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Originalmente se había llamado Burford House, le explicó en cierta ocasión Louisa. La había construido un tal Clarence Burford en 1858. Por entonces, la casa se erguía solitaria entre la arena. Louisa llevaba casi treinta años viviendo allí.

—Llegamos a Liverpool desde Nueva York y decidimos pasar unos días aquí y echar un vistazo a uno de los puertos más famosos del mundo. Chuck consiguió que le prestasen un coche. Estaba conduciendo el maldito cacharro por la playa cuando vimos la casa. Yo me enamoré de ella inmediatamente, aunque no pasé mucho tiempo aquí. Siempre estaba viajando a Londres o a Nueva York.

Las gemelas la llamaron Barefoot House y el nombre persistió. Phoebe dijo que tenían diez años cuando su madre mandó a buscarlas a América.

Nelson Road no existía cuando Louisa compró la casa, y la anciana odiaba aquellas nuevas propiedades.

—Estúpidas —las llamaba—. Son estúpidas casitas para gentecilla estúpida.

Por suerte solo eran visibles desde la parte posterior y desde las habitaciones de arriba, que únicamente se usaban cuando venían Marina y Hilary. Aún era fácil creer que Barefoot House, rodeada como estaba por muros de tres metros, y con solo la arena y el río visibles desde la parte delantera, hubiera estado alguna vez aislada por completo.

El médico ya se iba el día que Joe llegó. Se tocó el ala del sombrero.

—Si es usted la nueva acompañante, tiene toda mi simpatía, jovencita. Su excelencia está hoy de un humor de perros.

Joe entró, dejó la maleta al pie de la escalera y gritó: «¡Hola, soy yo!». No hubo ninguna respuesta.

Se oyó un ruido procedente de algún lugar de la parte posterior. Joe encontró en la cocina a Louisa Chalcott, vestida con pantalones de pinzas de tweed y una camisa de manga corta, con el pelo negro revuelto y despeinado. Vio que trataba como podía de apoyarse en el bastón, al tiempo que luchaba con todas sus fuerzas con una especie de extraño artilugio metálico, algo así como un cazo, al cual trataba de quitar la tapa.

—Hola —repitió. Louisa, sobresaltada, dejó caer el cacharro de metal al suelo.

—¡Joder! —escupió. Miró furiosa a Joe—. No me digas que eres de las que andan de puntillas. No puedo soportarlas. Tuve a alguien una vez, la señorita Twizzlewit o algo así, que andaba acechando todo el día como un jodido ratón.

—No quería asustarla, pero he entrado normalmente, e incluso he gritado desde el vestíbulo.

Louisa ignoró la explicación.

—Ese estúpido médico acaba de decirme que tengo algo mal en el corazón. Una compañera silenciosa es lo último que necesito en este momento. Bueno, ya que estás aquí, podrías hacer café. Me gusta solo y muy fuerte, sin azúcar. —Golpeó el cazo. La cafetera de filtro está en el suelo.

Joe levantó el artefacto. Nunca había visto nada parecido.

—¿Qué se supone que tengo que hacer con esto?

—¡Café, idiota! Lo encontrarás en el armario, y el agua, en el grifo. El café va aquí —señaló una parte redonda con agujeros que parecía encajar arriba—. Llena el fondo de agua y ponlo al fuego. Te diré cuándo está listo.

—Gracias.

—Estaré en mi habitación, y cuando lo traigas, no te deslices.

—No me he deslizado —negó Joe con amabilidad—. Y otra cosa: si vuelve a llamarme idiota, me marcho en el acto—. Pensó que eso podía inducir una disculpa, pero Louisa se limitó a emitir un gruñido despectivo y se marchó cojeando ostensiblemente.

Empezaré a mirar el Echo de nuevo para buscarme otro trabajo, se juró una estremecida Joe mientras esperaba a que hirviera el agua y el delicioso aroma del café invadiese la reducida y anticuada cocina, con su suelo de piedra y el hondo fregadero marrón. La cocina y la caldera parecían salidas del arca de Noé. Una rejilla sobre la pequeña ventana oscurecía mucho la estancia. Y había corriente de aire. En invierno aquello debía de ser una nevera. Le tembló el labio inferior. A esa hora, la semana anterior, estaba en Haylands pero el campamento y todo cuanto había sucedido allí empezaban a parecerle como un sueño encantador del cual se había despertado hacía ya mucho.

Oyó un golpe, seguido de un grito.

—¡Ya debería estar listo!

La habitación de Louisa parecía haber sido un estudio. Había un escritorio grande y las estanterías de las paredes rebosaban de libros. Había una cama doble extrañamente colocada en el centro. Ella, sentada en una mecedora, fumaba mientras miraba por la ventana hacia el río. No se volvió cuando entró Joe.

—Envejecer es una mierda —dijo con un tono agrio—. Ya lo descubrirás tú misma algún día. Cuando llegué aquí por primera vez, solía imaginarme a mí misma paseando por la playa a los ochenta. Siempre estuve muy en forma, sabes, solía nadar todas las mañanas. —Se rio amargamente—. Ahora no puedo ni subir las escaleras. El médico viene una vez al mes, y siempre me encuentra algo nuevo. Cuando no son los oídos, son las articulaciones, o los ojos, o... Esta vez ha sido el corazón. Late demasiado deprisa, o demasiado despacio ya no me acuerdo de lo que ha dicho. Trato de no escucharlo. No quiero saber. Si pienso demasiado en ello, me preocupo, y no soporto a las personas que sienten lástima de sí mismas. —Se dio la vuelta y la observó con sus ojos grandes y brillantes—. ¿Eres virgen?

La pregunta la pilló tan desprevenida que Joe casi deja caer el café. Lo dejó en el asiento de la ventana junto a su extraña nueva jefa.

—Métase en sus asuntos —masculló.

—Eso significa que no lo eres, o habrías dicho algo como «Por supuesto que sí», con la misma voz ofendida. —Louisa estiró los brazos escuálidos, surcados de venas azuladas—. ¿Qué edad tienes? ¿Diecisiete? Yo me tiré al primero a los trece, era un amigo de mi padre. ¡Oh, vamos, cuéntame algún cotilleo, Joe! —gritó—. ¿Cómo es tu chico? ¿Cómo se llama? ¿Sigues viéndolo? ¿Va a venir a Barefoot House a cortejarte con flores? — Se inclinó hacia delante y dijo, astuta—: ¿O acaso ha habido más de uno? Impresióname. Dime, ¿qué está pasando en el mundo más allá de estas cuatro paredes?

—¿No ha oído hablar de los periódicos?

—Leer sobre algo no es lo mismo. Oh, ya sé lo de la aventura de Ingrid Bergman con Roberto Rossellini y sus dos hijos ilegítimos. Pero prefiero los cotilleos cara a cara. Así todo es más jugoso.

—Bueno, pues de mí no va a sacar usted nada jugoso.

Al día siguiente, Phoebe le enseñó el despacho. Había allí un escritorio y una silla, una máquina de escribir tan antigua que bien podía haber sido la primera que se fabricó, y una pequeña estantería con libros, sobre todo obras de referencia. Los cajones del escritorio estaban llenos de papel de bordes curvados, amarillentos, y numerosas hojas sueltas de papel carbón, todas muy usadas. La habitación era tan pequeña, fría y oscura como la cocina que estaba enfrente, y con idéntica corriente de aire.

Louisa solo necesitaba que le escribiera dos o tres cartas al día, por fortuna, pues pulsar las teclas de la máquina de escribir requería de toda la fuerza de Joe; la «p» y la «b» no tenían rabito y la «e» era apenas visible. Tenía que repasarlas después con una pluma. A veces las cartas eran para los agentes de Louisa —Cy Marks en Nueva York y Leonard McGill en Londres—, y normalmente se referían a alguno de sus poemas que se iban a publicar en una antología o revista, o acusaban recibo de algún cheque, por lo común muy exiguo. Todos sus libros estaban agotados, dijo Phoebe, aunque ella seguía recibiendo cartas de estudiantes y admiradores, para las que había una respuesta estándar.

Los peores momentos, y también los más agotadores, eran los que dedicaba a escribir a viejos amigos. Entonces se quedaba de pie detrás de ella, y al tiempo que respiraba pesadamente y se negaba a sentarse, soltaba una retahíla increíble de mentiras. Se encontraba muy bien. Estaba escribiendo como una posesa. Dio una fiesta suntuosa en casa el fin de semana anterior. Había ido al teatro... «¿Has traído el periódico vespertino de ayer, Phoebe, para ver qué hay en cartel? A ver, Joe, ¿por dónde voy?», le preguntaba a ella luego.

—No tengo ni idea. Me he quedado en eso de que está usted escribiendo como una posesa. Dicta demasiado deprisa. Sé taquigrafía, ¿sabe? Así sería mucho más fácil.

—No sería tan espontáneo.

—No veo nada de espontáneo en tener que repetirlo todo una docena de veces. La mecanógrafa más rápida del mundo no podría seguirla con este maldito trasto... —Joe escribió trabajosamente «como una posesa». Descubrió que la «m» parecía haber desaparecido también.

A medida que pasaban las semanas, Joe se fue acostumbrando al carácter grosero y exigente de Louisa Chalcott. A veces era difícil contestarle de manera grosera por igual. No siempre estaba de humor, y habría preferido recluirse en su habitación para llorar a gusto, pero hubiera sido fatal dar cualquier muestra de debilidad delante de su jefa.

Muy pronto se acostumbró a una rutina. En cuanto se levantaba, si el tiempo era medio razonable, se iba a dar un paseo por la costa. A la vuelta preparaba el desayuno: un huevo pasado por agua con una rebanada de pan untada con mantequilla para Louisa y cereales para ella. Hacia las diez llegaba Phoebe con la compra y Joe se iba al despacho y abría el correo del día. La asistenta hacía la comida a las doce y las tres comían juntas en el salón; aquel era el momento más alegre del día para Joe, pues Phoebe les contaba divertidas historias de su familia. Tenía cinco hijos, todos ellos casados, y doce nietos, que siempre se metían en líos. Louisa se implicaba mucho en aquellos relatos tan triviales y formulaba innumerables preguntas.

—Es realmente patético —comentaba Phoebe en privado—. No echa de menos en absoluto el mundo exterior. Ni muerta dejaría que la vieran en una silla de ruedas, porque de no ser así podrías llevarla a pasear. Lo que necesita es una acompañante que sepa conducir. Hay un coche en el garaje que antes conducía ella misma. Le gustaría que la llevaran de compras.

Joe investigó en el garaje situado en la parte de atrás de la casa, donde unas altas puertas dobles, ahora cerradas con candado, daban a Nelson Road. Dentro había, en efecto, un coche, una pequeña caja negra y polvorienta con ruedas. Algún día podría sugerirle a Louisa que le permitiera tomar clases de conducir.

Las tardes y las noches, Joe tenía poco que hacer, excepto preparar sándwiches para la cena y abundantes tazas de café. Louisa pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto, en la cama o sentada en la mecedora, perdida en sus pensamientos o escribiendo con su escritura grande, salvaje, execrable, en un cuaderno rojo brillante, que cerraba con presteza si se acercaba alguien. Cuando Joe le llevaba alguna bebida, solía hablarle de sus amantes, que al parecer se contaron por centenares —poetas, actores, escritores, políticos y conocidos playboys—, o al menos era lo que decía.

Aparte de eso, Joe se sentaba aburrida a leer en el salón, aprendía a tejer, contemplaba la vista. Pero estaba harta de no ver más que el mar, barcos y arena. Solo unas cuantas personas solitarias bajaban a la playa en invierno. Deseaba tener compañía, echaba de menos el ruido, el tráfico, una radio, y se habría ofrecido a hacer la compra y la comida si ello no hubiera significado invadir el terreno de Phoebe. Suponía una auténtica fiesta el hecho de que Louisa se quedara sin cigarrillos, con lo cual ella tenía que ir hasta las tiendas, y aprovechaba para comprar un periódico a fin de buscar otro trabajo, de momento sin éxito. Marian y Hilary telefoneaban a menudo, para saber cómo seguía su madre, pero Louisa se negaba en redondo a hablar con sus hijas y Joe tenía que explicarles que se encontraba muy bien. Louisa solo se acercaba al teléfono del vestíbulo si quien llamaba era un agente o su amiga Pulgarcita, de Nueva York, con quien charlaba horas enteras. Pulgarcita enviaba cada mes un montón de periódicos estadounidenses que Louisa leía con ansiedad de cabo a rabo, de la primera a la última página.

—Qué nombre más raro —apuntó Joe.

—La llamo así, Pulgarcita, porque es muy baja —explicó Louisa con una sonrisa afable—. Solo mide un metro cincuenta. Su verdadero nombre es Albertina. Ha tenido seis maridos, cada uno de ellos más rico que el anterior. Espero oír cualquier día de estos que se va a casar con el señor Siete, que será un archimultimillonario.

Joe tenía libres los martes por la tarde y todos los sábados. Con una sensación de euforia, tomaba el tren hasta Exchange Station para encontrarse con Lily. Entre semana iban al cine. Los sábados los dedicaban a ir de compras y después a casa de los Kavanagh a cenar y cambiarse para ir a bailar al Locarno o al Grafton. Pero pronto tendría que dejar de ir a cenar, porque ya estaban en diciembre y Ben llegaría a casa cualquier día. La señora Kavanagh no quería en modo alguno que su hijo se disgustara.

Cuando volvía a Barefoot, Louisa la breaba a preguntas.

—¿Has conocido a algún chico guapo? ¿Qué película has ido a ver? ¿Fuiste a George Henry Lee? Yo compraba mucha ropa allí en otros tiempos, ¿sabes? Y Joe respondía a cada pregunta, hasta llegar incluso a hacer una minuciosa descripción física de Richard Widmark, al que acababa de ver en Noche en la ciudad, y luego sacaba todo lo que había comprado para que Louisa lo examinara, en general para criticar.

—Yo solía comprar cosméticos de Helena Rubinstein. Los lápices de rouge venían en unas grandes cajas doradas, no en tubitos de baquelita como esos.

—Si me duplica el sueldo, yo también compraré cosméticos de Helena Rubinstein.

A sugerencia de Louisa, llevó a la casa a Lily para que la conociese. Al principio, su amiga se quedó aterrorizada ante la feroz anciana, que al momento empezó a meterse en su vida privada, pero se suavizó cuando la otra le dijo que tenía ojos de mujer fatal.-Apuesto a que tienes montones de chicos que andan detrás de ti —agregó con astucia Louisa.

—Bueno, unos cuantos —admitió Lily, aunque no había ni uno en el horizonte en aquel momento.

—Y apuesto a que los haces sufrir.

—Oh, sí, claro que sí.

—Bueno, no los hagas sufrir demasiado —aconsejó sabiamente la anciana—. Párate de vez en cuando y deja que te alcancen.

—Oh, ya lo hago —respondió Lily.

—Oye, ¿de qué demonios iba esa tía? —preguntó Lily cuando Joe la acompañó a la estación—. Toda esa charla sobre sexo... No sé, queda raro en una mujer tan mayor. ¿Está mal de la cabeza?

—Posiblemente —convino Joe.

—¿Tú crees que tengo ojos de mujer fatal, Joe?

—Posiblemente —repitió.

El día de Navidad, Joe se despertó con el corazón en un puño y una sensación de pesimismo, pues sabía que el día iba a ser sumamente aburrido. Como los domingos, solo que peor. El tiempo no contribuía a mejorar las cosas. El cielo tenía el color de la pizarra húmeda, amenazaba lluvia y el río bajaba marrón y turbulento. Fue temprano a misa. A la vuelta, el cielo se abrió y se empapó, a pesar de su pesado impermeable y del paraguas. Una vez en casa, se cambió de ropa, colgó el impermeable en el cuarto de baño y prendió el fuego del salón. Louisa seguía en la cama y la casa, fría y oscura, estaba silenciosa y tranquila. El único sonido que se oía era el repiqueteo de la lluvia contra las ventanas.

¿Qué estoy haciendo aquí?

Joe sentía unos deseos locos de gritar. Después de las fiestas empezaría a buscar en serio otra cosa. Se dio una rápida vuelta por la casa y encendió todas las luces —en el vestíbulo, en el descansillo, en el salón— antes de ir a la cocina para hacer un té. Phoebe había dejado un pollo, ya relleno y asado, en la fresquera, y un pudin hecho por ella misma. Lo único que debía hacer Joe era preparar las patatas y las coles de Bruselas, así como la salsa y las natillas.

Pensó en los Kavanagh, y en lo diferente que sería aquel día para ellos. Marigold, su marido Jonathan y sus tres hijos irían a comer, así como Daisy y su amiga Eunice. Robert se iba a acercar desde Londres. Ben ya estaba en casa. Stanley telefonearía seguramente desde Alemania; Freya, su mujer, estaba esperando el primer hijo. Se imaginó el intercambio ritual de regalos después del desayuno; recordó que el regalo que le había hecho Lily estaba en su habitación, pero no le apetecía subir y abrirlo.

Sonó el teléfono. Era Hilary, que quería desearle feliz Navidad a su madre.

—Está aún en la cama. Voy a despertarla.

No hubo respuesta cuando llamó, así que entró en el cuarto. Louisa estaba tumbada boca abajo entre las sábanas.

—Hilary está al teléfono. Quiere hablar con usted.

Seguía sin haber respuesta. Con una sensación de alarma, Joe sacudió a la figura inmóvil.

—Lárgate —gruñó Louisa sin moverse—. Dile a Hilary que me voy a pasar el día en la cama.

—Pero no puede hacer una cosa así, es Navidad.

—Sé perfectamente qué día es, y haré lo que me dé la gana. Y dile a la idiota de mi hija que se vaya a la mierda.

—Todavía está un poco adormilada —le dijo Joe a Hilary. Quizá la quiera llamar luego, por la tarde. —Su pesimismo se acentuó. No le apetecía enfrentarse al mal humor de Louisa. Con un suspiro, volvió a la habitación—. ¿Qué pasa?

—Te he dicho que te largaras.

Louisa no se había movido. Solo se le veía la parte superior de su cabello negro bajo la ropa de cama.

—No tengo la menor intención de hacer lo que me dice. ¿Quiere que le traiga una taza de café?

—No. ¿Por qué no te vas con tus amigos de Childwall? Cena allí, abre los regalos, bebe jerez... Pásatelo bien, en una palabra.

—No puedo hacerlo —rechazó Joe de manera categórica—. Hoy, no. Hoy allí no sería bienvenida.

Por fin, Louisa alzó la cabeza. Su rostro anciano mostraba la marca de los pliegues de la almohada. Además, tenía los ojos sospechosamente rojos, como si hubiera estado llorando.

—¿Por qué no?

—Porque está allí mi antiguo novio, Ben. Estudia en la universidad, ha ido a casa estos días y les preocupa que se pueda disgustar. —Supuso que esta pequeña información resultaría interesante para la anciana, y estaba en lo cierto. No se brindó a ayudar a Louisa mientras esta pugnaba por enderezarse en la cama, a sabiendas de que la iba a rechazar refunfuñando.

—¿Es el que se acostó contigo? —preguntó interesada.

—Yo nunca he dicho que me haya acostado con nadie, ¿o sí?

—No, pero lo has hecho. Lo leo en tus ojos. Eres una mujer, no una niña. Oh, por favor, Joe —imploró—, cuéntamelo, cuéntamelo todo. Últimamente vivo a través de otras personas. Estoy privada de sexo, de aventuras, soy un parásito. Me alimento de otras personas para seguir viva.

—Muy bien —aceptó Joe con brusquedad—, lo haré, pero no hasta que se haya levantado, vestido y esté en el salón ante una taza de café.

A Louisa, la historia con Griff le pareció desesperadamente romántica.

—¡Y fingía ser homosexual!

—No, solo daba esa impresión. Pura apariencia. Al fin y al cabo, es actor.

—Una vez, yo me acosté con un homosexual. No estuvo mal, incluso conseguí enseñarle unas cuantas cosas. ¿Lo has hecho alguna vez con una mujer? Bueno, eso sí que es interesante de veras.

—¡No! A veces, Louisa, sospecho que dice las cosas solo para impresionarme.

—Querida, nunca te he dicho nada mínimamente impresionante. —Emitió una risa ronca—. En mis tiempos se me consideraba una ninfómana. Podría contarte cosas que te helarían la sangre. —Miró por la ventana y dijo, con voz que denotaba a un tiempo envidia y nostalgia—: Me pregunto a dónde irá ese transatlántico.

Joe observó el impresionante buque brillantemente iluminado que navegaba frente a ellas. Habría dado cualquier cosa por ir en él rumbo a algún lugar emocionante, en vez de estar allí soportando a una vieja egoísta y malhumorada el día de Navidad.

—En una ocasión pasé las navidades en un barco —suspiró Louisa—. Hubo una fiesta que duró tres días enteros. Me acosté con tres marineros y con el sobrecargo.

—¿En eso es en lo único que piensa siempre, en el sexo?

—Sí —afirmó Louisa terminante—. Y aún lo hago. Es lo único que me ha importado en la vida.

—¿Y el amor? —inquirió Joe con curiosidad—. ¿No se enamoró nunca de ninguno de los hombres con los que tuvo esos continuos encuentros sexuales?

—A veces, pero el amor estorba. El amor deja a su paso celos, y las cosas enseguida se tuercen. —Gimió y se ciñó los caídos pechos con los brazos—. Todavía echo de menos el sexo. Me muero por el sexo. Mi cuerpo ha envejecido, pero mi mente, no. De cabeza, aún continúo siendo una chica joven.

Joe apartó la mirada, avergonzada. Una vez más, pensó en la casa brillante y alegre de los Kavanagh.

—Voy a pelar las patatas —concluyó aburrida.

—¡Saca vino de la bodega! —gritó Louisa—. Saca dos botellas. Creo que hoy me voy a emborrachar.

—Estaba a punto de tomarme una pastilla para dormir cuando entraste en la habitación —dijo Louise durante la cena—. Pensé en todas las navidades que pasaron, los tiempos felices que viví, los juegos a los que nos entregábamos, los coqueteos, los regalos tontos que nos hacíamos unos a otros. No podía soportar la idea de pasar otra Navidad en esta casa. ¡Esta casa tan jodidamente aburrida! Lo mejor era pasármela durmiendo. Sabes — prosiguió animada—, un año pasé la Navidad con Virginia Woolf.

—¿De verdad?

—Joe nunca había oído hablar de Virginia Woolf. Se preguntó si Louisa pensaba alguna vez en alguien que no fuera ella misma. ¿No se le habría ocurrido siquiera por un instante que si se tomaba un somnífero el día de Navidad de su acompañante habría sido más deprimente aún de lo que ya lo era?

Louisa iba por el cuarto vaso de vino. Tenía las mejillas arreboladas. Joe recogió los platos, los llevó a la cocina e hizo natillas para el pudin que hervía al fuego. Llevó los cuencos al salón y dijo:

—Si supiera conducir, habríamos podido ir a cenar al Adelphi, o a algún hotel fino de Southport. Podríamos incluso ir de compras de vez en cuando.

—No estoy preparada para que me lleven y me traigan como si fuese una inválida. —Las mejillas de Louisa enrojecieron aún más.

—En ese caso, dentro de un mes me marcho. —Conseguiría un trabajo normal, encontraría una habitación, aunque no le quedaran más que unos chelines a la semana—. Francamente, Louisa —añadió con voz temblorosa—, me muero de aburrimiento. No es usted la única que encuentra insoportable esta casa. Y estas son las peores navidades que he pasado nunca. Es todo tan triste, tan deprimente, que podría echarme a gritar.

—Oh.

Hubo un largo silencio, roto de repente por el timbre del teléfono. Esta vez era Marian la que preguntaba por su madre.

—Dile que Felices Pascuas —soltó Louisa—. Dile que estoy demasiado enferma para hablar.

—Eso sería cruel. A usted no le pasa nada. Ahora mismo se pone —dijo al auricular. Observó cómo Louisa cojeaba de forma exagerada de camino hacia el vestíbulo.

Aquella noche, la anciana dijo escuetamente:

—Te pagaré las lecciones de conducción. Que luego salga contigo o no, eso ya se verá. Si te aburres como dices, sal con más frecuencia. Me encanta oír hablar de bailes y de películas. Y trae a Lily más a menudo. Esa chica me gusta. —Por primera vez desde que la conocía, advirtió un atisbo de temblor en su voz ronca y antipática—. Eres mi conexión con la vida, Joe. No quiero que te vayas.

Joe se sintió incómoda a finales de diciembre, cuando comprobó que su sueldo había aumentado de diez libras mensuales a quince.

—Cuando dije que me pensaba despedir, le aseguro que no la estaba chantajeando —expuso vacilante—. No tiene por qué hacer esto.

—A caballo regalado... —murmuró Louisa—. Y si creyera que estabas chantajeándome, te habría puesto de patitas en la calle en un abrir y cerrar de ojos, descuida.