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Se enamoró de él a primera vista, una posibilidad que no creía viable en la vida real. Fue durante su última noche en Nueva York. En la majestuosa mansión de Pulgarcita, su maleta estaba lista, y había avisado a Matthew para que la llevara al aeropuerto con tiempo suficiente para embarcar en el avión de las diez a Heathrow. Les había comprado a él y a Estelle un pequeño regalo por haberla atendido tan bien. Sentía abandonar Nueva York, pero estaba deseando volver a casa.
Entonces conoció a Jack Coltrane y todo cambió.
Cuatro semanas antes, cuando el sol estaba ya en el ocaso, Pulgarcita, pequeña, impresionante, de setenta y cinco años pero con aspecto de tener cincuenta, con un irreal cabello dorado y subida en unos tacones de doce centímetros, había recogido a Joe en el aeropuerto en un coche conducido por un chófer. Se lo presentó: era Matthew, un guapo negro de cabello entrecano, y luego hizo otro tanto con Henry Stafford Nightingale tercero, conocido como Chuckles; este, sentado en la parte de atrás del vehículo, era un hombre dócil y regordete de cara brillante que a Joe le recordó a un petirrojo. Salían a la mañana siguiente para hacer un crucero alrededor del mundo; tal como le explicó Pulgarcita, se trataba de una luna de miel tardía.
—¿Verdad, cielo?
Miró a su nuevo marido con adoración y él la miró a su vez con idéntico sentimiento, pero no dijo nada.
Joe se encontraba exhausta después de un viaje accidentado. Tenía las piernas como gelatina, y nunca había sentido tanto calor. Trató de concentrarse mientras sufría un bombardeo de preguntas acerca de Louisa, de ella misma y de Liverpool, ciudad que Pulgarcita conocía bien, lo mismo que a Louisa, pues había estado muchas veces hacía años en Barefoot House. Era difícil responder cuando tenía la cabeza aún en buena parte al otro lado del Atlántico, y un tanto separada de su cuerpo.
Según le dijeron, estaban atravesando una zona llamada Queens, que recordaba a Liverpool. Luego, el coche cruzó un puente sobre un reluciente río verde, para llegar al otro lado a través de un gran arco flanqueado por columnatas.
—Ahora pasamos por la isla de Manhattan, guapa. Esto es Chinatown —le explicó Pulgarcita.
Todo el cansancio de Joe, su sensación de desorientación, desaparecieron como por ensalmo, y parpadeó incrédula ante las tiendas rutilantes, las cabinas telefónicas con techo de pagoda, los restaurantes con los nombres rotulados en chino, los callejones angostos con banderolas colgando. Todas las tiendas estaban abiertas, aunque era ya tarde, y las aceras bullían de gente, mucha de ella vestida con largas túnicas chillonas de seda con alamares y bordados: ropa china auténtica.
—¡Oh! —murmuró, y Chuckles miró su cara de asombro, sonrió y abrió la ventanilla para que entraran olores cálidos, especiados, mezclados con oleadas de perfumes almizclados, así como una suave música tintineante que sonaba algo desafinada, y el runrún de infinidad de voces que hablaban cien lenguas diferentes. O eso pensó Joe boquiabierta mientras escuchaba los extraños sonidos y aspiraba los insólitos aromas. El mundo parecía haberse vuelto más ligero y brillante, más ruidoso, más bullicioso, más colorido, desproporcionado. Al instante se sintió cautivada. Nueva York era sin duda la ciudad más fascinante y emocionante del mundo.
Louisa afirmaba que el lugar de más clase para vivir en Manhattan era el Upper West Side. La casa en que se alojó Joe durante las cuatro semanas siguientes era palaciega, un edificio de piedra marrón con puerta central y ventanas a los laterales que daba a la Quinta Avenida. Era una construcción sólida, con una fila de columnas que soportaba una balconada que se extendía a todo lo ancho de la fachada. Joe quedó impresionada, pero no habría querido residir allí de forma permanente. Parecía más un museo que un lugar donde vivir. Ni siquiera la casa de Huskisson Street debió de ser tan grandiosa en sus días de máximo esplendor. «No exagero, Lil —escribió en la primera carta que envió a su amiga—, pero se podría vivir en uno de los armarios roperos. Son enormes. Abajo, los suelos están cubiertos de mármol, pero las alfombras del piso superior son tan gruesas que casi me desaparecen los pies. Tendrías que ver mi habitación, que es un salón además de dormitorio.»
Su habitación tenía más de doce metros cuadrados, con un tresillo de seda de bordes de madera, una cama con dosel con cortinas, una alfombra roja y varios muebles recios de color negro con adornos dorados.
Cuando la esposa de Matthew, Estelle, la maternal ama de llaves, la condujo a la planta de arriba el primer día, tras empecinarse en llevarle la maleta —lo cual dio lugar a que Joe se sintiese incómoda, por cuanto la mujer la superaba con mucho en edad, dio unos pasos de baile por la habitación en cuanto se cerró la puerta, porque rara vez se había sentido tan feliz. Empezó a deshacer la maleta.
—¡Si pudieras verme ahora, mamá! —gimió.
Se sirvió la cena en un salón que a Joe le recordó el Ayuntamiento de Liverpool, donde había ido una vez con Lily a escuchar al señor Kavanagh que pronunciaba un discurso. Tras una cena de cinco platos que más parecía un banquete, Pulgarcita y Chuckles, que salían de viaje a la mañana siguiente muy temprano, le dieron las buenas noches y se despidieron. Ella los besó a ambos, les deseó buenas vacaciones y ellos correspondieron y le desearon lo mismo. Pulgarcita dijo que tenía que volver algún día a Nueva York y que entonces la llevarían a pasárselo realmente bien. Joe tenía la sensación como si los conociera de toda la vida. Se acostó inmediatamente y durmió doce horas como un tronco.
—Me he asomado antes —dijo Estelle a la mañana siguiente cuando le llevó una taza de café—, pero dormía usted como una bendita, así que he decidido no despertarla. Son las diez. Bueno, querida, ¿desea desayunar en ese mausoleo de comedor o en la cocina? Matthew y yo hemos desayunado ya, pero con mucho gusto compartiremos una taza de café con usted.
—En la cocina, por favor —decidió al momento Joe.
Mientras comía unos huevos revueltos, seguidos de deliciosas tortitas con sirope de arce, Matthew le explicó dónde podía encontrar las paradas de autobús y de metro más cercanas.
—Estaremos encantados de que coma con nosotros cuando guste, querida —dijo Estelle—, pero si decide comer fuera, verá que los delis y los diners son los más baratos. Oh, y Macy’s es el sitio al que hay que ir para comprar ropa. Son los grandes almacenes más grandes del mundo.
Matthew le entregó la llave de la puerta y dijo que podía entrar y salir cuando quisiera. Joe subió a por su bolso y una guía, cepillarse algo el pelo y retocarse el rojo de los labios antes de salir a explorar las maravillas de Nueva York.
El tiempo se le pasó volando. Los días iban transcurriendo y se convirtieron en semanas. Subió a la estatua de la Libertad y al Empire State Building; se montó en las estruendosas y chillonas atracciones de Coney Island y paseó por la Quinta Avenida. Se quedó con los ojos como platos ante los precios de la ropa en los escaparates de las tiendas caras, se metió en Bloomingdale’s, se dio un toque de prueba de Chanel Nº 5 y volvió a salir, cosas todas ellas que también había hecho Estelle cuando estuvo por primera vez en Nueva York. Asistió a misa en la catedral de San Patricio, visitó Chinatown, Little Italy y el «Garment District», así como tantos museos que incluso olvidó cuáles eran. Se quedó de pie en las aceras, bajo las sombras oscuras, y miró hacia arriba, impresionada, los altísimos rascacielos —se sentía como si estuviera en medio de un alfiletero gigante—; se atiborró de hamburguesas, bagels, tortitas, pizzas y exóticos helados, y descubrió que la apasionaban la mantequilla de cacahuetes y la coca-cola con hielo, y esta última no solo por el calor que hacía.
Y hacía muchísimo calor, como si un fuego furioso ardiera bajo las calles de aquella urbe única y fantástica, y tanto es así que podía sentir el calor a través de las finas suelas de sus sandalias. Le dolían los pies y las piernas, y sobre todo le dolía la cabeza a consecuencia del ruido, la multitud y el ambiente cargado.
Pero lo cierto es que disfrutó de cada minuto pasado allí. Se desplazó en autobús y en el achicharrante metro, y se sentó en la hierba de Central Park mientras veía gratis Así es si así os parece y El mercader de Venecia. Permaneció más tiempo del que hubiera debido en Macy’s, con sus cuatro pisos de ropa de mujer que le hicieron la boca agua, y se compró dos vestidos de verano y una preciosa chaqueta de lino.
El lugar que más le gustó fue Greenwich Village, bohemio, nada convencional, con callejuelas pintorescas e intrincadas, un cambio de lo más agradable después del rígido sistema de bloques imperante en el resto de la ciudad. Se preguntaba si alguien dormiría siquiera algún momento en Greenwich Village, porque por muy tarde que fuera, siempre había tiendas abiertas, los bares y los restaurantes estaban llenos y las calles hervían de animación, con una excitación casi anárquica. Si entraba en uno de los innúmeros cafetines oscuros, descubriría que se estaba representando una obra, había una lectura de poesía o un mitin, por lo común de índole política, referente a la prohibición de las bombas nucleares o en pro de acabar con la caza de brujas de McCarthy, fuera lo que fuese la tal caza. Joe se sentaba en un rincón y escuchaba, saboreando cada frase, por trivial que fuera, porque no se asemejaba a nada que hubiese conocido antes.
De pronto llegaron la última semana, los últimos días, y después el último día de las vacaciones más maravillosas que cualquiera hubiera podido soñar. Había comprado regalos para el servicio de la mansión: un bonito juego de collar y pendientes en Chinatown para Estelle, y para Matthew, una bolsa de cuero para tabaco porque la que tenía estaba ya muy gastada.
—¿Qué piensa hacer hoy, querida? —preguntó Estelle durante el desayuno.
Joe tenía el día perfectamente organizado.
—Ver por última vez todos mis lugares favoritos: Chinatown y la Quinta Avenida, la catedral de San Patricio y luego Macy’s, porque me quedan todavía unos dólares y creo que es una pena no gastarlos. Esta noche iré a ver El sueño de una noche de verano en Central Park, y después me tomaré un café en Greenwich Village. —Suspiró—. No puedo creer que regrese a casa mañana.
—La echaremos de menos. Ha sido un placer tenerla aquí. — Matthew asintió vigorosamente para subrayar las palabras de su mujer—. Pero no olvide —continuó diciendo Estelle— que la han invitado a volver. Puede que la veamos por aquí dentro de poco.
—Merecería la pena volver aunque solo fuera por sus estupendas tortitas, Estelle.
Se sentía triste al caminar por las bulliciosas calles de Chinatown, no muy segura de poder volver a verlas de nuevo. Se habría prometido firmemente a sí misma que regresaría, pero tal vez el destino no le permitiera cumplir su promesa. Uno no podía fiarse de nada en la vida; lo había aprendido hacía mucho tiempo.
Se quedó un rato en la catedral saboreando la paz del lugar, el aroma del incienso, tan leve que era apenas perceptible en el aire fresco, y rezó para encontrar un lugar agradable donde vivir cuando volviera a su país, así como un buen trabajo y la felicidad. Rezó por Louisa, por Lily y por todas aquellas personas de las cuales se acordó.
Era ya la hora de comer cuando salió, y lo hizo en el diner más cercano: una hamburguesa, un banana split y coca-cola. Después se dirigió a Macy’s, cuyos pasillos recorrió durante horas en busca de ropa antes de quedarse con una larga falda negra estrecha y un jersey ancho de color cereza. Le quedaban aún los dólares suficientes para una cena muy barata y tomar el último café en Greenwich Village.
Él estaba sentado en la mesa de al lado. Era un joven esbelto con pelo negro como el carbón, muy liso, que le caía sobre la frente en un flequillo descuidado. En su rostro vivaz y expresivo, de tez morena, relucían unos ojos oscuros. Joe pensó que parecía italiano, o español; extranjero, en cualquier caso. La mesa se encontraba llena de gente, y el joven era a todas luces el centro de atención. Todo el mundo parecía querer saber su opinión, rivalizaba por que les hiciera caso, lo agarraban del brazo, gritaban más que los demás para hacerse oír...
Se llamaba Jack. O quizá fuera Jacques. Podía ser francés. Llevaba unos pantalones negros y una camisa azul oscuro con el primer botón desabrochado, con una corbata de cuadros con el nudo flojo. De vez en cuando echaba hacia atrás la cabeza y se reía, y en su risa había algo alegre y desinhibido, como si saliera de lo más profundo de sí mismo.
El café se llamaba Best Cellar y se llegaba al local tras bajar una diminuta escalera en Bleecker Street. Joe ya había estado antes allí, concretamente dos veces. El joven —no podía quitarle la vista de encima— empezó a hablar muy animado acerca de algo relativo a la política, y agitaba mucho los brazos para recalcar las palabras. Sus oyentes lo escuchaban en silencio, con respeto.
Joe consultó el reloj. Las once y media. Era hora de volver, tenía que tomar un avión al día siguiente. Pero se resistía a marcharse mientras el joven siguiera allí, lo cual no podía ser más absurdo. Él ni siquiera había mirado una vez en su dirección. ¿Pretendía tal vez quedarse allí sentada con la esperanza de que todos se fueran excepto él, para convertirse entonces en el único objeto de su atención?
Pero ya antes de entrar en el bar se sentía rara. El sueño de una noche de verano supuso una experiencia mágica. A mitad de la representación había caído el crepúsculo sobre Central Park, y después llegó la noche y aparecieron las estrellas. La hierba sobre la que se sentaba el público, en especial parejas, estaba más fresca, y el aroma que desprendía un millón de flores resultaba casi embriagador. A medida que el cielo se iba oscureciendo, el escenario se veía más luminoso, las voces de los actores sonaban más altas y tonantes, y el entusiasmo del público iba en aumento. Algo se removió en su interior, una conciencia agudizada de la belleza y la claridad del entorno y la pura brillantez de las palabras que los actores pronunciaban. Entonces surgió algo más, el deseo de tener a alguien junto a ella. No a Lily; a un hombre, un novio, en cuyos brazos pudiera cobijarse mientras veían llegar la obra a su final, y experimentaban juntos la belleza de la mágica noche. ¿Encontraría alguna vez a un hombre así?
Entonces fue al Best Cellar, y allí estaba él.
De pronto, el joven se puso en pie de un salto, se alejó de allí y subió los peldaños de dos en dos. Los ocupantes de la mesa vecina parecieron venirse abajo, como si su marcha les hubiera quitado un elemento vital de sus existencias, aunque después de un rato empezaron a hablar entre ellos en voz baja.
—Pues bueno... —Joe se encogió de hombros, se acabó el tercer café, recogió el bolso y se dirigió a la escalera. A medio camino, se encontró con el joven que bajaba.
—Me he olvidado la chaqueta —murmuró. Le sonrió al decirlo, pero ella se dio cuenta de que en realidad no la veía.
—Algunas personas perderían la cabeza si no la tuvieran atornillada —comentó Joe, lo cual, dadas las circunstancias, era probablemente lo más tonto que pudo decir, pero fue lo único que se le ocurrió cuando ambos tuvieron que detenerse en la escalera para dejarse pasar el uno al otro.
Estaban de pie, algo ladeados, frente a frente, casi rozándose, y el joven la miraba perplejo.
—Esa frase que acabo de oír ¿se ha pronunciado con acento de Liverpool?
Joe oyó al momento en su cabeza algo así como un repiqueteo de campanillas cuando los ojos oscuros le sonrieron.
—Sí.
—Oh, entonces, por favor, ¿puedo besarte? Hace por lo menos quince años que no beso a una chica de Liverpool. ¿Cómo te llamas? ¿De dónde eres? Es decir, ¿de qué parte de Liverpool?
—De Penny Lane —balbuceó—. Me llamo Joe Flynn.
—Y yo Jack Coltrane, de Old Swan. —La besó en las dos mejillas—. Encantado de conocerte, Joe Flynn.
Ella apenas podía respirar. Tenía una sensación extraña en el estómago, como si dentro de sí todo se hubiera hundido. Él la observaba con expresión de cierta sorpresa. De repente se echó a reír.
—Eres muy guapa, Joe Flynn. ¿Puedo volver a besarte?