4

Aún había luz fuera, pero el salón estaba en semipenumbra, porque la tía Ivy nunca descorría las gruesas cortinas verdes más de unos centímetros para que el sol no destiñera la alfombra. Aun así, Joe pudo ver las numerosas fotos enmarcadas de mamá que estaban distribuidas por toda la habitación.

—¡Ooh! —exclamó. Alcanzó una de su madre cuando era pequeña, de su primera comunión. Lucía un vestido blanco con mangas afaroladas y nido de abeja en el cuerpo, zapatos blancos y calcetines. Llevaba casi todo el pelo escondido tras un velo corto triangular, y sostenía un libro blanco de oraciones mientras sonreía ampliamente. En el suelo había manchas de nieve frente a la iglesia, y los árboles aparecían cubiertos de escarcha.

Joe apretó la foto contra su pecho.

—Debió de pasar frío —le comentó a la tía Ivy.

—Nunca tenía mucho frío —contestó su tía—. Supongo que ya te diste cuenta de eso. Era difícil convencerla de que se pusiera una chaqueta cuando llegaba el invierno, y nunca conseguí que llevara camiseta. Aún tengo guardados su velo y su libro de oraciones. Te los puedes quedar, si quieres.

—Me gustaría mucho, gracias.

Su tía llevaba el guardapolvo azul marino que solo se ponía los domingos, para limpiar. Como Joe no la veía desde hacía varios días, le pareció que había envejecido veinte o treinta años. Su rostro de tez algo amarillenta se había marchitado, parecía más baja y estaba acurrucada en el extremo del gran sofá, como si quisiera desaparecer dentro de él. Le sorprendió comprobar la honda tristeza que reflejaban sus ojillos grises.

—La quería, ¿sabes? —Señaló la fotografía con la cabeza—. Tenía seis años en esa foto. La misma edad que tú cuando viniste. Odiaba que te parecieses tanto a ella. Sentí como si hubiera vuelto para maldecirme. Cada vez que te miraba, me sentía culpable. Me guardé las fotos, escondidas en el cuarto trastero. Pero a ti no podía guardarte, ¿verdad? Siempre estabas ahí, recordándome lo que había hecho. ¡Oh, Dios mío! —Hundió la cara entre las manos y empezó a sollozar.

—¿Qué hiciste? —Joe se sentía como si se hubieran cambiado los papeles, como si ella fuese la tía e Ivy la niña.

—La eché de casa —hipó con violencia Ivy—. Arrojé a mi propia hermana a la calle, cuando desde el primer momento supe que no era culpa suya. Conocía a Mabel tan bien como a mí misma. La había criado. Sabía perfectamente que nunca iría con un hombre, y menos aún con el marido de su propia hermana. No era esa clase de chica. Pero me oculté todo aquello a mí misma, y cada vez que afloraba a la superficie volvía a ocultarlo, porque aunque quería a Mabel, quería más todavía a mi Vince. Me negaba a creer que hubiera hecho una cosa semejante. —Alzó los ojos enrojecidos—. Sabes que era tu padre, ¿verdad?

Joe se sentó. Apretó con fuerza la foto de su madre contra su pecho.

—Lo he sospechado estos últimos días, pero prefería no pensar en ello.

—Como yo, ¿eh? —Ivy profirió lo que pretendió ser una risa sarcástica, pero pareció más un sollozo—. Hay pensamientos que están mejor escondidos, porque si no, acaban volviéndote loca. —Sonrió con amargura—. Conocí a Vince delante de la iglesia. Yo estaba con Mabel. Ella tenía doce años y yo, veinticuatro.

Hizo una pausa, contempló a su sobrina y fue la primera vez que esta percibió que la mirada de su tía no estaba llena de odio.

—Nunca sabrás lo que se siente al ser vulgar. No sé de dónde he sacado mi aspecto; algún salto atrás en la familia, supongo, un pequeño duende feo. Tampoco me ayudó demasiado tener ictericia cuando era pequeña. Mi padre era un hombre guapo, Mabel salió a él, y en cuanto a mamá, era preciosa. Bueno, yo suponía que iba a encontrar marido algún día, pero nunca pensé que fuese alguien como Vince. Era tan guapo, tanto... —añadió soñadora, como si Vince estuviera muerto y Joe no lo hubiera conocido nunca. Después suspiró—. Pero, en realidad, quizá fue siempre detrás de Mabel. Creo que lo sospeché desde el principio, pero lo mantuve oculto en un sótano oscuro en mi cerebro, como todas las demás cosas.

De pronto, pasó el brazo por detrás del sofá y sacó un vaso y una botella de whisky casi vacía.

—Creo que estoy un pelín borracha. He estado bebiendo todo el día, y también ayer. —Vertió el resto del whisky en el vaso y agitó la botella—. Esto lleva en casa cinco años, así que ya ves que normalmente no lo hago. Prepárate una taza de té si te apetece. Y a partir de mañana, empezaré a ocuparme de ti como es debido. Ahora mismo, no soy capaz ni de caminar hasta la cocina.

—Lo haré enseguida, gracias.

El odio que durante todo aquel tiempo sintiera hacia su tía había desaparecido. Era imposible no sentir simpatía por la pobre mujer patética acurrucada en el sofá. Y, por pequeña que fuera, entendía la necesidad de disculparse, pedir perdón, explicar. Debió de sentirse hecha polvo cuando la señora Kavanagh le contó lo que había estado haciendo su marido.

—Ah, y otra cosa, cariño. —Su tía apuró el vaso. Tenía la voz pastosa y confusa, como solía estar la de mamá—. Nunca te habría dejado sola con él si hubiese pensado que había la menor posibilidad de que te pusiera un dedo encima. ¡A su propia hija! Debía de estar enfermo. Es un delito. Eso tiene un nombre..., que ahora mismo no recuerdo. Por eso conseguí que se fuera. Amenacé con denunciarlo a la Policía. —Su rostro pareció temblar—. Oh, me pregunto dónde estará, si tiene un sitio donde dormir.

Joe sintió que se le helaba la sangre: ¡Todavía lo ama!, pensó. En el fondo de su corazón, quizá Ivy aún deseara convencerse de que «mi Vince» no había hecho nada malo.

Hizo té y lo llevó al cuarto de estar, donde corrió las cortinas de oscurecimiento, discretamente escondidas tras la seda verde, y encendió la lámpara.

La tía Ivy estaba llorando a moco tendido.

—Permitió que la echara antes que contarme la verdad sobre Vince.

—Creía que saber la verdad te mataría —indicó Joe.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Ivy, y se persignó—. Dios, perdóname.

Poco después, se durmió. Joe le echó por encima el edredón marrón y se fue a la cama.

Ni Joe ni Lily aprobaron el examen.

—Supongo que no éramos lo bastante listas —apuntó Joe cuando llegaron las cartas con los resultados. St. Joseph había cerrado dos semanas antes con motivo de las vacaciones de verano.

—Yo habría aprobado si no hubiera tenido un dolor de cabeza tan horrible —manifestó Lily—. Y además, mi plumín estaba torcido, y estoy segura de que la señora Barrett no nos enseñó algunas sumas.

Joe sonrió.

—Y la silla era incómoda, el sol te daba directamente en los ojos y el pupitre se tambaleaba.

—No sé de qué estás hablando. En cualquier caso, si Ben sacó adelante el examen, yo también habría debido hacerlo.

—Oh, Lil. ¿No te has leído el informe de fin de trimestre de Ben? Tiene la nota máxima en todo menos en arte.

—Si hubiera entrado el arte en el examen, estoy segura de que yo también lo habría aprobado —rezongó Lily—. El señor Crocker dijo que el dibujo que hice de un tigre era brillante. En realidad, el señor Crocker había dicho que todos los dibujos eran brillantes, pero a veces no merecía la pena discutir con Lily.

Como miles de calles de todo el país, Machin Street celebraba una gran fiesta. Era el 8 de mayo de 1945, día de la Victoria, y la guerra había concluido por fin. Banderines hechos a toda prisa oscilaban movidos por la brisa cálida. De las ventanas colgaban banderas británicas, se quitaron las cortinas de oscurecimiento y se arrancaron las feas cintas adhesivas de los cristales. Las mesas rebosaban de comida y se entregó una tableta de chocolate a cada niño.

El día fue declarado fiesta nacional y todo el mundo enloqueció por completo. Se sacaron al exterior no pocos pianos para acompañar los cantos y los bailes. Vecinos que nunca se habían dirigido la palabra o que habían jurado no volver a hablarse se estrechaban las manos y prometían ser buenos amigos.

Hubo cánticos y bailes y todo el mundo se emocionó mucho al cantar «We’ll Meet Again» y «Land of Hope and Glory». Joe bailó con Lily. Se agarró a la cintura del señor Kavanagh cuando la calle entera bailó la conga, con la tía Ivy detrás. Trazaron círculos y bailaron el «Hokey Cokey» y «Knees Up Mother Brown». Más tarde, cuando todo se tranquilizó un poco, Ben la enlazó para bailar el vals «Who’s Taking You Home Tonight?».

—Siempre recordaremos este día— susurró Ben—. Hablaremos de él cuando seamos muy viejos, evocaremos el día en que finalizó la peor guerra que el mundo ha conocido. —Le brillaron los ojos de emoción—. Te quiero, Joe —farfulló.

—Te quiero —contestó ella con un hilo de voz.

Las celebraciones continuaron hasta altas horas de la noche. Cuando oscureció, se encendieron las luces de las casas y la calle entera cantó «When the Lights Go On Again», a lo cual siguieron grandes vítores y todo el mundo coreó el «God Save the King».

A la mañana siguiente, antes de irse a trabajar, la tía Ivy le dio un único consejo maternal:

—Te vi bailando con Ben Kavanagh anoche, cariño. Tienes que ser cuidadosa.

—Pero si es buenísimo —protestó Joe.

—Oh, sí, es un chico encantador, de una familia estupenda. Me ilusionaría mucho que te convirtieras en una Kavanagh. —Cerró los ojos, como si se imaginara a sí misma radiante, compartiendo con la señora Kavanagh la ceremonia de la boda—. Pero eres demasiado joven aún para pensar en novios. Ben está enamorado, evidentemente, y si no tienes cuidado, te verás lanzada con los ojos cerrados a un matrimonio con un chico al que no quieres, solo porque nunca has conocido a ningún otro. Todo el amor será por parte de él, y aunque puedas creer que ello es suficiente para ambos, no es verdad. —Frunció los labios con tristeza—. Es algo que sé por amarga experiencia. Yo amaba a mi Vince por diez, y ya ves lo que hizo...

—Lo siento, tía —suspiró Joe.

—Oh, Dios mío, niña, no te disculpes. Él trató de arruinarte la vida como arruinó la mía. Pero al menos estamos vivas para contarlo, no como nuestra pobre Mabel.