre. Por favor, Dios, por favor, que mamá esté bien.
Trató de ponerse de pie, pero la anciana dijo con una calma sorprendente:
—No te muevas, cariño. Deja que salga yo primero. Ten cuidado, no te cortes. Hay cristales por todas partes.
¡Mamá, mamá, mamá! La palabra le martilleaba la cabeza.
La mujer iba saliendo poco a poco hacia atrás, pero lo hacía muy, muy lentamente. Joe sintió desaparecer el peso que le oprimía el cuerpo. Un segundo más tarde, ignorando el consejo de que se lo tomase con calma, de que tuviera cuidado de dónde ponía las manos —«¡Oh, cuidado, cariño!»—, logró pasar a través de los fragmentos de cristales y de las docenas de chocolatinas que se habían caído del mostrador. Las manos y los brazos le sangraban, sentía infinidad de cristalillos en el pelo. Tenía el vestido roto. No le importaba nada.
Lo primero que advirtió cuando se incorporó fue la luz, una luz brillante. Cuando entró en la tienda reinaba la oscuridad. Ahora había luz, porque no existían ventanas, ni puerta, ni fachada de la tienda, ni edificio enfrente que ocultara la luminosidad.
¡El Prince Albert no existía!
La tienda estaba llena de escombros. Azulejos de tono verde oscuro brillaban como esmeraldas entre los destrozos. En el aire se veía un polvo gris en suspensión. El Prince Albert, en ruinas, yacía ante ella. Se había desplomado sobre la tienda y la calle, quebrado en mil pedazos.
La niña que lloraba era Shirl. Seguía en pleno llanto al otro lado de la calle, de pie entre los escombros, con su hermanita en brazos. Lloraba por su madre.
Joe contempló la destrucción con la mirada turbia y desconcertada. Se oyó una campana. Se acercaba un camión de bomberos, o tal vez una ambulancia, no lo sabía. Apareció gente, con rostros fieros y desencajados, y empezaron a retirar los escombros con las manos desnudas.
Y poco a poco, a medida que todo iba adquiriendo sentido, Joe se sintió curiosamente vacía, encogida, como el brazo de Tommy, como si su corazón y su alma, su espíritu, se hubieran ido volando hasta el cielo para estar con su madre.